Hambre, azote de la guerra.

    Trasladado todo esto al mapa, se pone de manifiesto la superior incidencia que tuvo la enfermedad en el territorio republicano, en donde las dos provincias que pasan del índice 130, las cinco que superan el 120 y cinco de las seis que rebasan el 110 formaron parte de él, mientras que no lo hizo ni una sola de las que mejoraron su situación en relación a 1935, pues el caso insólito de las provincias de Guadalajara, Toledo, Huesca y Teruel se debía, más que a la bondad de su posición sanitaria aparente, a la evacuación de una parte importante de su población. Guadalajara y Toledo la evidenciaron al rebasar ampliamente el 100 en 1939, y Huesca y Teruel, aunque conservaron posiciones envidiables, también vieron crecer su mortalidad en ese año, a pesar del notable descenso de su población. El valle del Duero íntegro, macizo medular de la zona nacional, y con él Guipúzcoa, Baleares y Orense constituyeron un núcleo resistente a la enfermedad, y el resto del territorio nacional se mantuvo en discretísimos niveles, incluso en esa región sudoccidental tan proclive a las endemias y que habría de sufrir terriblemente la dureza de las circunstancias de la vida de la posguerra. Badajoz, Málaga, Cádiz, Sevilla, Córdoba, Cáceres y Huelva mantuvieron índices que, en orden decreciente, iban del 105,4 de la primera al 100,2 de la última, es decir, muy próximos a la par. De todo ello se deduce que en la evolución sanitaria del país influyó, tanto como la guerra, la administración, que atenuaba o agravaba los desfavorables efectos de aquélla, y así éstos fueron muy moderados en la zona nacional, donde una austera gestión de los recursos disponibles garantizó el abastecimiento de la población, y se acusaron de forma verdaderamente pavorosa allí donde una total ausencia de la economía de fuerzas y medios dio como resultado un enorme despilfarro de material y recursos. La misma conducta que en lo militar produjo una angustiosa penuria allí donde los elementos utilizables permitían contar con una reconfortable seguridad, originó que la enfermedad y la muerte avanzaran mucho más allá de lo inevitable.

    El hambre, azote que era endémico en el país y que se cobraba anualmente del orden de 250 víctimas -233 en 1934, 239 en 1935-, fue una sombra nefasta que se cernió sobre toda la Península, reclamando una terrible contribución de vidas. En los años anteriores a la guerra eran muy pocas las provincias que se veían libres de esa plaga, y esta hambre ancestral se recrudeció durante la guerra, registrándose 2.485 muertes por esta causa, siendo la sobremortalidad de 1.708 defunciones durante el período 1936-1939. En 1938 se alcanzó el máximo con 1.111 españoles fallecidos de inanición, siendo Barcelona, con 735 defunciones por esta causa, la que ocupa un primer lugar muy destacado. En el conjunto de la guerra, las siete provincias más afectadas fueron, por este orden, Barcelona, Madrid, Murcia, Ciudad Real, Almería, Gerona y Vizcaya, con una sobremortalidad de 1.026 defunciones para Barcelona y 141 para Madrid; las restantes registraron cifras inferiores al centenar, pero si de la sobremortalidad pasamos al número absoluto de fallecimientos, desaparecería de la lista Vizcaya, sustituida por Cádiz, provincia en la que ya antes eran frecuentes las muertes por hambre, que, como la enfermedad, se cebó preferentemente en territorio republicano. Después de que en 1940 las defunciones por esta causa disminuyeran a 490, 1941 con 1.093 y 1946 con 1.120 señalarían dos nuevas crestas, correspondiendo a la última de ellas el máximo absoluto del siglo. A partir de este año se reanuda una situación que es de precaria normalidad, porque todavía siguen muriendo de hambre en España tantas personas como antes de la guerra. Habría que adentrarse en la década de los cincuenta para que esta calamidad se alejara definitivamente de nuestra patria. Durante esta dura posguerra son 1.784 las muertes por hambre que se registran por encima del promedio de 1935. El total de fallecimientos ocurridos por esta causa en los años comprendidos entre 1936 y 1950 fue de 7.916.

