Muertes violentas ocasionadas por la guerra.
Si aceptamos, como resulta evidente; que la sobre mortalidad española durante los años de la guerra y su inmediata posguerra afectó a menos de 600.000 personas y que fueron 324.834 las que fallecieron de muerte natural por encima de lo esperado, el número de las que perdieron la vida violentamente a causa de la acción militar, de las represalias políticas o de la acción judicial no pudo llegar a las 300.000, siendo su cifra más probable alguna comprendida entre un mínimo de 250.000 y un máximo, inalcanzable, de 300.000. Todo ello moviéndonos en el terreno de la hipótesis, aunque bien apoyada ésta en la estadística y en el uso correcto de los valores que previsiblemente hubiera alcanzado la mortalidad española de haberse mantenido en los años, siguientes la línea de tendencia existente en 1935; pero esto, que es insustituible para calcular los efectos de la enfermedad, no resulta satisfactorio a la hora de cuantificar las bajas producidas por la acción bélica, con su acompañamiento de actividades represivas. La sobremortalidad es un concepto puramente científico, matemático y, como tal, susceptible de error, aunque, eso sí, dentro de límites muy concretos y determinados. Sin embargo, la mortalidad real es algo tangible, contable y libre de cualquier tipo de influencias extrañas a la realidad. Los muertos, los que cayeron en la lucha o abatidos en retaguardia, víctimas de la acción enemiga o de las mutuas y recíprocas represalias, de las persecuciones por motivos políticos o religiosos, o ejecutados en cumplimiento de sentencias dictadas tras una acción judicial sumaria, no vienen referidos a ninguna cifra aportada por el cálculo, sino que tienen una magnitud concreta y pueden y deben contarse.
Para establecer una contabilidad fiable, no se nos
ofrece otro camino practicable que el de seguir la pista a todas las muertes
violentas registradas durante la guerra y en los años posteriores, hasta que
desaparezcan las causadas por ella; de esta forma tendremos la seguridad de
haber detectado la totalidad de las debidas a la confrontación bélica. Estas últimas se anularon casi en su totalidad en 1960,
año en el que únicamente se contabilizaron cinco. Luego, y
hasta 1975 inclusive, sólo aparecen cinco defunciones por heridas de guerra y
nueve por intervención legal de la policía o la justicia. Basta, pues,
estudiar las registradas entre 1936 y 1960, que fueron exactamente 456.803
violentas, y de ellas 178.820 inequívocamente achacable s a la contienda -113.811
a heridas de guerra, 30.834 a ejecuciones en la población civil por los
beligerantes y 34.175 a ejecuciones judiciales-. Las restantes 277.983, que en
buena norma legal debieran corresponder a motivaciones extrabélicas, contienen
todavía una buena porción de las que deben contabilizarse en el haber de la
guerra.
¿Cuántas? Otra vez nos vemos obligados a regresar al incierto terreno de la
hipótesis razonable. La línea que siguieron las muertes violentas durante la
primera mitad de este siglo fue bastante equilibrada. Inicialmente eran muy
elevadas en relación a la población, y superaron las 7.000 víctimas anuales
todos los años hasta 1908, con la única excepción de 1903; cambia el signo en
aquel año, y vuelve a ser ascendente a partir de 1925. En 1930 se rebasan de
nuevo los 7.000 fallecimientos, yen 1934 los 8.000. Los promedios quinquenales
superan las 7.000 defunciones anuales durante los diez primeros años del siglo
y en el último anterior a la guerra. Las cifras suben de modo espectacular en
los años directamente afectados por la guerra, y se restablecen valores que
pueden considerarse normales a partir de 1951, aunque con promedios claramente
superiores a los de anteguerra. Estos superan las 8.000 defunciones en los años
cincuenta, se acercan a las 9.000 en el primer quinquenio de los sesenta,
rebasan las 11.000 en el segundo y remontan las 13.000 entre 1971 y 1975. El año
1973, con 14.141 muertes violen- tas, señala el máximo absoluto en esos tres
cuartos de siglo. El progresivo incremento de este tipo de defunciones es
consecuencia, principalmente, del aumento de población, de la creciente
industrialización y del espectacular desarrollo del parque automóvil, causante
de un número de víctimas que superó las 4.000 en 1969 y rebasó las 5.000 en
1973, cuando en la década de los cuarenta no llegó nunca a las 400.
Las causas originarias de estas muertes violentas han cambiado radicalmente a lo
largo del siglo; a un ascenso vertiginoso de las motivadas por accidentes
laborales y de tráfico corresponde una disminución muy apreciable en el número
de homicidios, que se estabilizaron alrededor del medio centenar anual a partir
de los años cincuenta, aunque desde los setenta han iniciado un nuevo y
preocupante ascenso, y la desaparición total, y esperemos que definitiva, de
las ocasionadas por el hambre. Este cálculo tiene el defecto de que en él adjudicamos a la contienda las muertes por hambre, que fueron 7.916, y la sobremortalidad (positiva o negativa) originada por otros motivos igualmente ajenos a la acción directa de las armas o del poder militar o político. Para eliminar este error debemos reducir nuestra atención al estudio de aquellas muertes que, como las producidas por homicidio, traumatismo por arma de fuego, aplastamiento o desmoronamiento, accidente, o las de naturaleza desconocida, sí pueden ser achacables a ella. Todas estas causas originaron una sobremortalidad que afectó a 86.767 individuos, que son los que habría que añadir a los 176.464 que fueron inscritos en las partidas específicas reservadas a la guerra, con lo que el total se sitúa en 265.587, incluyendo las 2.356 registradas en los años cincuenta, y a las que habría que añadir las 14 muertes inscritas entre 1961 y 1975.
¿Cuál sería el nuevo error que cometeríamos al actuar así? Únicamente el que se derive del alejamiento entre el número de estas muertes debidas a motivos ajenos a la guerra y el de las observadas en 1935, que no puede ser muy significativo. En este año se registraron 4.299, y en los siguientes, las variaciones serían muy pequeñas. Es casi seguro que los homicidios disminuyeron notablemente, pero, en compensación, los accidentes aumentarían en igualo mayor medida. En todo caso, la cifra resultante se situaría bastante por debajo de ésta. |