Por Manuel
Calderón. La
Razón, 26/10/2007.
El «Diario de un
pistolero anarquista» reproduce los detalles de ejecuciones y
asaltos a iglesias
El
desprestigio internacional de la República española cuando se
descubrieron los primeros asesinatos indiscriminados a manos de
milicianos es fácilmente comprensible después de la lectura del
diario que un miembro de las Patrullas de Control de FAI en
Barcelona escribió de puño y letra, como una confesión y casi con
un punto de arrepentimiento. Ese material estaba guardado en la casa
de José S., en Londres, ciudad a la que pudo llegar antes de que
terminase la Guerra Civil, junto a otros documentos, y llegó a
manos del historiador Miquel Mir a través de Mauricio B., un
plácido anciano que en su juventud (siendo un adolescente de 14
años en 1936) fue ayudante de un miembro de estas patrullas. Ahora
se publican con el título de «Diario de un pistolero anarquista»
(Destino).
Enemigos
de la revolución
José
S. tenía 43 años cuando estalló la Guerra Civil. Procedía de un
pequeño pueblo del Penedès barcelonés, había luchado en la
guerra del Rif, se afilió a la CNT cuando fue a buscar fortuna a la
capital catalana, conoció los años del pistolerismo y se formó
como mecánico de coches, su gran pasión. Y conduciendo un camión
con las siglas de la FAI pintadas en blanco realizó sus primeras
acciones como miembro de las Patrullas de Control. Sus misiones eran
las de incautar bienes en las iglesias y en las casas de adineradas
familias o de los que consideraban enemigos de la revolución. Estas
operaciones acaban con el asesinato de religiosos y gentes sin
significación política especial. Entre el 18 de julio de 1936 y el
mes de septiembre fueron asesinadas en Cataluña 4.682 personas.
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«Estas operaciones se hacían siempre durante
la noche, de forma clandestina. Nos desplazábamos en las casas
donde había que hacer el registro, nos llevábamos al sospechoso al
camión y cuando estábamos en un descampado de las afueras de
Barcelona, les metíamos un tiro y los dejábamos en las carreteras
o caminos», escribe a lápiz en un libro de pastas negras con una
pequeña fotografía del puerto de Barcelona. Y añade: «Recuerdo
que uno de estos detenidos, antes de morir, nos dijo que no sabía
por qué le matábamos. Pero le hicimos callar porque nuestro
trabajo era matar y el suyo, morir».
El responsable de
estas patrullas era Manuel Escorza del Val, un personaje siniestro,
según la propia descripción de José S.: «Tenía un carácter
duro y violento, era de muy poca estatura porque tenía atrofiadas
las piernas por una parálisis y se tenía que mover con unas
muletas de inválido. Manuel Escorza se convirtió en uno de los
cabecillas anarquistas más sanguinarios por sus órdenes que daba y
que los patrulleros teníamos que cumplir, ya que teníamos miedo
por su poder». Los Servicios de Investigación de la FAI estaban en
Vía Layetana 30, que era la casa de Francesc Cambó, que había
sido confiscada.
En
las tapias del cementerio
Para evitar la
alarma que en la población causaba la aparición de estos muertos
en la carretera de L’Arrabassada, Horta o Vallvidriera, Escorza
dio la orden de hacer desaparecer los cuerpos si las patrullas, que
actuaban a cara descubierta, podían ser identificadas por
familiares. «Y la manera era que después de matarlos en las tapias
del cementerio a éstos los volviésemos a cargar en el camión y
los llevásemos a quemar al horno de la fábrica de cemento de
Montcada».
José S. relata cómo
fueron asesinados centenares de religiosos, pero hay dos capítulos
reveladores. Uno es la fuga del obispo de Barcelona Manuel Irurita.
Sabían que en un grupo de seis religiosos que habían detenido se
encontraba un «pez gordo», al que llamaban Uralita. Éste negoció
con los anarquistas la entrega de joyas a cambio de ser liberado.
Irurita abandonó el centro de detención, pero no volvió. El resto
fueron fusilados. El otro suceso es el asesinato de más de 200
frailes maristas, con los que quisieron negociar su libertad a
cambio de 200.000 francos franceses. Así narra cómo fueron
felicitados por su superiores: «Nos saludaron a los patrulleros
para felicitarnos por la caza de frailes que habíamos hecho y que
ya nos divertiríamos luego cazando a estos conejillos afinando bien
la puntería».
Exilio dorado
Según cuenta en su
diario, José S. comprendió que la «revolución» podía ser
pasajera. Después de pasar semanas cargando en su camión piezas
religiosas robadas en las iglesias «coincidimos en la necesidad de
guardarnos una piedra en la faja, por si la cosa cambiaba. Pensamos
de quedarnos parte de estas piezas de las iglesias». Así fue
almacenando en su taller de reparación de coches piezas que a
partir de 1938 fue enviando a Londres a través de un brigadista que
conoció en Barcelona, Steve, que le arregló los papeles para poder
entrar en Gran Bretaña y le ayudó a venderlas, repartiéndose las
ganancias a medias. A partir de 1940, con los bombardeos alemanes de
Londres, vendieron las obras y joyas que les quedaban («sacamos
bastante dinero que nos ayudó a vivir sin problemas económicos»).
Se compró una casa y trabajaba en el taller mecánico de Steve.
Murió en 1974.
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