Por
Pablo Gasco de la Rocha.
Las noticias se
acumulan, y apenas se tiene tiempo de comentar todo lo que ocurre.
Sin embargo, algo habrá que decir sobre el mayor atentado criminal
de nuestra historia, el atentado islamista del 11 de Marzo de 2004,
un asunto complejo y poco investigado. Entendible, y sólo en parte,
por iniciados. De ahí que la teoría oficial haya resultado
vencedora, pese a que ni despeja dudas ni aclara autorías ni
explica motivaciones.
No despeja dudas,
porque los informes policiales en los que se basa la sentencia dicen
lo mismo desde el primer momento del atentado, cuando ni siquiera se
había iniciado la investigación. No aclara autorías, porque ni se
han investigado las conexiones entre ETA y los islamistas, ni se han
aclarado las autorías intelectuales, los instigadores del atentado.
Y no se especifican motivaciones, porque no se habla de Afganistán,
Irak o del hipotético e ilusorio territorio irredento de los moros
como causa posible de la masacre.
Por no mencionar dos
hechos de una gravedad suprema que siguen conformando en el
imaginario de los que no "tragamos". El primero, que si a
los islamistas que se suicidan se les atribuye la autoría del
atentado, se debería haber hecho referencia a las motivaciones que
expresaron en los vídeos de reivindicación. Y el segundo, y más
grave, lo inexplicable que el atentado se cometiera por personas que
en su mayoría estaban "controladas" por Garzón en su
juzgado y bajo el seguimiento de las Fuerzas del Orden Público.
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De todas formas, la
sentencia ha sido aceptada por todos como el resultado de la obra
bien hecha por nuestros jueces y, en último instancia, por nuestro
Estado de Derecho. Hasta el punto es así, que hasta se ha dicho que
hemos vuelto a dar una lección al mundo... Pero ¿una lección de
qué?
Pues una lección de
autentico pasotismo, más allá de toda prudencia, pues ni siquiera
tras el atentado hubo reacción, si quiera testimonial por parte de
la ciudadanía hacia esa población hostil que en su mayoría se
alegró o disculpó la masacre, los moros que nos invaden. Y en esto
sin duda que sí hemos dado una lección al mundo. Pero una lección
de cobardía. Una más.
Cuando termino de escribir este comentario sobre el 11-M se conoce la
noticia de la muerte de un joven español, un adolescente, asesinado
por otro joven español tras una pelea multitudinaria, pues, como
viene siento habitual en todas las manifestaciones o concentraciones
que convocan los grupos denominados de extrema derecha, un grupo de
radicales, gamberros desarrapados y marginales acuden a
boicotearlas.
Sin embargo, poco importa ya está reflexión, que sin duda debieran
tener en cuenta las autoridades, pues estos que provocan son los
mismos que en el norte de España realizan la llamada kale
borroka o los que en Cataluña agraden a diputados del PP y
queman fotos del Rey. Los mismos, pese a que a estos les
dirija un tal Ibarra.
Pese a todo, una advertencia convendría también hacerse al hilo de
esta juventud sin horizontes y expuesta a la marginalidad del
fracaso escolar, alcoholizada y a la cabeza de Europa en consumo de
drogas. Una juventud que tampoco lo tiene fácil en su realización
laboral, cada vez más difícil como consecuencia de la invasión
extranjera. Cuyas mafias, pandillas y grupos obnubilan a nuestros jóvenes
de diferentes barrios de España.
Y lo más triste de todo, aparte de la perdida de esa vida humana que
deja en la más absoluta desolación a una madre, a una abuela y a
todos los españoles con sentimientos, es que por lo que se
protestaba era precisamente por esa marginalidad a la que el Estado
español condena a nuestra juventud. Una juventud buena y espontánea
que no sabe calibrar ni distinguir el verdadero peligro. Aunque
ahora nos salga el sinvergüenza del Ibarra, del "Movimiento
contra la Intolerancia", ganándose el pan que se tendría que
ganar picando en una mina, de cuyo pasado ya me gustaría saber más
de lo que sabemos. Un falso y un provocador que abría que procesar
por procedimiento de urgencia.
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