Por Jaime L.
Me levanto y me
arreglo. Desayuno durante media hora larga y me dispongo a salir.
Entre los muchos vicios que me enorgullezco de tener, no está,
afortunadamente, el de madrugar los domingos, así que no me
sorprende la escasez de tráfico. Me dirijo a recoger al amigo con
peor carácter que tengo y que tiene esa mañana la bondad de
informarme de que no son las nueve y media sino las ocho y media. Un
barrendero me confirma que la madrugada anterior se había cambiado
la hora y tras disculparme con la fiera desvelada, decido ir a dar
un paseo por la Plaza de Oriente. Me recreo en la gloriosa historia
de España con los Reyes godos, con Felipe IV, el palacio de su
sobrino y me interno en los jardines de Sabatini. Ensimismado y casi
agradeciendo, por el grato paseo, mi descuido con los usos horarios,
me topo en los jardines de Palacio, a escasos metros de Carlos III,
con un ruso de metal vestido con corbata y peor cara que la de mi
amigo cuando le desperté. Por ser Lenin el máximo ejemplo de los
valores de libertad que ahora tanto se exaltan, en un país tan
cercano a nosotros -casi hermano- como lo es Rusia, no me sorprendió
su inmortalidad en nuestra Villa y Corte. En realidad pocas cosas
sorprenden hoy en día, pero colocar a ese santo varón medio
escondido -plácida eternidad en ese bendito pensil- en los jardines
del Palacio Real, con lo monárquico que era, me parece casi una
ironía.
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Así que, ya que
estamos con historia política internacional, propongo que se le de
a su estatua un lugar más vistoso, el jardincillo de la Puerta de
Alcalá, por reubicarlo a la republicana y que se reconstruya
la escultura. Se podría poner debajo de su bota, por ejemplo, la
cabeza del inhumano General Pinochet, Lucifer encarnado, que sumió
a su país en la miseria y el desorden más absolutos –¡pudiendo
haber seguido a Lenin!- para que el Ministro Bermejo vea demostrado
que en España hace ya tiempo que somos jueces sin necesidad de
oposición. Aquí quitamos a Franco, le dejamos la escolta roja a
unos metros en La Castellana, prohibimos el culto político en el
Valle de los Caídos y admiramos a Lenin en bucólico paseo por los
Reales Jardines. España es una nación gobernada por caraduras y
arribistas menores de edad mental, un país que padece un Alzheimer
grave que se regenera cada treinta años, plenamente escolarizado
pero adiestrado e ignorante al fin y al cabo y lo que es peor,
profundamente estúpido. Una república bananera mediterránea, una
chica guapa y tonta con la que uno se divierte y que le obliga, eso
sí, a aguantar callado sus frivolidades y a no tomar en serio sus
barbaridades. En España se puede ser feliz siempre que no se sea
patriota. Y algunos sí tenemos ese raro vicio.
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