REPUBLICANOS
Por Pío Moa.
Ortega, furioso, se marchó dando un portazo, y poco después
firmaba, con Marañón y Pérez de Ayala, un manifiesto antimonárquico
que tuvo extraordinaria influencia sobre la opinión y valió a los tres
el apelativo “Padres espirituales de la República”.
Vale la pena recoger las opiniones de dichos padres espirituales, sólo
seis o siete años después, sobre el régimen que tanto habían ayudado
a traer. Ortega criticaba ácidamente la frivolidad de los intelectuales
extranjeros firmantes de adhesiones a una imaginaria democracia española
de la que ignoraban casi todo. Pérez de Ayala escribía con dureza más
directa contra los republicanos: “Cuanto se diga de los desalmados
mentecatos que engendraron y luego nutrieron a sus pechos nuestra gran
tragedia, todo me parecerá poco. Nunca pude concebir que hubieran sido
capaces de tanto crimen, cobardía y bajeza”; “En octubre del 34
tuve la primera premonición de lo que verdaderamente era Azaña”.
Marañón expresa incluso más vívidamente sus sentimientos: “¡Qué
gentes! Todo es en ellos latrocinio, locura, estupidez. Han hecho, hasta
el final, una revolución en nombre de Caco y de caca”; “Bestial
infamia de esta gentuza inmunda”; “Tendremos que estar varios años
maldiciendo la estupidez y la canallería de estos cretinos criminales,
y aún no habremos acabado. ¿Cómo poner peros, aunque los haya, a los
del otro lado?”; “Horroriza pensar que esta cuadrilla hubiera podido
hacerse dueña de España. Sin quererlo siento que estoy lleno de
resquicios por donde me entra el odio, que nunca conocí. Y aun es mayor
mi dolor por haber sido amigo de tales escarabajos”.
Y así sucesivamente. No menos significativas son las continuas
invectivas de Azaña, rebosantes de amargura y despecho hacia los
“botarates”, “incapaces” o “loquinarios” que, a su juicio
–y los conocía bien–, componían los cuadros de mando del
republicanismo. Las memorias de otros dirigentes de entonces tienen
parecidos tonos.
En años recientes han proliferado las banderas de la Segunda República
(la de la Primera fue la tradicional bicolor) en las violentas
agitaciones callejeras presididas por el actual jefe del gobierno; y, al
calor de la creciente crispación del país, parece retomar cierto auge
el republicanismo. No tengo objeciones de principio contra una república,
y sospecho que el propio entorno monárquico acabará trayéndola, como
en 1931, pero tampoco deseo cambios arbitrarios que sólo pueden
aumentar las tensiones. No pondría objeciones a un republicanismo capaz
de criticar y condenar las dos experiencias republicanas anteriores pero
observo lo contrario, la reivindicación de aquellos demenciales regímenes
y de los “botarates” y “canallas” que, en opinión de
distinguidos protagonistas de la época, llevaron al país al desastre.
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