La mujer y el "ser".

Por José Luis Ramos. 12/05/2007.

Al ir a abrir la puerta del portal de mi casa, coincidí con una mujer, o mejor, y para no desacreditar ese término, llamémosle “ser”. Al ir a dejar pasar a dicho ser, éste se retiró y, con cara de pocos amigos, pareció indicarme que lo hiciese yo primero. Pese a mi insistencia y viendo que su mirada era cada vez más fulminante, decidí adelantarme y pasar mientras esta persona se sentía orgullosa de su hazaña. “Ya soy igual a este machista”, pareció pensar. Pude no sujetarla la puerta después, pero lo cierto es que hubiera hecho lo mismo con un perro. 

No me sorprendió la reacción de ese ser. Al fin y al cabo, no era el único que ha aceptado todo lo que nos cuenta esa campaña feroz que pretende igualar a la mujer y al hombre y que en estos últimos tiempos ha arreciado en proporciones alarmantes, llegando ya a resultados prácticos de consideración. No deberíamos considerarla como una más de las muchas que pretenden destruir nuestra sociedad. Es, al contrario, sino la más perjudicial, una de las más nocivas, ya que la mujer, y digo la mujer y no el hombre, lo engloba prácticamente todo. Si se destruye la mujer, la humanidad caerá inevitablemente junto a ella en la más absoluta y cruel desnaturalización de la misma. Y esto lo saben muy bien todos aquellos que colaboran con esta sucia manipulación que intenta aniquilar su verdadero significado.

La mujer siempre ha parecido tener guardado un secreto. Recibe, asimila y vuelve a dar. Lo comprende todo con una mirada intuitiva, sin necesidad de un largo proceso mental. Es atraída por lo eternamente bello. Ama y presta atención a las cosas pequeñas y a todos los detalles. Se deja guiar por su corazón. Es sensible y vibra ante una pequeña alegría, un pequeño dolor, ante cualquier hecho que al hombre le puede parecer insignificante, lo que provoca en su alma profundas conmociones.

El hombre se va desgastando a través de su obra, ansía ganancias y conquistas, todo ello por propio impulso. La mujer prefiere trabajar en colaboración. En ella nace un amor heroico e impersonal que no espera ni quiere recompensa. No desestima el don preciado de la maternidad, lo que conllevaría cuidar de unos hijos y de un hogar donde reposaría el blando nido de la familia.  Es necesario que junto a la fuerza del hombre esté su ternura y que a esa energía corresponda el amor y el sentimiento profundo de la mujer. 

No quiero decir con todo ello que la mujer no esté capacitada para desempeñar muchos de los cometidos que se le presenten al hombre. Si afirmase eso, daría la razón a los que  se empeñan en llamarme machista. Son precisamente el hombre, por condición natural, y algunas veces el “ser”, por borreguismo inoperante, los que no pueden realizar la obra taxativa de la mujer, fundamental y necesaria para que la humanidad doliente y decrépita no muera ni espiritual ni moralmente.  

El hombre y la mujer, pués, se complementan. Pero entre uno y otro ha ido brotando una nueva especie que representa al género femenino en su versión más decadente, el “ser”. Éste ha renunciado a todas las cualidades propias de la mujer, a la femineidad, o, más bien, le han hecho renunciar a ellas. Su rostro no refleja la luz tomada de la aurora. Su mirada se ha transformado y sus pupilas no desprenden el fuego tomado de las estrellas. Su voz carece de dulzura. Sus movimientos no tienen armonía. Su alma ha perdido belleza y el edificio de su espiritualidad, alto y sólido en la mujer, se ha ido derrumbando. En una palabra, se ha  masculinizado.

El poder moral está en manos de la mujer, que es el corazón del universo. Por eso, si se destruye la mujer se habrá acabado todo.

Sé que todo esto resultaría una ofensa para el “ser”. Para él soy un loco, un machista intolerante y discriminador, sin pararse a pensar ni por un segundo que lo único que hago es ensalzar a la mujer y a lo que ha sido llamado. Sería la reacción más lógica cuando la meta que le han fabricado en su vida es la de equiparse al hombre, pensar como él, actuar como él, hablar y moverse como él, algo que resulta aberrante y que supone el mayor insulto al alma femenina y que, sin embargo, tan orgullosas hace sentir a la mayoría de las “mujeres” de hoy. “La igualdad no es una utopía”, reza un cartel situado en Ciudad Universitaria. Entre el hombre y el “ser” desde luego que no, pero entre la mujer y el hombre, por ley natural, es algo más que una utopía.

Hice bien en pasar yo primero …

 

Artículo de opinión extraído de la página: www.generalisimofranco.com