Danza de números

    Así, por ejemplo, Jackson, el difundido historiador americano, en República y guerra civil española, al efectuar su estimación de las víctimas causadas por la guerra, parte de la hipótesis, que adjudica gratuitamente a Villar Salinas, «de que habían muerto de medio millón a un millón de personas y de que, en número redondos, la cifra de 800.000 para el período de 1936 a mediados de 1940 podría ser bastante aproximada». Para fundamentar la elección de esta cifra, argumenta así: «La población de España había ido aumentando a buen promedio en la década anterior a la guerra. El doctor Villar extendió el promedio de nacimientos del período 1926-1935 hasta 1939, y llegó a la conclusión de que sin la guerra la población de España habría sido de 1.110.000 personas más de las que revelaba el censo de 1940. Si sustraemos de ese campo los 300.000 emigrados que había a mediados de 1940, el estudio del doctor Villar enumera más de 800.000 muertos». revelaba el censo de 1940. Si sustraemos de ese campo los 300.000 emigrados que había a mediados de 1940, el estudio del doctor Villar enumera más de 800.000 muertos.» Más tarde añade: «El estudio del doctor Villar impresiona por una razón particular: su acierto al pronosticar la población que habría de arrojar el censo, del que sólo difirió en 17.000 personas.» Después de esta demostración de su total desconocimiento del libro del doctor Villar Salinas, se ve aún en grandes dificultades para alcanzar la deseada cota de los 800.000 muertos, y se queda en la de los 580.000, que es, efectivamente, la que alcanzó la sobremortalidad producida por la guerra; pero «al estimar por separado los totales de muertes atribuidas a diferentes causas: batallas, represión en ambos bandos, incursiones aéreas y enfermedades», se olvida de estas últimas, y así, con un arbitrario reparto de los números parciales, engorda de modo increíble la partida de muertos debidos a la represión de los vencedores y minusvalora la de las víctimas de la guerra, y muy especialmente las de la represión republicana.

    Años más tarde, en el prólogo a la edición española de su obra. reconoce que sus cálculos pecaban de exagerados, pero no los rectifica en el texto, y reduce sus cifras a menos de la mitad en lo que se refiere a los excesos de los nacionalistas, que ahora supone que oscilaron entre un mínimo de 150.000 y un máximo de 200.000, cuando antes los cifraba en 400.000, y sitúa el total de las pérdidas de la guerra entre un mínimo de 330.000 y un máximo de 405.000, notable acercamiento a la verdad, de la que aún queda muy distante en su estimación de las víctimas de la represión y que pone de manifiesto la ligereza y frivolidad con que el señor Jackson maneja las cifras, antes y ahora.

    Junto a este autor, no son escasos los que se hacen eco de las deducciones de la escritora francesa Elena de la Souchere, autora de Explication de l' Espagne. quien, basándose en las estadísticas oficiales del INE, llega a asegurar que la represión de los vencedores durante la posguerra alcanzó, por lo menos, a 200.000 personas, y para demostrarlo hace el siguiente razonamiento: «Las estadísticas del período 1939-1941 arrojan 107.000 muertes violentas, mientras el número total de personas que murieron de muerte violenta fue- ron 22.500, luego oficialmente se acepta la ejecución de 84.500». La cifra de 22.500 es el número de los que quizá hubieran muerto violentamente durante esos años, incluso sin guerra. y sigue: «Como las defunciones de antes de la guerra eran del orden de las 386.000 anuales, y en esos años fueron 470.000, 484.000 Y 424.000, el número total de muertes en ese periodo fue superior en 220.000 a la cifra correspondiente a los años inmediatamente anteriores a la guerra, luego la cifra de los ejecutados debe ser ésta y no la de 84.500.»

    La deducción de la escritora francesa es sorprendente. Se olvida primero de que de las 107.000 víctimas de muerte accidental, casual, o provocada intencionadamente, no hay que deducir sólo a las 22.500 que ella supone, sino al 75 por 100 de las restantes, que se deben a inscripciones diferidas de muertes producidas durante la guerra, y de que de los 220.000 fallecimientos observados sobre el promedio de los normales en la década de los treinta, todos los que exceden de los 84.500 se deben a la mayor incidencia de enfermedades, especialmente en 1941, que tan graves consecuencias tuvo para España durante aquellos años y que aún fueron más agudas en el propio país de Elena de la Souchere, donde a partir de 1942 tuvieron el triste privilegio de ostentar la marca de la más alta mortalidad europea, muy por encima de la española, que hasta entonces siempre había sido inferior.

    Otro autor cuya obra ha alcanzado extraordinaria difusión es Ramón Tamames. A éste se le antojan poco los 580.000 muertos de Jackson y sube a 285.000 los 100.000 que éste asigna a los caídos en combate, con lo que hace ascender el total de muertos a 765.000, cifra más próxima -escribe- a los cálculos del demógrafo Villar Salinas (pone 800.000, para que no se nos olvide la cifra). No contento con esto, añade que la emigración política puede calcularse, por lo menos, en unas 300.000 personas, con lo que sitúa las pérdidas de población en 1.065.000, y al agregar las ocasionadas por la caída de la natalidad durante la contienda, que, por los datos que aporta, supone que fueron 456.763, en 1.521.763.

    El señor Tamames, en La República. La era de Franco, comete la temeridad de pretender contrastar la «verosimilitud» de las cifras por él estimadas, y para ello estudia la evolución teórica que siguió la población afectada por la guerra y la forma en que debiera haber evolucionado de no haber estallado, y llega a la asombrosa conclusión de que la población española sólo dejó de crecer en 575.000 personas. ¿Cómo resuelve el señor Tamames la increíble contradicción que supone aceptar la pérdida de 1.521.763 personas y detectar únicamente la ausencia de 575.000? Naturalmente, de ninguna manera. El profesor español une a un error inconcebible en el cálculo de las pérdidas uno no menor al estimar la población teórica, y de esta forma resulta que la pérdida de habitantes se reduce, en su «científico» cálculo, a menos de la mitad de la real y a poco más de la tercera parte de la que él mismo estimaba arbitrariamente, y así se queda sin apoyo que pueda dar la «verosimilitud» buscada a una presunción absolutamente inverosímil.


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