El mito del millón de muertos

Demografía contra leyenda

Por Ramón Salas Larrazábal

  Nación en Burgos en 1916. Coronel de Aviación y comisario de la comisión de Reales Ordenanzas Militares, es autor, entre otras obras, de Historia del Ejército Popular de la República, en cuatro volúmenes

  Hace tres años, en mi libro Pérdidas de la guerra, se afrontaba por primera vez de modo global el gran tema del impacto que la guerra había producido en la demografía española. Hasta entonces, sólo don Jesús Villar Salinas se había acercado a él con rigor y profundidad. Existían magníficas contribuciones a su estudio, debidas a Montero, Gibson y Jesús Salas, que o bien se referían a aspectos parciales o bien, como mi hermano Jesús, se reducían a efectuar una buena estimación desde enfoques estadísticos que llevaba a conclusiones válidas en cuanto a órdenes de magnitud globales. Todo lo demás, con ser muy abundante, no era, en general, más que propaganda interesada o pasión desbordada.

    A este respecto, el novelista austriaco Stefan Zweig, en su libro El mundo de ayer, nos recuerda, refiriéndose a la llamada guerra europea o primera guerra mundial, que «durante ella el rumor más ruin se transformaba de inmediato en verdad. Se prestaba crédito a la difamación más absurda...». «Los cuentos respecto a manos cortadas y ojos arrancados, que en cualquier guerra aparecen puntualmente en el cuarto o quinto día, llenaban las páginas de los diarios.» Esto, que sucedía en los albores de la guerra total, era sólo el preludio de la que más tarde se llamaría «guerra psicológica», que habría de librarse de forma tenaz y constante para sostener la moral de la propia retaguardia y quebrantar la del contrario, y de la que sería elemento permanente y motor la predicación del odio al enemigo, del que tenía que presentarse una imagen execrable. Fue en nuestra guerra en donde aparecieron por primera vez órganos especializados para sostener este tipo de acción. Su misión era la de elaborar y transmitir al mundo una imagen distorsionada de la realidad, que magnificara los hechos, exagerara los datos y generalizase una visión fabuladora de los acontecimientos.

 

    En la reorganización del gobierno Largo Caballero de 4 de noviembre del 36 apareció el Ministerio de Propaganda, del que se hizo cargo don Carlos Esplá Rizo, anterior subsecretario de la Presidencia y en otro tiempo director de la Oficina de Prensa del Ministerio de Estado. Desapareció el 17 de mayo del 37, al formarse el primer gobierno Negrín. Esplá pasó a la Subsecretaría de Estado, y Leonardo Martín Echevarría a la de Propaganda, dependientes ambas del ministro de Estado, Giral, que así controlaba la propaganda exterior a través del gabinete de Prensa de la Subsecretaría de Estado, y la interior por conducto de la Subsecretaría de Propaganda. Más tarde, al sustituir Álvarez del Yayo a Giral, Quero reemplazó a Esplá, y Sánchez Arcas, antes director general de Propaganda, a Martín Echevarría. En zona nacional funcionó la Delegación Nacional de Prensa y Propaganda a cargo de Dionisio Ridruejo.

 

    En cambio, la de los historiadores, que vendrían después, sería la de restablecer 1 la verdad, pues, como dijera Ortega y Gasset en La redención de la provincia, no es admisible que aquello que se escribió por la guerra y para la guerra sea tomado en serio a la hora de escribir la historia. Pero en España los odios se conservan y transmiten de generación en generación, y los tópicos que ideó la propaganda para azuzarlos se consolidan en «leyenda».

    El profesor Juan Marichal, de la Universidad de Harvard, ha hablado de «la historia española moderna, tan habitualmente maltratada por sus propios moradores, que parecen limpiarse de culpas al practicar dolorida y cotidianamente la autodifamación nacional»; y comentando este párrafo, el llorado presidente de la Real Academia de la Historia don Jesús Pabón decía: «El morador de la España contemporánea nunca fue humilde o sobrio al hablar de su situación, de la suya, de aquélla a la que se sintió vinculado; muy al contrario: respecto a su situación fue exagerado, ditirámbico, triunfalista. Precisamente en su situación, España había conocido la plenitud de los tiempos y los españoles alcanzaron la tierra prometida.
      Para la demostración, el español contemporáneo había comenzado por una condenación de la situación anterior, por una difamación del pasado inmediato. El mecanismo era de una simplicidad maniquea. Todos los bienes estaban en la situación actual, puesto que todos los males se dieron en la precedente.
      Y, claro está, los autoelogios de cada situación, borrados por la condenación de la sucesora y la autodifamación nacional española y contemporánea, eran el resultado de una serie de difamaciones sucesivas del pasado inmediato.»

      Frente a este afán interesado de unos y otros por ofrecer una visión repulsiva de los hechos imputables a sus contrarios y otra beatífica de los achacables a los propios, los estudiosos debemos rescatar el tema de ese terreno beligerante en el que querían mantenerlo, y devolverlo al sereno y limpio campo de la investigación histórica. No se trata de condenar a unos y absolver a otros, sino de profundizar en los acontecimientos, situándolos en sus estrictos límites y magnitudes, Sin exagerar ni ocultar lo sucedido, manipular los datos, generalizar anécdotas más o menos tremebundas, ni ofrecer interpretaciones que pudieran servir para consolidar una leyenda que el tiempo podría encargarse de hacer inapelable.

 


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