Por
el Padre Abad, don Anselmo Álvarez, en el Valle de los Caídos, 17
de noviembre de 2007.
Con
la perseverancia que os caracteriza os reunís una vez más en torno
al altar de esta Basílica para significar que vuestra memoria del
pasado y de sus protagonistas la ponéis ante todo bajo la mirada de
Dios y la encomendáis a su protección. Él es Aquel “en Quien y
para Quien todos viven” (liturgia de Difuntos), el que tiene la última
palabra sobre cada hombre y cada acontecimiento. En Él la
‘memoria de la historia’ tiene un testigo y un juez
insobornables, el mismo que afirma que dará a cada uno según sus
obras.
Pero
mientras cada uno espera esa hora de la verdad, vosotros venís ante
la Cruz y al mausoleo del Valle a pedir el descanso eterno para
todos los caídos, así como la paz para todos los que hemos
heredado su sacrificio por una España que sepa vivir en armonía
entre todos sus ciudadanos. El vuestro quiere ser hoy un gesto de
reconciliación en el que, siguiendo la voluntad del fundador de
este templo, D. Francisco Franco, os hacéis valedores de todos ante
el Redentor de todos, cuyos brazos abiertos envuelven, desde la Cruz
que nos preside, a todos los que reposan detrás de estos muros o en
cualquier lugar de nuestro suelo.
Pedís
la misericordia de Dios para ellos y para cuantos, en aquella guerra
que todos nos dimos, se dejaron su vida en defensa de la causa que
creyeron más justa y útil para el interés de España. Ahora las
almas de los que están sepultados en esta Basílica, y que se
hallen en presencia de Dios, rodean este altar cada vez que en él
se celebra el sacrificio de la Misa, y unen su sangre a la de
Cristo, en la Cruz y en el cáliz, para expiar los errores que unos
y otros pudieron cometer, así como para purificar las profundidades
de la conciencia de nuestro pueblo.
Entre
estos caídos enterrados en el Valle se cuentan algunos de los mártires
ya beatificados, ocho de los cuales: un P. dominico y siete
religiosas adoratrices, figuran entre los que lo han sido el pasado
28 de octubre. La misión de todos ellos, hoy, es abogar por esa
reconciliación a partir, no de símbolos y palabras efímeras, sino
desde la fuerza de su propio testimonio, con el que sellaron a la
vez su muerte y su amor a una España que uniera para siempre, en el
nombre de Dios y en un abrazo común, a todos los hijos de este
pueblo.
Ellos
pusieron los primeros hechos positivos por el perdón y la
concordia, hechos que se prolongaron en este Valle de los Caídos
donde una Cruz y un altar se han convertido en testigos de este propósito
de reconciliación. En esos símbolos religiosos radica el máximo
estímulo al entendimiento entre los hombres, muy superior al de
cualquier palabra o gesto políticos. La conciliación de los
corazones no se hace por ley, sino en virtud del amor y de la piedad
que dimanan de la Cruz y que nuestros mártires
transparentaron en su muerte.
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A
ellos nos
encomendamos para hacer que el Valle pueda ser, de manera eminente y
eficiente, ese ámbito religioso de presencia de Dios a través de
los símbolos sagrados y del culto que lo caracterizan. Para que sea
un espacio para la paz de los corazones a través de la atmósfera
de quietud y religiosidad que envuelve cada rincón de este lugar,
como tantas personas experimentan, a veces de forma muy sensible.
Los
que llegan hasta aquí con espíritu abierto perciben sin dificultad
ese mensaje de paz y espiritualidad que se desprende de todos los
elementos y símbolos que se dan cita en el Valle, y que representan
suficientemente su sentido, y lo consideran como un marco óptimo
para esa doble tarea que a todos nos espera siempre: acercarnos en
profundidad a la interioridad de nosotros mismos y, al mismo tiempo,
tomar la medida de las realidades humanas, sabiendo discernir entre
lo verdadero y lo falso de cuanto tenemos ante nosotros. Todos somos
conscientes de la necesidad de esa terapia de serenidad y claridad
en medio de la confusión que nos envuelve.
En
el Valle de los Caídos todo tiene como referencia la Cruz. La misma
que ha estado siempre presente en nuestra historia personal y
colectiva. Una vez más tenemos que acogernos a ella como lugar de
encuentro y de esperanza en esta hora de España. Esa Cruz que
permanece inmóvil e inmutable, como todo lo que ella representa en
cuanto memoria, a la vez, de Dios y del hombre. Ella es luz en
nuestro camino, vigía amorosa de nuestros días, puente entre las
generaciones que nos han precedido y seguirán. Ella continúa
siendo el signo del precio por nuestros pecados y desvaríos, también
los de hoy. Una cruz que ha crecido tanto como esos pecados, pero
también como el amor con que siguen siendo redimidos.
