Luis Muñoz: mi homenaje póstumo.
Por
Miguel Menéndez Piñar.
20/06/2007.
Según
un poeta y mártir de nuestra cruzada, el hombre debe elegir una vocación
permanente para hipotecar su vida al servicio de un Ideal trascendente. Únicamente,
con esa perspectiva, es posible forjar a un hombre, a un héroe capaz de
sacrificarlo todo por conquistar, nuevamente, los bienes de una Patria saqueada.
Es el espíritu de unas generaciones españolas que se están extinguiendo,
muriendo, pues esta sociedad no es capaz de moldear ni siquiera una voluntad de
hojalata. El bastión de la raza hispánica está hoy, más que nunca, en
decadencia, por la pérdida repentina de un caballero andante, épico y
luchador: el Coronel Luis Muñoz.
Si
la Cruz y la Bandera son los símbolos sagrados sobre los que descansa la
historia gloriosa de nuestra Patria, la Fe y la Milicia han sido, en Luis Muñoz,
el constante motor de un Ideal defendido, permanentemente, hasta el final de su
vida. No se encuentra en toda la Historia de España una figura insigne y grande
que haya disociado la Religión de la Patria, que se hubiera olvidado de la
edificación cristocéntrica de la sociedad o que traicionara la promesa hecha
en la pila bautismal. Jamás nuestros héroes apostaron por la materia; antes al
contrario, despreciándola, hicieron realidad los sueños imposibles abrazando
el sufrimiento, la austeridad y el servicio abnegado a una Causa Sagrada. Es
necesario, por tanto, recordar de dónde venimos y hacia dónde nos dirigimos,
trazando irremediablemente un camino de conducta ascética. Sólo cabe exigirse
a uno mismo, como Luis Muñoz lo hizo, dos virtudes esenciales: valor y honor.
Valor
en un mundo cobarde de aspiraciones económicas y homologaciones democráticas.
Valor para defender, oportuna e inoportunamente, la teología de Trento y el
Solar Patrio de nuestros ancestros. Valor en proclamar a los cuatro vientos la
Verdad insustituible, defendida a sangre y fuego, desde tiempo inmemorial, en
nuestro pueblo. Valor para permanecer en la trinchera, enfrentado, día y noche,
a los enemigos de España. Valor en la decisión, valor en la acción, valor en
la victoria o en la derrota. Valor que empuja al héroe y abandona al cobarde.
El valor, en resumen, que infundió don Pelayo en los suyos, que tuvieron en
Lepanto nuestros cruzados o que mantuvieron, hasta la muerte, los requetés en
Codo o Belchite, los falangistas en el Cuartel de la Montaña o los cadetes en
el Alcázar toledano.
Y
honor. Honor por el juramento hecho, ante la bandera, que la mayoría de
militares han olvidado. Honor que rinde pleitesía a la Tradición, a la
herencia recibida, gracias a tantas conquistas que dejaron por el camino a
nuestros mejores hombres. Honor que exige el cumplimiento estricto del deber,
pese a las penosas consecuencias personales. Honor hasta la defensa extrema del
rojo y gualda que, propios y extraños, vienen escupiendo desde hace décadas.
Honor en la fidelidad, hasta quedarse solo y encerrado, año tras año, detrás
de unos barrotes de la prisión militar de Alcalá-Meco. Honor que distingue al
hombre del afeminado, al perseverante del traidor, al militar del mercenario, y
en suma, al católico del apóstata y al patriota del renegado.
Creyeron,
los demócratas de turno, que acabarían con su firme decisión de “defender
el honor e independencia de la Patria” tras tomar por asalto su casa y
encerrarlo la noche del primero de octubre de 1982. Condenado a doce años de
prisión, apartado de su familia, de Soledad, su mujer, fuerte como las del
Evangelio, sufrió la ruina del pueblo desde la oscuridad de su celda. Rechazó
redimir, sirviendo al estado, la pena impuesta, y acató con total serenidad la
prisión como un acto más de servicio a España. Expulsado del Ejército
por ser baluarte del mismo. Marginado por sus compañeros, como “piedra de escándalo”
y “signo de contradicción”. Reducido por este “Estado de Derecho” a la
privación de libertad y pérdida del servicio castrense, al que consagró su
vida, atesorando condecoraciones para el Cielo sin llorar por la usurpación de
las que, con todo merecimiento, supo ganar en la tierra. Bienaventurado, mi
Coronel, una vez más, al ser perseguido por la justicia pues ya te profetizó
el Maestro que poseerías el Reino de los Cielos.
Quedarán
en cautiverio hombres dispuestos a plantar batalla; podrán recluir, en sus
celdas democráticas, a cualquier sujeto que incomode al estado. Pero sepan
todos que sólo es posible encerrar la carne y los huesos tras los fríos
barrotes. El alma es inmortal, es incontrolable y tendrá el enemigo que
doblegar sus fuerzas ya que, con el ejemplo del Coronel Muñoz, estamos
dispuestos al enfrentamiento. A cualquiera que desde ya haya de venir. Valor y
honor nos acompañan, por la Cruz sacrosanta y la Bandera gloriosa. Sangre,
sudor y lágrimas es el camino escogido, el de la reconquista, como ayer, de la
España que tanto amamos.
Familiares,
camaradas y amigos del Coronel Luis Muñoz: llorad su pérdida. Guardad su
recuerdo por siempre. Pero sobre todo, haced memoria de su vida entera, del
arriesgado combate que siempre libró e imitadle hasta el fin de vuestras vidas.
Sólo de este modo habréis sabido ganar para España la cosecha que sembró con
todos sus sacrificios.
Coronel
Muñoz, mí querido tío Luis: quisimos hacerte un homenaje, este mismo verano,
para reconocerte los méritos de tu lucha. Hace sólo dos semanas que empezamos
a pensar dónde y cuándo. Nuevamente te has negado, por tu humildad, aunque
esta vez para siempre. No importa. Vayan estas pobres letras, cuando aún
conservo la emoción por tu muerte, lanzadas públicamente para tal fin. Y sea
esta mi pequeña contribución, de la España verdadera, que aún sobrevive,
para el reconocimiento póstumo que te debemos.
Da
un fuerte abrazo al abuelo Camilo y juntos, con nuestros mejores, entonad una
plegaria por España. Proteged nuestras vidas, pero sobre todo alentadnos por
emprender, decididamente, el combate final que restaure esta Patria que vosotros
nos enseñasteis a amar con valor y con honor.
Artículo de opinión extraído de la página: www.generalisimofranco.com