Consideraciones finales.
Establecido el balance
definitivo de lo que supuso la guerra civil y su difícil y larga posguerra para la demografía del país, sólo queda subrayar, una vez más, el carácter
provisional y aproximado de las cifras que hemos aventurado. Los totales son
altamente fiables, y los errores, estadísticamente despreciables. En los
balances provinciales, éstos pueden ser de mayor consideración, pero nunca
demasiado elevados. A pesar de ello, nuestras cifras chocan tanto con las que de
modo habitual vienen barajándose desde hace cuarenta años, que a las gentes
les resultan muy difíciles de aceptar, y no son pocos los que, sólo porque no
les gusta, las impugnan airadamente. En general, se trata de personas que no han
estudiado en absoluto el tema, que no se han acercado jamás por el Instituto
Nacional de Estadística, que no han visitado, ni por curiosidad, un registro
civil, que ni tan siquiera se han tomado la molestia de leer mi libro. Toda
discusión con ellas resulta imposible, aunque yo haya sido tan ingenuo como
para intentarlo. Poco hay de constructivo en cuanto se ha escrito en tomo a este
tema, y lo que he dicho sobre Jackson, Tamames o Elena de la Souchere sirve
para todos ellos. Sin embargo, se me han hecho dos objeciones importantes que
merecen ser consideradas: Alcofar Nassaes me ha aclarado que en Barcelona las víctimas
de los bombardeos fueron superiores a las estimadas por mí, y este mismo autor
y Alberto Reig han llamado mi atención sobre el echo, innegable, de las muchas defunciones sin inscribir que
se han puesto de manifiesto a la hora de otorgar pensiones a los familiares de
las víctimas de la guerra civil.
La primera objeción está suficientemente aclarada en mi texto, en el que
repetidas veces hago hincapié en los posibles defectos de mis estimaciones
provinciales. Concretamente en Barcelona, bastaría que en los años de la
guerra el número de los accidentados casuales fuera bastante inferior al de los
producidos el año 1935 para que mis cifras resultaran claramente erróneas,
pero si hubiera sucedido así en aquella provincia, en otras se habría
producido el efecto contrario, y las cifras finales seguirían siendo válidas.
En 1934 se registraron en Barcelona y provincia 565 muertes
violentas por accidentes o traumatismos, cifra que descendió a 394 en 1935,
elevándose en los años siguientes a 860 en 1936; 977 en 1937; 1.369 en 1938 y
1.107 en 1939 y bajando a 596 en 1940. ¿Cuántas de las registradas entre 1936
y 1940 se debieron a la guerra? De haberse mantenido durante esos cinco años
las cifras de 1935, 2.939. De haberse elevado el promedio de las muertes
violentas por causas no bélicas al de 1934, 2.084. Y estas cifras descenderían a
1.890 y 1.377 respectivamente si consideramos solamente los años 38, 39 y 40.
Por supuesto nada se opone a que la cifra real de estas muertes accidentales
no debidas a la guerra se mantuviera en un promedio anual intermedio e incluso
menor que el registrado en 1935, pero en este caso es de advertir que
necesariamente este tipo de fluctuaciones se compensarían entre unas y otras
provincias, siendo la cifra total nacional, con toda certeza, muy similar a la
de los años anteriores, aunque muy probablemente mayor. |
La segunda objeción es más seria, pero tampoco produce una incidencia
importante en mis cifras, que, por supuesto, es nula cuando se trata de la
represión en la posguerra. Reconozco que a mí me ha asombrado que el número
de los negligentes sea tan alto. Todos los españoles contaban con el
instrumento jurídico adecuado para conseguir la inscripción legal de sus muertos y desaparecidos. Todos sus familiares, hasta los de cuarto grado, podían
solicitar las inscripciones de defunción, desaparición o declaración de
ausencia de sus deudos, y de ahí que yo partiera del supuesto de que todos habían
ejercitado ese derecho para regularizar su situación jurídica; pero, al
parecer, no fue así, aunque la cifra relativa de los que no cumplieron estos
trámites no fue tan importante como pudiera creerse, y en los expedientes de
tramitación de pensiones no pasa de una fracción muy minoritaria de los
solicitantes, y no siempre con la certeza de que no exista la inscripción.
Si todos nuestros registros civiles dispusieran de ordenador, sería posible
comprobar la inscripción o no inscripción de cualquier difunto, pero en la
situación actual esto no resulta fácil y cabe la posibilidad de que la
familia no logre enterarse nunca de dónde se registró el fallecimiento de su
deudo. Normalmente, ésta se hacía o bien en el registro del municipio en
que se produjo el fallecimiento, o en el del domicilio habitual del mismo, pero no son
escasas las que se efectuaron en el
municipio en que radicaba la plana mayor de su unidad militar, en el de la localidad en que
se produjo el enterramiento, en el de naturaleza, en el que estaba establecida
la Jefatura de Sanidad de su brigada, etc. En otras ocasiones, el cadáver no
fue identificado, y se registró la defunción de un hombre
desconocido.
El conjunto de todas estas
inscripciones, más las de extranjeros registrados en España en vez de en sus
consulados respectivos, equilibra ampliamente el número de los no inscritos, y
el total por mí indicado, calculado con amplio exceso, cubre perfectamente estas lagunas.
En los registros civiles, las inscripciones se hacían
de acuerdo a lo dispuesto en los artículos 75 y siguientes de la ley
Provisional del Registro Civil del 17 de junio de 1870, especialmente los artículos
82, 86, 90 y 91, y reglamento del 13 de diciembre de 1970, agilizados por el
decreto número 67 de la Jefatura del Estado, dado en Salamanca el 8 de
noviembre de 1936 para la «inscripción de ausencias, desapariciones o
fallecimientos» de «personas, combatientes o no, víctimas de bombardeos,
incendios u otras causas con la lucha relacionadas". Este decreto se
desarrolló por orden de noviembre del mismo año, y se simplificaron los trámites
por sucesivas órdenes del 28 de enero de 1938, 17 de mayo de 1939, 26 de julio
del mismo año y 29 de abril de 1940. |
Por último, no quiero dejar de señalar, aunque
el mal de muchos sea remedio de tontos, que lo sucedido en España no
fue nada anormal ni excepcional en el contexto europeo y mundial en que se
encuadró nuestra guerra civil. En Francia no fueron menos de 85.000 los
represaliados por los vencedores a partir de 1944, y de ellos 826 ejecutados
judicialmente; en Italia éstos se elevaron a 2.675, y los partisanos asesinaron
a no menos de 67.000 personas. A esto es a lo que me refería cuando terminaba
mi libro diciendo que «todos tenemos mucho de qué avergonzarnos y muy poco que
echarnos en cara».
En definitiva, la guerra ocasionó la muerte violenta de 275.000 españoles, en
números redondos, lo que no resultó un impacto excesivo para nuestra demografía,
que lo encajó perfectamente. Por el contrario, la fuerte caída de la
natalidad, que se tradujo en 557.185 niños menos en relación a los esperados y
la muerte de 138.030 por encima de lo que era de prever, supuso un tremendo
golpe cuyas repercusiones se sufren todavía. En nuestras pirámides de población,
donde las muertes violentas no dejaron apenas huella perceptible, aún es
profunda la muesca que denuncia la fuerte pérdida que sufrieron las
generaciones nacidas entre 1934 y 1942.
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