Por
Don Ángel Garralda.
Bajo un sol radiante
en la Plaza del Vaticano, hemos visto subir a los altares a 498
mártires de la bien llamada “Cruzada” de los años 30 del
pasado siglo XX, entre aplausos emocionantes y lágrimas que se
desbordaban del alma, de todos pero especialmente de sus familiares
situados en lugar preferencial.
El episcopado
español en pleno rodeado por 1500 sacerdotes concelebrantes y
50.000 peregrinos, que no turistas, se ha convencido por experiencia
propia y por el empeño personal de Juan Pablo II durante el cuarto
de siglo de su pontificado, de que el gran pecado del olvido de los
mártires ha vaciado los seminarios y noviciados de España, y que
sólo creyendo en nuestros mártires se volverán a llenar,
produciendo nuevas hornadas de presbíteros con la fe dispuesta al
martirio, y se pondrá freno a tanta apostasía que ellos supieron
evitar, porque prefirieron morir por Aquel que primero murió por
ellos.
Sí, en Roma, en la
misma colina donde Pedro fue crucificado; en la Roma de las
catacumbas, cuna de la auténtica memoria histórica de la
cristiandad; en Roma, donde después de 20 siglos, a los 70 años de
la persecución, se ha dado el espaldarazo, a pleno sol ante el
mundo entero, a 498 mártires entresacados de los casi 7000
sacerdotes, religiosos, religiosas y seminaristas, sólo por serlo,
y muchos miles de seglares, sólo por ir a misa, de la Iglesia
martirizada en 1934, 36-39.
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Sí, en Roma, donde
el emperador Constantino promulgó el Edicto de Milán el año 313,
sacando la Iglesia de las catacumbas a disfrutar de la libertad, de
la misma manera que, tras la victoria el año 1939, Francisco Franco
sacó la Iglesia de las catacumbas del comunismo ateo fiel seguidor
del Stalin que segó la vida de 160.000 clérigos ortodoxos y
dispuesto a no dejar vivo a ningún clérigo en nuestra patria, en
la que por primera vez llevó las de perder. A partir de esa fecha,
jamás tuvo la Iglesia en España oportunidad mejor de evangelizar a
todos los niveles de libertad, desde el tiempo de los Reyes
Católicos.
No le falta razón al portavoz de la Conferencia Episcopal
Española, Juan Antonio Martínez Camino, cuando dice que estas
beatificaciones no son políticas, defendiéndose con sonrisa
intelectual del rictus del actual Frente Popular. Pero no podría
decir lo mismo de la tardanza en producirse estas beatificaciones
por no darle la razón a su debido tiempo a quien la tenía. Tengo
para mí que si Juan Pablo II no rompe y hace trizas esa actitud
política, no se hubieran ratificado con infalibilidad el largo
millar de beatificaciones y canonizaciones habidas hasta la fecha.
Gracias a Juan Pablo II la CEE está en las antípodas de la
Asamblea Conjunta de obispos y sacerdotes del 1971, presidida por el
cardenal Tarancón, ya que, no en vano, han discurrido los 25 años
que el cardenal González Martín calculaba como necesarios para el
cambio efectivo en beneficio de la Iglesia en España.
Efectivamente, ahí quedan los 25 años del largo Pontificado de
Juan Pablo II, marcando los hitos a seguir colocando mártires en la
hornacina del retablo de su pueblo natal y prescindiendo de los
halagos a la progresía clerical que tanto prejuicio ha causado,
incapaz de llevar una sola vocación al Seminario.
Las palabras de
“perdón” y “reconciliación” salieron volando de los labios
Benedicto XVI como las palomas familiarizadas con la Plaza del
Vaticano; palabras de Cristo que murió perdonando después de
enseñarnos a rezar el Padre nuestro de la reconciliación. Perdón
y reconciliación, el último aliento de nuestros mártires. Perdón
y reconciliación, único sentido de la gran cruz del Valle de los
Caídos, a cuya sombra se guardan los caídos en ambos bandos
esperando la resurrección final.
¡Qué misterios
encierra la vida! Azaña, amigo personal de insignes agustinos de El
Escorial, no movió un dedo para evitar que el genocida Carrillo les
perdonara el “paseo” a Paracuellos de Jarama. Sin embargo,
¡misterio!, Azaña acude en el destierro al obispo de Tarbes
(Francia) para que le escuche en confesión pidiendo perdón y
reconciliación. ¡Qué pena que Santiago Carrillo no siga los
mismos pasos!
La homilía del
cardenal Saraiva, Prefecto de la Congregación de los Santos, más
bien floja: no así la del Secretario de Estado, cardenal Bertone,
en la misa de acción de gracias, recordando a los que cayeron
gritando con todas las fuerzas de su alma: ¡Viva Cristo Rey!
¡Gracias, Dios
mío, por esta peregrinación a la ciudad eterna! Gracias porque
nuestra Iglesia ya no tiene cabida en la tristemente célebre
Asamblea conjunta de Obispos y Sacerdotes del año 1971, manipulada
por la progresía, pretendiendo denigrarla por ponerse al lado de la
verdad de quienes luchaban jugándose la vida por Dios y por España
católica, de cuyas rentas estamos viviendo. Gracias porque la
Iglesia no se olvida de sus mártires porque son Cristo de nuevo
crucificado que murieron perdonando a sus enemigos.
¡Gracias, beatos
españoles que gozáis de la visión de Dios desde el instante de
vuestro bautismo de sangre! Interceded por nosotros.
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