    La zona del hambre, que durante la guerra se había trasladado con preferencia a las grandes ciudades y a las provincias levantinas, retorna a su feudo tradicional y se desplaza muy acusadamente hacia el sudoeste y La Mancha. Esta amplia zona, con población subalimentada, fue también muy vulnerable a la enfermedad. En 1941, el índice de mortalidad, que había descendido a 103,7 con respecto a 1935, se elevó hasta 121,7 y tuvo una terrible incidencia en todas esas provincias. Huelva, con el dramático índice de 202,9, ocuparía un destacado triste lugar, seguida por Badajoz con 197, Cádiz con 170,7 y Sevilla con 161,4. A partir de 1942, las cosas evolucionarían de modo favorable, pero las provincias sudoccidentales seguirían ocupando los lugares de cabeza en la tabla de mortalidad, aunque mejorando notablemente sus posiciones. Huelva, con el índice 128,2, se mantendría en el primer puesto, seguido de Badajoz, Cádiz y Sevilla, con índices que oscilarían entre el 119,3 de Sevilla y el 105,5 de Badajoz. La mejoría, sin embargo, era en parte engañosa, porque durante el año precedente se había producido un acusado rejuvenecimiento de su población al morir todos sus habitantes más débiles, en especial ancianos y niños, presunción que se confirma en 1943, año en el que ceden los primeros puestos a provincias totalmente nuevas en la tabla y con tasas de mortalidad de partida muy bajas. Las Palmas, con un índice de 115,8, y Tenerife, con 114,5, ocuparon los dos primeros lugares.

    La sobremortalidad observada con respecto a 1935 afectó durante el cuadrienio a 43.779 personas, y al introducir el índice corrector para hacer intervenir el descenso que debiera haberse operado en la mortalidad en función de la línea teórica que debieron seguir las defunciones, éstas hubieran disminuido durante el período considerado en 87.594 según el INE, en 101.192 de acuerdo con las previsiones de Villar Salinas y en 115.440 según mi estimación personal. Sumando éstas a las 43.789 observadas, la sobre mortalidad real es de 159.219 muertes, de las que 50.408, es decir, el 43,66 por 100, afectaron a niños menores de cinco años, y muy cerca de 20.000 a ancianos que murieron antes de lo esperado. Unas y otras se reparten de forma prioritaria, como durante la guerra, entre las enfermedades infecciosas, tumorales y del corazón.

    Sumadas las 159.000 calculadas por nosotros como cifras más probables para el cuadrienio a las 165.612 que dedujimos para el anterior, llegamos a la cifra total de 324.831 fallecimientos naturales más que los que cabía esperar. Las estimaciones de Villar Salinas y, sobre todo, las del INE reducen apreciablemente esta cifra, dejándola en 304.862 el primero y en 285.764 el INE.

     En todo caso, creo que puede establecerse, con toda seguridad, que pasaron de 300.000 las defunciones debidas al incremento de mortalidad por enfermedad consecuencia de la guerra. Las cifras de 1935 fueron rebasadas en 164.991 óbitos. El año 1943 presenció la ir reinstalación en la línea de tendencia abandonada en 1937, y en el mismo se observó un número de defunciones inferior al calculado por Villar Salinas, el INE e  incluso al previsto por mí. De acuerdo con las tesis de Villar Salinas, en él se debió llegar al índice 91,68; según el INE, al 92,88, y siguiendo mi cálculo ponderado, al 90,56, pero mejorando todas esas previsiones se alcanzó el 88,83. Como quiera que sea, resulta claro que le se había restablecido la situación; la incidencia de la guerra en la demografía española había tocado fondo. Sin embargo, como ocurrió con el hambre, el año 1946 presenció una pasajera recaída en la interrumpida mejoría de nuestra enfermería nacional, y las defunciones por causas naturales fueron 20.779 más que el año anterior, pero en el siguiente se reanudó la normalidad. Incluso en ese año 1946, el número de defunciones disminuyó con respecto a cualquiera de los años anteriores -excepto 1943-, incluidos los de la preguerra.


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