Por
José Luis Ramos.
Al
ir a abrir la puerta del portal de mi casa, coincidí con una mujer,
o mejor, y para no desacreditar ese término, llamémosle “ser”.
Al ir a dejar pasar a dicho ser, éste se retiró y, con cara de
pocos amigos, pareció indicarme que lo hiciese yo primero. Pese a
mi insistencia y viendo que su mirada era cada vez más fulminante,
decidí adelantarme y pasar mientras esta persona se sentía
orgullosa de su hazaña. “Ya soy igual a este machista”, pareció
pensar. Pude no sujetarla la puerta después, pero lo cierto es que
hubiera hecho lo mismo con un perro.
No
me sorprendió la reacción de ese ser. Al fin y al cabo, no era el
único que ha aceptado todo lo que nos cuenta esa campaña feroz que
pretende igualar a la mujer y al hombre y que en estos últimos
tiempos ha arreciado en proporciones alarmantes, llegando ya a
resultados prácticos de consideración. No deberíamos considerarla
como una más de las muchas que pretenden destruir nuestra sociedad.
Es, al contrario, sino la más perjudicial, una de las más nocivas,
ya que la mujer, y digo la mujer y no el hombre, lo engloba prácticamente
todo. Si se destruye la mujer, la humanidad caerá inevitablemente
junto a ella en la más absoluta y cruel desnaturalización de la
misma. Y esto lo saben muy bien todos aquellos que colaboran con
esta sucia manipulación que intenta aniquilar su verdadero
significado.
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La
mujer siempre ha parecido tener guardado un secreto. Recibe, asimila
y vuelve a dar. Lo comprende todo con una mirada intuitiva, sin
necesidad de un largo proceso mental. Es atraída por lo eternamente
bello. Ama y presta atención a las cosas pequeñas y a todos los
detalles. Se deja guiar por su corazón. Es sensible y vibra ante
una pequeña alegría, un pequeño dolor, ante cualquier hecho que
al hombre le puede parecer insignificante, lo que provoca en su alma
profundas conmociones.
El
hombre se va desgastando a través de su obra, ansía ganancias y
conquistas, todo ello por propio impulso. La mujer prefiere trabajar
en colaboración. En ella nace un amor heroico e impersonal que no
espera ni quiere recompensa. No desestima el don preciado de la
maternidad, lo que conllevaría cuidar de unos hijos y de un hogar
donde reposaría el blando nido de la familia.
Es necesario que junto a la fuerza del hombre esté su
ternura y que a esa energía corresponda el amor y el sentimiento
profundo de la mujer.
No
quiero decir con todo ello que la mujer no esté capacitada para
desempeñar muchos de los cometidos que se le presenten al hombre.
Si afirmase eso, daría la razón a los que
se empeñan en llamarme machista. Son precisamente el hombre,
por condición natural, y algunas veces el “ser”, por
borreguismo inoperante, los que no pueden realizar la obra taxativa
de la mujer, fundamental y necesaria para que la humanidad doliente
y decrépita no muera ni espiritual ni moralmente.
El hombre y la mujer, pués, se complementan.
Pero entre uno y otro ha ido brotando una nueva especie que
representa al género femenino en su versión más decadente, el
“ser”. Éste ha renunciado a todas las cualidades propias de la
mujer, a la femineidad, o, más bien, le han hecho renunciar a
ellas. Su rostro no refleja la luz tomada de la aurora. Su mirada se
ha transformado y sus pupilas no desprenden el fuego tomado de las
estrellas. Su voz carece de dulzura. Sus movimientos no tienen armonía.
Su alma ha perdido belleza y el edificio de su espiritualidad, alto
y sólido en la mujer, se ha ido derrumbando. En una palabra, se ha masculinizado.
El
poder moral está en manos de la mujer, que es el corazón del
universo. Por eso, si se destruye la mujer se habrá acabado todo.
Sé
que todo esto resultaría una ofensa para el “ser”. Para él soy
un loco, un machista intolerante y discriminador, sin pararse a
pensar ni por un segundo que lo único que hago es ensalzar a la
mujer y a lo que ha sido llamado. Sería la reacción más lógica
cuando la meta que le han fabricado en su vida es la de equiparse al
hombre, pensar como él, actuar como él, hablar y moverse como él,
algo que resulta aberrante y que supone el mayor insulto al alma
femenina y que, sin embargo, tan orgullosas hace sentir a la mayoría
de las “mujeres” de hoy. “La igualdad no es una utopía”,
reza un cartel situado en Ciudad Universitaria. Entre el hombre y el
“ser” desde luego que no, pero entre la mujer y el hombre, por
ley natural, es algo más que una utopía.
Hice
bien en pasar yo primero …
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