Por Luis Suárez. ABC. 03/11/2007.
En
el fondo no era necesario. Bastaba con retornar a los principios
mismos de ese monumento para que tal condición se cumpla. La idea
del Valle de los Caídos, que acabó imponiéndose sobre los que
pretendían una mera conmemoración como en todas partes se
acostumbra a los que murieran bajo la bandera de los vencedores, fue
precisamente la contraria: como una parte del dolor y
arrepentimiento que la violencia entre compatriotas llega a producir
se pensó, dentro del sentimiento cristiano, en un lugar que pudiera
acoger las cenizas de quienes, católicos, murieron combatiendo en
uno y otro bando. Estaban las obras a punto de concluirse cuando pasó
por España Angelo Roncalli, que abandonaba la nunciatura de París
para tornar a Roma. Roncalli era una de las personas de más
reconocido sentimiento cristiano; así lo había demostrado en
muchos lugares, especialmente en Turquía y en Francia.
Acompañado
por don Ángel Ayala y don Alberto Martín Artajo, figuras decisivas
dentro de la ANDP, el futuro Papa subió hasta las alturas que
coronan Cuelgamuros. Allí le explicaron la idea, que le entusiasmó:
más allá de lo que Francia hiciera con sus muertos dignos de
gratitud, esta nueva idea le parecía conforme con el espíritu
cristiano: sólo la Cruz puede albergar las esperanzas de
reconciliación. Y con ella -desde ella- también la profundización
en la doctrina social de la Iglesia. Porque la meta tenía que ser
una superación del pasado, tornando el odio en amor reconciliador,
y esto sólo podía venir de un recto pensamiento cristiano. Cuando
Roncalli llegó a ser Juan XXIII, beato a quien todos los sectores
europeos reconocen como figura máxima de la paz, hizo dos regalos
preciosos a la comunidad religiosa allí establecida: un trozo del
árbol de la Cruz y una indulgencia plenaria que lucran cada años
centenares de fieles de toda clase el día de Viernes Santo.
Pues
entre tanto, una segunda decisión se había tomado: encomendar a
los benedictinos el cuidado religioso de aquel monumento sepulcral.
Pero no podemos olvidar que el benedictismo es la raíz de Europa y
que, sin él, la «europeidad» por la que trabajamos se torna
incomprensible. Benito borró las diferencias entre trabajo laboral
y servil, hizo de la familia un elemento esencial, movió a todos a
la caridad y amor fraterno y supo borrar las diferencias entre
germanos y romanos. De modo que el papel de los benedictinos en
cualquier proyecto de construcción de un futuro sin odios era
indispensable. Cada día, cuando las luces se apagan y la luz brilla
sobre el Cuerpo de Cristo, un católico tiene la sensación, allí,
de encontrarse, físicamente, al pie de la Cruz.
Años
más tarde, uno de estos monjes tuvo también la idea de crear una
hermandad, bajo el nombre de Nuestra Señora del Valle, asociando a
María en la gran empresa. Comprendo muy bien que todo esto debe
sonar extraño en los oídos de quien no comparte la fe, y mucho más
de quien la repudia, como los laicistas actuales, que la consideran
un mal. Pero los católicos recordamos que ahí está el principio
de la libertad religiosa, un derecho humano natural, que es por ello
incontrovertible. Amar a Dios y servir al César figuran entre las
prescripciones del cristianismo primitivo. De modo que no
interpretemos el término despolitizar como una simple y rigurosa
secularización.
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Quien
obra así, dentro de este espíritu, no se sirve únicamente a sí
mismo; también al prójimo y a los poderes temporales que están
necesitados de defender el bien, el derecho y la libertad. Cada año,
la hermandad de Santa Maria celebra en silencio durante el mes de
noviembre una conmemoración por sus difuntos. Desde el primer día
no se ha olvidado de interceder en ruego a Dios por todos cuantos
descansan en aquel lugar, sean de un bando u otro. Y en los domingos
y en las conmemoraciones eclesiásticas son centenares de fieles los
que se congregan en la gran basílica. No es lícito hablar de política
en todos estos actos, que son el pulso a lo largo del año, en la
existencia de un Valle que atrae además a muchos visitantes que se
mueven tan sólo por el legitimo deseo de conocer.
Insisto:
allí está el benedictismo en todas sus dimensiones, aquel que en
otro tiempo salvó la herencia patrimonial de Roma. Ha operado y
opera en silencio. Pasados los años, cuando España había
modificado ya sus dimensiones políticas, el cardenal Ratzinger
estuvo dando unas lecciones en el curso de El Escorial. También
subió al Valle, una visita conservada hoy en la gran fotografía en
que le rodean el entonces abad y el que actualmente ostenta ese
magisterio. «Abba» es un término benedictino tomado del hebreo
que significa, más que padre, el término cariñoso, papá, que un
hijo ofrece a su padre como muestra de amor. Pocos años más tarde
Ratzinger era elegido Papa. Muchos creyeron que al tomar su nombre
quería marcar la continuidad con Benedicto XV. Él personalmente
precisó que se trataba de san Benito de Nursia.
Profunda
lección. Sin el patrimonio benedictino, Europa se torna a todas
luces incomprensible. De ahí que los católicos demos al Valle,
como a Monserrat o a Silos, una importancia decisiva en nuestra
memoria histórica. Ya en el tránsito del primero al segundo
milenio, cuando Oliba de Ripoll era apenas un niño, la contribución
de los monjes negros a la reconstrucción de una Humanidad que
estaba demasiado poseída por el caballo y la espada resultó de una
importancia decisiva. Unos cuantos centenares de monjes hicieron por
Europa más de lo que nunca han conseguido los constructores de
imperios.
No
estoy tratando de introducirme en política. Pero ahora que el
debate en torno a este punto espinoso parece terminado con una
definición precisa, me ha parecido oportuno ofrecer, desde el
interior mismo de la hermandad del Valle, unas noticias y
comentarios que pueden resultar extraordinariamente útiles para el
ciudadano de a pie, entre los que me cuento. Importa mucho conservar
cuanto de útil se encuentre en el patrimonio heredado. Y esa Cruz
que algunas noches brilla sobre el horizonte, y esas huellas de los
pies de dos Papas que, antes de serlo, por sus sendas caminaron, y
todo cuanto de aquellas raíces nace, merecen su cuidado. El Valle
no fue pensado como tumba de José Antonio o de Franco. El fundador
estaba inhumado en El Escorial y fue Don Juan de Borbón quien
manifestó a Franco su disgusto, pues aquel era sólo tumba de
reyes. De modo que hubo una negociación con la familia del difunto.
Franco había comprado para sí mismo un panteón en El Pardo, pero
en horas inmediatas que precedieron a su muerte se decidió el
cambio, siendo el propio Rey quien firmó el documento dirigido al
abad. Para un católico es también un mandato: dejemos a los
muertos en paz.
En
la medida en que la vida religiosa se afirme y expansione en ese
espacio que cubre el benedictismo, España está recibiendo un
regalo que puede ser precioso para construir su futuro. Alejemos el
odio y tratemos de construir el amor. Las divergencias ideológicas
no pueden transferirse a sentimientos.
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