Por
Pablo Gasco de la Rocha.
Si la identidad es lo propio de lo que es idéntico,
y el racismo la exaltación de los valores y méritos de una raza,
deberemos de admitir que ambos conceptos son consustanciales a la
idea patria, el lugar en donde nacieron nuestros abuelos, nuestros
padres y a cuantos debemos que el país donde hemos nacido sea lo
que es. Por lo que resulta asombro que la ideología política
imperante intente poner fronteras al pensamiento y contravenir no ya
lo que es de lógica y de razón, sino propio y natural al mismo
orden de la vida. Porque si la propia evolución de las especies
impone el principio de supremacía y superioridad de características
y actitudes, no se entiende que tal realidad no sea admitida
respecto a la especie humana, por muchas diferencias que se hagan, y
quienes las hagan. Pese a todo, las diferencias culturales, económicas
y sociales están ahí, y son, pese a todo argumento en contra, la
constatación real de las diferencias que existen, y existirán
siempre, entre las distintas razas humanas.
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Desde
esta consideración, pues, conviene que abordemos el problema de la
inmigración, que es, antes que nada, algo que ha creado y conviene
al capitalismo en su última fase de expansión, el mundialismo. Un
problema, la inmigración, que, pese a todo, adolece de razones
convincentes de justificar, hasta el punto, que sólo el factor
demográfico es capaz de sostener la falacia de las bondades de la
inmigración masiva a Europa como elemento de necesidad para el
sostenimiento de la pirámide poblacional del viejo continente. Una
necesidad que surge de todo un proceso revolucionario,
el feminismo, que con el consabido argumento de la liberación de la
mujer, incidió directamente en ese índice de población, tal vital
para la vida de las naciones. Cuya traducción en el orden práctico
fue el abandono de las políticas familiares.
Sin embargo, desde
el punto de vista antropológico no se puede decir lo mismo, pues la
inmigración se caracteriza y es un constante foco de problemas,
como consecuencia del choque de civilizaciones y culturas dentro del
mismo país, y del mismo continente, Europa, que crea el llamado "síndrome
de Babel" como problema de identidad. Y para muestra, ahí
tenemos, a nuestras mismas puertas, los recientes disturbios en
Francia, porque el verdadero problema de la inmigración es antes
que nada un problema de ideas y de valores. Unas ideas y unos
valores que afectan de forma determinante a la convivencia en cuanto
a integración y comunicación.
Y no se trata de un
miedo irracional ni de sostener un fundamentalismo nacionalista
sobre la supremacía de una raza sobre otra, pese haber importantes
diferencias genéticas entre ellas, es un problema, repito, de
preservar unos valores que constituyen la base de identidad de una
comunidad nacional. Valores que son imposibles de sostener sin esa
identidad morfológica, lingüística, cultural y de sentimientos:
pues los inmigrantes, es decir, los extranjeros, también traen los
suyos como forma de identidad y cohesión. Y así, basta con salir a
los barrios periféricos de las grandes ciudades de Europa y
observar la infinidad de guetos, cada cual de una nacionalidad:
compartimentos estancos de resentimiento.
El problema ya no
es, pues, de tolerancia, sino de supervivencia, pieza angular del
sistema europeo y occidental, sólo superado por una premisa, cual
es la de que todos los hombres tenemos la misma naturaleza humana.
Premisa que no tiene en cuenta el mundialismo, pero que es la única
sobre la que se puede sostener una cierta inmigración, siempre, por
supuesto, sujeta a nuestras necesidades reales. A las necesidades de
Europa. Porque de hecho, el principal motivo por el que alguien
emigra es por su anhelo de prosperar económica y socialmente, que
asocia con el país de destino.
Es por ello que para
que el diálogo intercultural sea realmente
enriquecedor, ha de ser desde el respeto a las identidades
nacionales, proyectadas desde el pasado sobre unos valores
identitarios que se han desarrollado a lo largo de los siglos y que
devienen en el futuro, constituyendo su esencia, una esencia propia
y consustancial a su propio ser. Un ser, que necesariamente no tiene
que ser mejor a otros, pero que es particular y único, pues es su
esencia.
Por lo que respecta
a España, y a tenor del flujo inmigratorio que venimos soportando,
bastaría con dar un dato, un dato que nos pone sobre la
irracionalidad de este proceso que hemos dejado que se nos fuera de
las manos, pues de los 923.000 extranjeros legales cifrados
oficialmente en enero del año 2000, hemos pasado a los 4.700.000
millones en enero de 2007, un flujo invasor que no tiene parangón
con ningún otro país del mundo, superando incluso a EEUU y Canadá.
En un artículo de
Guillermo de la Dehesa, presidente del Centre for Economic Policy
Research, publicado en El País el 25 de junio de 2007, y midiendo sólo
la inmigración desde el punto de vista económico, reconocía el
autor, que "tal cantidad de extranjeros, pese haber alargado
momentáneamente la fase expansiva del ciclo económica unos años y
moderando el aterrizaje de la llamada burbuja de la vivienda, ha
abultado sobremanera el déficit corriente exterior de nuestra
economía, un dato muy preocupante de cara al futuro por cuanto
afecta a la estructura macroeconómica de nuestra nación".
Un problema que se
agrava cuando comprobamos el aumento de inmigrantes mayores, casi
ancianos, cuya cifra crecerá por efecto de la
reagrupación familiar o por la paradoja circunstancial de ser
hijos, nieto o biznietos de españoles, todos ellos con su consabida
dependencia económica a costa de las arcas de los españoles: Ley
de Dependencia. Un despropósito que terminará con el Estado del
Bienestar, que es, por otra parte, lo que se pretende.
A tenor, pues, de lo
que es ya una invasión en toda regla, la pregunta viene obligada...
¿Tenemos los españoles
derecho a ser racistas?
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