Cifras legendarias.
La leyenda a que me refiero se ha materializado, dentro y fuera de nuestro país, en una cifra redonda enmarcada en una no menos redonda frase que sirvió de título a la conocida y difundida novela de José María Gironella Un millón de muertos. Ya disponíamos de un lema con «garra», de una frase certera que lograría el gran impacto psicológico con el que sueñan los agentes publicitarios. ¡Un millón! La palabra que refleja todo lo exorbitante, inmenso, fabuloso. Nada expresa mejor nuestro reconocimiento hacia el prójimo que darle un millón de gracias, ni la opulencia de éste o aquél que decir de ellos que son millonarios. El millón da cumplida muestra de lo grandioso, y si grandiosa fue nuestra guerra civil y numerosas sus víctimas, éstas tenían que ser, forzosamente, cuando menos, un millón. La redonda cifra tuvo, al parecer, su origen en
una carta pastoral del cardenal Gomá, Los obispos, al hablar de la pérdida de españoles, sin
aclarar si éstos eran reales o potenciales, habían dicho una gran verdad y
alimentado una gran mentira. Luego, unos y otros, tirios y troyanos, se apropiarían
de la cifra y, para alcanzarla, distribuirían a su gusto las partidas parciales
hasta hacer coincidir su suma con esa aceptada y no discutida del millón, variándolas
a capricho y a gusto del consumidor hasta cubrir toda la gama de posibles combinaciones, sin más condición que la
de que el total se acercara, en más o en menos al guarismo sagrado. En la búsqueda de un pedestal adecuado, la leyenda creyó encontrar el punto de apoyo que le faltaba en el olvidado, magnífico y fundamental trabajo de don Jesús Villar Salinas: Repercusiones demográficas de la última guerra civil española. en el que el autor resumía toda la primera parte de su obra en dos frases que serían objeto de la más fabulosa tergiversación. Villar, al estudiar la evolución de la población española durante la guerra, escribió: «Faltan los ochocientos mil habitantes perdidos en esos años.» Y afirmaba: «Como cifra global de pérdidas puede admitirse que, en números redondos y aproximados, la guerra ha costado algo más de un millón de habitantes.» Ya tenemos confirmada la cifra, y nada menos que en un trabajo premiado por la Academia de Ciencias Morales y Políticas. Lástima, sin embargo, que la mayoría de los que la recogieron se limitara a leer esas dos frases y a interpretarlas torcidamente, cuando no de modo malicioso. En su contabilidad, la partida más importante la constituían los no nacidos, que fueron, según Villar, 612.850. Junto a esta partida básica, las defunciones arrojaban un incremento de 246.568, de las que sólo 173.731 eran debidas a la acción directa de las operaciones militares o a la violencia sobre las personas en la retaguardia. El total de pérdidas se elevaba, por tanto, a 859.418, que con la emigración redondeaba con exceso el tan traído y llevado millón. Lo que quedaba de cierto era que España había perdido, efectivamente, más de un millón de sus posibles habitantes (Villar Salinas estudia todos estos puntos en la primera parte de su obra. que titula «Valoración estadística de los fenómenos demográficos durante los años de la guerra civil.»). Las estimaciones de Villar Salinas, lejos de ser exageradas, pecaban por defecto. Jugando con la ventaja de manejar informaciones y datos desconocidos cuando él escribió, en mi libro Pérdidas de la guerra elevo esta cifra a 1.124.257 habitantes, de los que 557.182 corresponden al número de españoles que debieron nacer, que eran legítimamente esperados y que no acudieron a la cita con la vida por la caída de natalidad que acompañó a la guerra, y 567.075 los que murieron prematuramente a causa de ella. Esta última cifra, o alguna otra muy semejante, es la comúnmente aceptada hoy por todos los historiadores que no quieran ser tachados de empecinados en el error. Pero al igual que su antecesora, el famoso millón, suele repartirse de forma caprichosa, simplista y casi siempre sectaria. Con increíble frecuencia se olvida que incluye a las defunciones ocasionadas por el incremento de morbilidad que acompaña siempre a las guerras, y que en la nuestra fueron muy numerosas. Normalmente, éstas se adjudican «a capón» a las causas de muerte que el autor de turno desea hinchar para lograr identificar lo «sucedido» con lo que de manera previa había decidido que «necesariamente» tuvo que suceder. Es un pecado en el que han caído y siguen cayendo muchos autores «consagrados». |