Despolitizar el Valle.
Por
Luis Suárez. ABC, 09/11/2007.
En
el fondo no era necesario. Bastaba con retornar a los principios mismos de ese
monumento para que tal condición se cumpla. La idea del Valle de los Caídos,
que acabó imponiéndose sobre los que pretendían una mera conmemoración como
en todas partes se acostumbra a los que murieran bajo la bandera de los
vencedores, fue precisamente la contraria: como una parte del dolor y
arrepentimiento que la violencia entre compatriotas llega a producir se pensó,
dentro del sentimiento cristiano, en un lugar que pudiera acoger las cenizas de
quienes, católicos, murieron combatiendo en uno y otro bando. Estaban las obras
a punto de concluirse cuando pasó por España Angelo Roncalli, que abandonaba
la nunciatura de París para tornar a Roma. Roncalli era una de las personas de
más reconocido sentimiento cristiano; así lo había demostrado en muchos
lugares, especialmente en Turquía y en Francia.
Acompañado
por don Ángel Ayala y don Alberto Martín Artajo, figuras decisivas dentro de
la ANDP, el futuro Papa subió hasta las alturas que coronan Cuelgamuros. Allí
le explicaron la idea, que le entusiasmó: más allá de lo que Francia hiciera
con sus muertos dignos de gratitud, esta nueva idea le parecía conforme con el
espíritu cristiano: sólo la Cruz puede albergar las esperanzas de reconciliación.
Y con ella -desde ella- también la profundización en la doctrina social de la
Iglesia. Porque la meta tenía que ser una superación del pasado, tornando el
odio en amor reconciliador, y esto sólo podía venir de un recto pensamiento
cristiano. Cuando Roncalli llegó a ser Juan XXIII, beato a quien todos los
sectores europeos reconocen como figura máxima de la paz, hizo dos regalos
preciosos a la comunidad religiosa allí establecida: un trozo del árbol de la
Cruz y una indulgencia plenaria que lucran cada años centenares de fieles de
toda clase el día de Viernes Santo.
Pues
entre tanto, una segunda decisión se había tomado: encomendar a los
benedictinos el cuidado religioso de aquel monumento sepulcral. Pero no podemos
olvidar que el benedictismo es la raíz de Europa y que, sin él, la «europeidad»
por la que trabajamos se torna incomprensible. Benito borró las diferencias
entre trabajo laboral y servil, hizo de la familia un elemento esencial, movió
a todos a la caridad y amor fraterno y supo borrar las diferencias entre
germanos y romanos. De modo que el papel de los benedictinos en cualquier
proyecto de construcción de un futuro sin odios era indispensable. Cada día,
cuando las luces se apagan y la luz brilla sobre el Cuerpo de Cristo, un católico
tiene la sensación, allí, de encontrarse, físicamente, al pie de la Cruz.
Años
más tarde, uno de estos monjes tuvo también la idea de crear una hermandad,
bajo el nombre de Nuestra Señora del Valle, asociando a María en la gran
empresa. Comprendo muy bien que todo esto debe sonar extraño en los oídos de
quien no comparte la fe, y mucho más de quien la repudia, como los laicistas
actuales, que la consideran un mal. Pero los católicos recordamos que ahí está
el principio de la libertad religiosa, un derecho humano natural, que es por
ello incontrovertible. Amar a Dios y servir al César figuran entre las
prescripciones del cristianismo primitivo. De modo que no interpretemos el término
despolitizar como una simple y rigurosa secularización.
Quien
obra así, dentro de este espíritu, no se sirve únicamente a sí mismo; también
al prójimo y a los poderes temporales que están necesitados de defender el
bien, el derecho y la libertad. Cada año, la hermandad de Santa Maria celebra
en silencio durante el mes de noviembre una conmemoración por sus difuntos.
Desde el primer día no se ha olvidado de interceder en ruego a Dios por todos
cuantos descansan en aquel lugar, sean de un bando u otro. Y en los domingos y
en las conmemoraciones eclesiásticas son centenares de fieles los que se
congregan en la gran basílica. No es lícito hablar de política en todos estos
actos, que son el pulso a lo largo del año, en la existencia de un Valle que
atrae además a muchos visitantes que se mueven tan sólo por el legitimo deseo
de conocer.
Insisto:
allí está el benedictismo en todas sus dimensiones, aquel que en otro tiempo
salvó la herencia patrimonial de Roma. Ha operado y opera en silencio. Pasados
los años, cuando España había modificado ya sus dimensiones políticas, el
cardenal Ratzinger estuvo dando unas lecciones en el curso de El Escorial. También
subió al Valle, una visita conservada hoy en la gran fotografía en que le
rodean el entonces abad y el que actualmente ostenta ese magisterio. «Abba» es
un término benedictino tomado del hebreo que significa, más que padre, el término
cariñoso, papá, que un hijo ofrece a su padre como muestra de amor. Pocos años
más tarde Ratzinger era elegido Papa. Muchos creyeron que al tomar su nombre
quería marcar la continuidad con Benedicto XV. Él personalmente precisó que
se trataba de san Benito de Nursia.
Profunda
lección. Sin el patrimonio benedictino, Europa se torna a todas luces
incomprensible. De ahí que los católicos demos al Valle, como a Monserrat o a
Silos, una importancia decisiva en nuestra memoria histórica. Ya en el tránsito
del primero al segundo milenio, cuando Oliba de Ripoll era apenas un niño, la
contribución de los monjes negros a la reconstrucción de una Humanidad que
estaba demasiado poseída por el caballo y la espada resultó de una importancia
decisiva. Unos cuantos centenares de monjes hicieron por Europa más de lo que
nunca han conseguido los constructores de imperios.
No estoy tratando de introducirme en política. Pero ahora que el debate en torno a este punto espinoso parece terminado con una definición precisa, me ha parecido oportuno ofrecer, desde el interior mismo de la hermandad del Valle, unas noticias y comentarios que pueden resultar extraordinariamente útiles para el ciudadano de a pie, entre los que me cuento. Importa mucho conservar cuanto de útil se encuentre en el patrimonio heredado. Y esa Cruz que algunas noches brilla sobre el horizonte, y esas huellas de los pies de dos Papas que, antes de serlo, por sus sendas caminaron, y todo cuanto de aquellas raíces nace, merecen su cuidado. El Valle no fue pensado como tumba de José Antonio o de Franco. El fundador estaba inhumado en El Escorial y fue Don Juan de Borbón quien manifestó a Franco su disgusto, pues aquel era sólo tumba de reyes. De modo que hubo una negociación con la familia del difunto. Franco había comprado para sí mismo un panteón en El Pardo, pero en horas inmediatas que precedieron a su muerte se decidió el cambio, siendo el propio Rey quien firmó el documento dirigido al abad. Para un católico es también un mandato: dejemos a los muertos en paz.
En
la medida en que la vida religiosa se afirme y expansione en ese espacio que
cubre el benedictismo, España está recibiendo un regalo que puede ser precioso
para construir su futuro. Alejemos el odio y tratemos de construir el amor. Las
divergencias ideológicas no pueden transferirse a sentimientos.
Noticia extraída de: http://www.generalísimofranco.com