Por
Miguel Menéndez Piñar.
Según
un poeta y mártir de nuestra cruzada, el hombre debe elegir una
vocación permanente para hipotecar su vida al servicio de un Ideal
trascendente. Únicamente, con esa perspectiva, es posible forjar a
un hombre, a un héroe capaz de sacrificarlo todo por conquistar,
nuevamente, los bienes de una Patria saqueada. Es el espíritu de
unas generaciones españolas que se están extinguiendo, muriendo,
pues esta sociedad no es capaz de moldear ni siquiera una voluntad
de hojalata. El bastión de la raza hispánica está hoy, más que
nunca, en decadencia, por la pérdida repentina de un caballero
andante, épico y luchador: el Coronel Luis Muñoz.
Si
la Cruz y la Bandera son los símbolos sagrados sobre los que
descansa la historia gloriosa de nuestra Patria, la Fe y la Milicia
han sido, en Luis Muñoz, el constante motor de un Ideal defendido,
permanentemente, hasta el final de su vida. No se encuentra en toda
la Historia de España una figura insigne y grande que haya
disociado la Religión de la Patria, que se hubiera olvidado de la
edificación cristocéntrica de la sociedad o que traicionara la
promesa hecha en la pila bautismal. Jamás nuestros héroes
apostaron por la materia; antes al contrario, despreciándola,
hicieron realidad los sueños imposibles abrazando el sufrimiento,
la austeridad y el servicio abnegado a una Causa Sagrada. Es
necesario, por tanto, recordar de dónde venimos y hacia dónde nos
dirigimos, trazando irremediablemente un camino de conducta ascética.
Sólo cabe exigirse a uno mismo, como Luis Muñoz lo hizo, dos
virtudes esenciales: valor y honor.
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Valor en un mundo cobarde de
aspiraciones económicas y homologaciones democráticas. Valor para
defender, oportuna e inoportunamente, la teología de Trento y el
Solar Patrio de nuestros ancestros. Valor en proclamar a los cuatro
vientos la Verdad insustituible, defendida a sangre y fuego, desde
tiempo inmemorial, en nuestro pueblo. Valor para permanecer en la
trinchera, enfrentado, día y noche, a los enemigos de España.
Valor en la decisión, valor en la acción, valor en la victoria o
en la derrota. Valor que empuja al héroe y abandona al cobarde. El
valor, en resumen, que infundió don Pelayo en los suyos, que
tuvieron en Lepanto nuestros cruzados o que mantuvieron, hasta la
muerte, los requetés en Codo o Belchite, los falangistas en el
Cuartel de la Montaña o los cadetes en el Alcázar toledano.
Y honor. Honor por el juramento
hecho, ante la bandera, que la mayoría de militares han olvidado.
Honor que rinde pleitesía a la Tradición, a la herencia recibida,
gracias a tantas conquistas que dejaron por el camino a nuestros
mejores hombres. Honor que exige el cumplimiento estricto del deber,
pese a las penosas consecuencias personales. Honor hasta la defensa
extrema del rojo y gualda que, propios y extraños, vienen
escupiendo desde hace décadas. Honor en la fidelidad, hasta
quedarse solo y encerrado, año tras año, detrás de unos barrotes
de la prisión militar de Alcalá-Meco. Honor que distingue al
hombre del afeminado, al perseverante del traidor, al militar del
mercenario, y en suma, al católico del apóstata y al patriota del
renegado.
Creyeron, los demócratas de
turno, que acabarían con su firme decisión de “defender el honor
e independencia de la Patria” tras tomar por asalto su casa y
encerrarlo la noche del primero de octubre de 1982. Condenado a doce
años de prisión, apartado de su familia, de Soledad, su mujer,
fuerte como las del Evangelio, sufrió la ruina del pueblo desde la
oscuridad de su celda. Rechazó redimir, sirviendo al estado, la
pena impuesta, y acató con total serenidad la prisión como un acto
más de servicio a España. Expulsado del Ejército por ser
baluarte del mismo. Marginado por sus compañeros, como “piedra de
escándalo” y “signo de contradicción”. Reducido por este
“Estado de Derecho” a la privación de libertad y pérdida del
servicio castrense, al que consagró su vida, atesorando
condecoraciones para el Cielo sin llorar por la usurpación de las
que, con todo merecimiento, supo ganar en la tierra. Bienaventurado,
mi Coronel, una vez más, al ser perseguido por la justicia pues ya
te profetizó el Maestro que poseerías el Reino de los Cielos.
Quedarán en cautiverio hombres
dispuestos a plantar batalla; podrán recluir, en sus celdas democráticas,
a cualquier sujeto que incomode al estado. Pero sepan todos que sólo
es posible encerrar la carne y los huesos tras los fríos barrotes.
El alma es inmortal, es incontrolable y tendrá el enemigo que
doblegar sus fuerzas ya que, con el ejemplo del Coronel Muñoz,
estamos dispuestos al enfrentamiento. A cualquiera que desde ya haya
de venir. Valor y honor nos acompañan, por la Cruz sacrosanta y la
Bandera gloriosa. Sangre, sudor y lágrimas es el camino escogido,
el de la reconquista, como ayer, de la España que tanto amamos.
Familiares, camaradas y amigos del
Coronel Luis Muñoz: llorad su pérdida. Guardad su recuerdo por
siempre. Pero sobre todo, haced memoria de su vida entera, del
arriesgado combate que siempre libró e imitadle hasta el fin de
vuestras vidas. Sólo de este modo habréis sabido ganar para España
la cosecha que sembró con todos sus sacrificios.
Coronel Muñoz, mí querido tío
Luis: quisimos hacerte un homenaje, este mismo verano, para
reconocerte los méritos de tu lucha. Hace sólo dos semanas que
empezamos a pensar dónde y cuándo. Nuevamente te has negado, por
tu humildad, aunque esta vez para siempre. No importa. Vayan estas
pobres letras, cuando aún conservo la emoción por tu muerte,
lanzadas públicamente para tal fin. Y sea esta mi pequeña
contribución, de la España verdadera, que aún sobrevive, para el
reconocimiento póstumo que te debemos.
Da un fuerte abrazo al abuelo
Camilo y juntos, con nuestros mejores, entonad una plegaria por España.
Proteged nuestras vidas, pero sobre todo alentadnos por emprender,
decididamente, el combate final que restaure esta Patria que
vosotros nos enseñasteis a amar con valor y con honor.
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