Si el tema de la
inmigración siempre se ha prestado a la demagogia, y ha sido, por
otra parte, un tema recurrente en el discurso seudo-progresista de
la izquierda incapaz, sobre todo de la española, sorprende que
desde la sección Opinión de ABC (2/6/08): "La
basura inmigrante", la columnista Irene Lozano haga las
declaraciones que hace, por cuanto, además, España es ya el
segundo país del mundo, tras EEUU, en flujo migratorio y, si nos
atenemos a los informes de Naciones Unidas de 2007, el décimo en número
de residentes extranjeros, de los cuales el 33% son ilegales. Lo que
nos lleva a considerar que tales declaraciones son interesadas,
habida cuenta que seguro que a la mamá de Irene la estará cuidando
una inmigrante ilegal por cuatro duros.
Y es que sólo un estúpido –en este caso, estúpida- o un demagogo
–en este caso una demagoga- puede criticar las tímidas e
insuficientes medidas adoptadas por los gobiernos "democráticos"
de Italia y Francia contra los inmigrantes ilegales, cuyos
electores, franceses e italianos, aunque no sean españoles, también
son "soberanos". Unas afirmaciones que están en la línea
de ese espíritu tan español traducido en ser "más
papistas que el Papa". Una tónica que siempre hemos
llevado hasta el extremo de nuestra incongruente actuación a lo
largo de muchas épocas de nuestra historia.
Las declaraciones de
esta tal Irene son, pues, descabelladas y atentatorias, aparte de
ofensivas para los italianos y franceses que apoyan las decisiones
que sus respectivos gobiernos han tomado al hilo de la avalancha,
verdadero asalto extranjero a las fronteras de sus respectivos países.
Una avalancha que como no se frene, pondrá en peligro el mismo
Estado de Derecho europeo. Aunque esta tal Irene no vea el problema
mientras pueda seguir solucionando el suyo propio y personal, el de
quién cuida a su mamá por cuatro duros.
Sin embargo, el
miedo al inmigrante avanza por Europa. Un miedo que se va
contagiando a toda la Unión Europea, hasta ahora demasiado
tolerante con la inmigración; hasta el punto, que entorno al 33% de
la población de Europa es partidaria de la expulsión masiva de
extranjeros. El racismo, pues, crece a medida que se difunden
estereotipos como que "la inmigración es beneficiosa y nos ha
traído riqueza" o el que declara contra toda evidencia, que
"inmigración y delincuencia no son sinónimas".
El momento, pues, es
decisivo para una política europea de extranjería. Una política
que no puede quedarse en las tímidas e insuficientes medidas
adoptadas por los gobiernos de Italia y Francia, sino que tiene que
dar un paso más con cambios concretos, suficientes y definitivos
respecto a la entrada, permanencia, nacionalización y
reagrupamiento de los extranjeros. Porque, pese a no decirlo
claramente, lo que es evidente, es que nos encontramos ante una
crisis de identidad nacional europea que puede ser irreversible en
pocos años. Una identidad, que como cualquier otra identidad, esta
hecha de sangre, derechos y valores. Por eso, digámoslo claramente,
si esto sigue así, todos nos volveremos racistas en la medida en
que percibamos que los extranjeros nos roban no sólo nuestra
riqueza material, sino nuestra identidad. Una identidad que nos hace
ser lo que somos. Una identidad sin la cual no sabremos ser nada.
Pues lo que constituye las colectividades, los pueblos, las naciones
y los continentes es precisamente su forma de ser y de estar a lo
largo de la historia. Una idiosincrasia determinada por la herencia
del pasado, que se proyecta al futuro gracias a una serie de valores
propios y definitorios.
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