Por
Luis Suárez, de la Real Academia de la Historia. ABC, 26/12/2008.
Sólo
desde el siglo XV empleamos el término Europa; antes se prefería
el de Cristiandad porque hacía referencia a su contenido
espiritual. Luego esa misma Cristiandad, sin renunciar a sus valores
de fondo, se dividió entrando en una serie de contiendas que
movieron a von Klausewitz a decir que la paz es sólo paréntesis
entre dos guerras. Y en 1947, siguiendo las orientaciones que
Churchill, es decir Mambrú que volvía de la guerra, tres grandes
políticos católicos, francés, alemán e italiano, decidieron que
había llegado el momento de poner fin, mediante un acto de amor al
prójimo, a toda la serie de guerras y que Europa comenzara a
existir, haciendo reales programas de siglos. Han pasado sesenta años
y hay razones para la esperanza; el terrorismo es «la nueva forma
de lucha, diabólica», que hoy nos amenaza.
En 1955 se decidió
diseñar una bandera para Europa. Robert Bichet era entonces
vicepresidente del Consejo de Europa y no tuvo duda; de algún modo
tenían que salir a la luz viejas raíces. Se hizo un concurso. Y
uno de los que lo ganaron, Arsenio Heitz reveló, no tardando mucho
que su diseño, el fondo azul de las doce estrellas, había sido
inspirado en el Apocalipsis, en esos versículos que la Iglesia ha
atribuido siempre a la Virgen María. No se trataba de hacer una
manifestación litúrgica sino de representar un orden de valores.
Cuando esta inspiración se demostró no faltaron las dudas y las
vacilaciones ya que se trataba de un signo católico. Católicos lo
eran, y de qué modo, De Gasperi, Adenauer y Schuman.
Cuando, en 1961 el
Gobierno español, confesionalmente católico, solicitó el ingreso,
Europa no podía rechazar la demanda. Ni aceptarla tampoco. Era fácil
aducir razones políticas, pues España aun no se hallaba en la
democracia. El Movimiento europeo convocó el Congreso de Múnich
para evitar se hiciese en aquellas circunstancias una admisión.
Acudieron personas relevantes desde dentro de España, para tomar
defensa y buscar garantías. La negativa se hizo más transparente,
pese al vigor de la democracia cristiana, porque el Gobierno español
cometió el error de castigar a los que acudieron. Es cierto que
hubo rectificación aunque demasiado tarde. El propio Franco recibió
a los representantes del Movimiento europeo y admitió que cuando
España formara parte de la Comunidad también tendría que
acomodarse a las otras formas; esto debía suceder «después y no
antes». En 1962 ya estaba en marcha el proceso de transición hacia
la nueva Monarquía.
Sobre la mesa
quedaba ahora un gran problema, el de la confesionalidad. La
Iglesia, guiada por Juan XXIII que, siendo cardenal Roncalli,
viajara por España en compañía de Ángel Ayala y Alberto Martín
Artajo, estimulando todos los esfuerzos de reconciliación en la
Cruz, dio en 1963 un paso decisivo con el Concilio Vaticano II,
primero de la Historia que merece de plano el título de ecuménico
ya que todos los continentes en él estuvieron representados. Se
borraban las reliquias del Antiguo Régimen y se explicaba bien la
de doctrina de la Iglesia acerca de la libertad religiosa. Frente a
las dudas y reservas de otros sectores el catolicismo ha definido,
una vez más, que bajo este título entiende la plena disponibilidad
para que cada ser humano pueda practicar su religión, en sus
amplias dimensiones, pues este es el primero y principal de los
derechos naturales de toda persona.
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De este modo aquella bandera que se izó por
primera vez un día 8 de diciembre, que coincide con la fiesta de la
Inmaculada, había comenzado a dar sus frutos. Estamos dentro de la
conciencia de la Europeidad. Poco a poco todas aquellas comunidades
que a principios del siglo XV fueran definidas como las Cinco
naciones de Europa, ingresaron en la unidad. Pronto vendrían las
dificultades, pero las razones para la esperanza siguen siendo
suficientemente fuertes. Pocas veces se ha llamado la atención
sobre un punto: la firma del Tratado de adhesión por parte de España,
ejecutada por el primer gobierno socialista -se anulaban
definitivamente las tendencias a la confesionalidad- tuvo lugar en
ese conocido salón de Roma, que preside la gigantesca estatua de
Inocencio X. Curiosamente este Papa fue el que condenó la paz de
Westfalia, porque no era paz sino victoria de un bando sobre otro.
Debemos cuidar de
que las circunstancias no se cambien: un patrimonio histórico
heredado ha enriquecido y mantenido a Europa hasta llegar a ese
punto de convivencia que ahora se ve amenazado por ciertos
extremismos laicistas. En el viejo idioma de la Iglesia laicos son
únicamente aquellos que no son clérigos; se puede ejecutar una
inflamación en las palabras convirtiendo laico en laicismo, que es
como pasar de las amígdalas a la amigdalitis. De ese modo se
renueva una persecución de lo religioso, no por medios violentos
sino por la profunda reducción a silencio si bien hemos de
comprender que de este modo prescindimos también de los valores más
profundos -derechos naturales humanos, concepción de la justicia
como dar a cada uno lo suyo, afirmar la capacidad racional y el
libre arbitrio- sin los cuales no se qué monstruos seríamos
capaces de crear.
Y ahora tenemos ahí
delante Turquía. Muchos europeos están dispuestos a superar
tiempos pasados, olvidando Lepanto y Viena, salvados en último
extremo. Bien, no entremos en disquisiciones. Pero no se puede
olvidar que en Turquía, a diferencia de Occidente un partido
islamista ha llegado al poder dando al traste con el ensayo de
Mustafá Kemal Ataturk. El proceso histórico otomano se ha
reanudado. Y la esposa del presidente Gür dio el paso muy
significativo de negarse a prescindir del velo. Algo, sin duda, en
que contaba con toda la razón.
Pero este hecho abre
paso a dos interrogantes consecuencia de la pretensión de
incorporar este país a Europa, colocándole al amparo de la bandera
azul de doce estrellas. ¿Puede el Islam renunciar a la
confesionalidad del Estado? La experiencia, hasta ahora, nos da una
respuesta enteramente negativa, porque esa unidad entre espiritual y
temporal forma parte de su esencia. Me parece que es imposible
esperar una definición como la del Concilio Vaticano II. Por otra
parte Turquía es esencialmente Anatolia, una península que fue en
principio llamada Asia. Si se rompen los límites de la europeidad
estamos cambiado de raíz el sueño de 1947; en lugar a una
Comunidad para la paz, habremos construido un mercado, es decir, un
espacio económico, para el que no pueden fijarse límites.
No intento aquí
sacar conclusiones. Carezco de la preparación necesaria. Pero como
ciudadano de a pie y creyente cristiano entiendo que ha llegado a
producirse una coyuntura de consecuencias imprevisibles. La bandera
de Europa, que pronto va a cumplir cincuenta y tres años, implica
un compromiso con el patrimonio heredado, del cual no podemos
prescindir. Ser europeo significa adherirse a un conjunto de valores
y no, simplemente, asegurar un espacio. Porgue este último debe y
puede abarcar el universo mundo ayudando a los otros, a fin de
cuentas prójimos, en la solución de sus necesidades.
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