Vulnerabilidad masculina.


    De toda esa profunda huella que la enfermedad, compañera inseparable de la guerra, dejó en nuestra demografía, una parte corresponde a los soldados muertos por enfermedades contraídas en las trincheras y a los prisioneros que sufrieron igual suerte en el cautiverio. Su número resulta difícil de determinar, porque no se ha publicado ningún trabajo que permita conjeturar su cuantía, pero la estadística puede ofrecer la posibilidad, por lo menos, de establecer el límite máximo que, en el peor de los casos, pudo alcanzar; resulta evidente que los soldados y prisioneros fallecidos pertenecían, en su casi totalidad, al sexo masculino, y su desaparición tuvo que producir, como efecto primario, la elevación relativa del número de varones muertos por causas naturales, y, por lo tanto, el procedimiento para llegar a una primera evaluación será el de medir la sobremortalidad masculina dentro del total de muertes naturales. Como era de esperar, la proporción de varones muertos aumenta a partir de 1936, pero de forma muy moderada. Esta, que fue en 1934 de 50,79 por 100, sube en 1935 al 50,89, y su suave crecimiento se mantiene hasta 1937, ya en plena guerra; en 1938 alcanza un máximo con la relación de 51,55 a 48,45, para descender hasta 1940, en que asciende de nuevo, para llegar a su nivel máximo en 1941, en el que los varones muertos son nada menos que el 53,87 por 100, porcentaje muy superior al de cualquier año anterior o posterior. La normalidad se restablece en 1943, aunque en los años 45 y 46 se produce un nuevo empeoramiento pasajero del que se sale definitivamente en 1947. Movimiento normal y paralelo al que sufre la mortalidad general.


    Si después del 18 de julio de 1936 las defunciones de varones se hubieran mantenido al nivel de 1935, habrían muerto durante la guerra 20.124 hombres menos de los que efectivamente fallecieron, y esa cifra señala, por lo tanto, un máximo absoluto en las posibles
bajas definitivas por enfermedad de los soldados de ambos bandos y de los prisioneros y encarcelados por unos y otros. Naturalmente, la cifra real debe ser muy inferior, porque no debemos olvidar que la sobremortalidad afectó en especial a niños menores de cinco años y que de ellos la fracción más importante fue la varonil. También creció notablemente el número de defunciones entre los ancianos, con desventaja para el sexo masculino, pues ya es sabido que cuando la enfermedad azota a un país, las mujeres, y muy especialmente las niñas, soportan su ataque mucho mejor que los varones y los niños. Todo ello nos lleva a opinar que la cifra aceptable debe oscilar alrededor de los 10.000, que aún se me antoja exagerada.


    Siguiendo un análisis paralelo, en los años de la posguerra fueron 39.378 los varones que murieron por encima de los que se calculaban, y de ellos 27.760, el 70,41 por 100, murieron en el tétrico año 1941, confirmando de esta manera la enorme vulnerabilidad del sexo fuerte, pero dejándonos en la mayor incertidumbre en cuanto al número de los que perecieron en cárceles y campos de trabajo. Ahora bien, teniendo en cuenta que la población reclusa en 1941 la constituían l59.392 personas, de las que 155.851 eran varones, puede aceptarse que, en conjunto, aun suponiendo que la mortalidad entre éstos llegara a ser del 20 por l .000,
enormemente alta, no resulta verosímil aceptar una cifra superior a las 5.000 defunciones para los años de posguerra. En total, y siempre por exceso, podemos calcular que fueron alrededor de 15.000 los soldados y prisioneros fallecidos por enfermedad.

 


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