Pero
se diría que nos estamos distanciando cada vez más de esta sombra
de la Cruz, como si quisiéramos eliminar los vestigios de su
presencia entre nosotros. Es como si una esponja estuviera barriendo
la mente y el alma de los españoles
y disipando las huellas del pasado marcado por ella. Lo que nos han
traído los tiempos inmediatamente pasados no ha sido sólo unos
cambios en el régimen de gobierno de nuestra sociedad, sino
la amenaza de la quiebra histórica y espiritual de nuestra nación.
Lo
que ha ocurrido ha sido ante todo la ruptura histórica con el
pasado, una metamorfosis cultural e ideológica que ha anulado las
ideas sustentantes de España, ante todo las de raíz espiritual. De
hecho, nos estamos dejando arrebatar el alma a cambio de un plato de
libertad y bienestar, de una libertad que, con palabras del
profeta Baruc, nos ha convertido “en vasallos, no en señores”.
“La
sociedad española se está dejando desvertebrar casi sin una réplica”
(“Vida Nueva”..), en un proceso de disolución acelerada
y fervorosa. Pocas
veces un pueblo ha girado tan bruscamente sobre sí mismo para darse
la espalda y no reconocerse; pocas veces una nación ha apagado tan
súbitamente su luz y su memoria.
Hemos
olvidado de improviso que primero es el espíritu y después todo lo demás,
porque todo lo demás es humano cuando está inspirado en lo más
hondamente humano: el espíritu. Por eso, hay libertades que
oprimen: precisamente las que ahogan el espíritu.
Es opresiva la libertad que se erige contra Dios, contra la verdad y
el bien, o contra el derecho y la justicia, porque son, en ese caso,
libertades que se vuelven contra el hombre. La libertad que escapa a la esfera del espíritu
escapa a ella misma, escapa al hombre, porque el hombre es su espíritu,
es decir, su hálito divino, la fuente de su fuerza creadora y
rectora.
Ese
hálito se nos está apagando porque, como dice la Escritura (…),
de improviso “nos encontramos luchando contra Dios”: contra la
Verdad y la Luz, contra lo que el conjunto de los hombres ha
considerado, en todas las épocas, como la expresión superior del
alma humana. Lo cual no obsta para que imaginemos estar en los
albores de una civilización nueva, por la que aseguramos estar
alcanzando la plenitud del hombre.
Pero
estas esperanzas están sustentadas sobre un falso Cristo, sobre un
hombre elevado a supuesto superhombre, que ha decidido ser él
mismo apoyado únicamente en sí mismo. Ahora bien, ‘nadie
puede poner otro fundamento que el que ha sido puesto: Cristo’,
afirma con fuerza el apóstol S. Pablo (1 Cor 3, 11). Nuestras
obras, sin Él, se disiparán tanto más rápidamente cuanto más
arrogantes sean. Lo hemos escuchado en el Evangelio: “esto que
contempláis –el templo- llegará un día en que no quedará de él
piedra sobre piedra” (Lc 21, 5) “La salvación procede de
nuestro Dios”, asegura el Ap. (7, 11), no de los hombres, de los
poderes humanos, las ideologías o los Estados de este mundo. Cristo
es la Vida y la Luz del mundo. Él es la
única
juventud del mundo; por tanto, el único que nos la puede devolver.
En
Él, en Dios, “vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 28),
de manera que cuando le expulsamos nos precipitamos en la nada,
aunque creamos haber encontrado todo en esa fiesta de la libertad y
de la vida que hemos organizado. Él es la Piedra viva que, aunque
desechada por los hombres, ha sido escogida por Dios para que sea
fundamento de las obras humanas (cf 1 Pe 2, 7).
Es
conocido el esfuerzo que se está haciendo para desplazar esta
Piedra no sólo de las legislaciones sino de las conciencias
humanas, en las que se quiere reblandecer la tenacidad de los que se
oponen a este propósito. Una prueba de ello es la Constitución
Europea. Pero el intento de anulación de la resistencia espiritual
y moral es una acción que tiende al colapso del hombre y de las
sociedades, porque busca producir el vaciamiento de su núcleo
radical y la convulsión de cuanto se ha construido sobre él.
Entonces al hombre no le queda nada de sí, ni para él ni para la
sociedad.
Donde
se ha anulado la resistencia moral tampoco subsiste la libertad, y
sin ambas ya no hay sujeto, pero sin sujeto tampoco hay sociedad
sino masa, a la que se puede manipular a placer.
Ocurre,
además, que cuando se ha hecho perder el respeto a Dios y a la
conciencia, y se ha promovido una sociedad sin criterios morales, la
invocación del deber o de la ética, a la que a veces recurren esas
legislaciones, resulta superflua: no hay nadie, no hay persona para
responder a esa llamada.
Tal
vez, muchos de nosotros necesitamos un suplemento de energía para
no ceder en esta tenacidad. Sabemos dónde encontrarlo: en la fuerza
de la Cruz, en la fortaleza de nuestros mártires, en la fidelidad a
la fe sobre la que nuestro pueblo ha erigido su identidad y su
honra. Como nos ha asegurado Jesús: “con vuestra perseverancia
salvaréis vuestras almas”.
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