Entre
los elogios que se han tributado a Leopoldo Calvo-Sotelo figuraba,
por supuesto, el de ser "un demócrata". Se proclamaba una
vez más la justificación por la democracia, y su contrapartida, el
oprobio de los no demócratas. El elogio de don Leopoldo debía ir
acompañado, es claro, del vituperio de Antonio Tejero, como el que
con ruindad casi socialista pergeñó Martinmorales
en ABC.
Don
Antonio no merecerá jamás ningún elogio del sistema. Y, sin
embargo, hay que decirlo: su persona y su actuación en la historia
de España fueron tan íntegras como pudo serlo la del finado
presidente, y desde luego, mucho más que la de otros presidentes de
la democracia, incluido el actual.
La
democracia, y eso lo sabía bien Tejero, no es un valor absoluto.
Antonio Izquierdo narró
en su día las
circunstancias que llevaron al teniente coronel y a sus compañeros
de armas a poner en ejecución el famoso golpe, y que él mismo
resumió cuando alguien le gritó por teléfono que estaban locos y
que los iban a matar a todos: "Mi general, ya nos están
matando uno a uno".
Los
estaban matando uno a uno, ante la pasividad de los impolutos
demócratas, más preocupados por justificarse ante los que se
habían arrogado el copyright de las reglas del juego que
por cortar la sangría etarra. Estaba en juego el honor del cuerpo y
del ejército en general, pero también la vida y la libertad de
muchos. La libertad, que es algo más sustancial que la democracia,
más esencial que el mantenimiento de unas formas externas. Otra
cuestión es que el 23-F acabara siendo una farsa lamentable
destinada a vacunar al ejército.
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