Según Tucídides, la ingenuidad es la
base de las cualidades morales, y también se ha dicho que hay
ingenuidades peores que crímenes. En realidad una frase no
contradice a la otra, depende de lo que se quiera entender por
ingenuidad. Ésta se opone a la falsa sabiduría del «piensa mal y
acertarás», que sólo puede destruir la moral y por ello la
convivencia humana. Y hay, por otra parte, una falsa ingenuidad,
forma de hipocresía, que pretende no darse por enterada de la
maldad, y que esconde la colaboración con ella. Pues bien, con
motivo del discurso del Rodríguez Zapatero ante la ONU, han
abundado los comentarios, en general con sorna, sobre su «ingenua»
exhibición de intenciones angelicales, propia de un alumno de la
ESO estragado por profesores logseanos. Sin embargo, esa crítica
tiene muy poco peso. Si no pasara de ahí la cosa sólo habría que
lamentar en el jefe del Gobierno español una falta de realismo que
normalmente se cura pronto en el ejercicio del poder. La cuestión
radica en saber qué tipo de ingenuidad corresponde a Rodríguez.
Es frecuente, sobre todo en países
con poca experiencia democrática, que los políticos se dediquen a
tales exhibiciones de buenos deseos, que suelen tener gran eficacia
sobre poblaciones políticamente atrasadas. En una democracia
asentada a los políticos se les supone la mejor intención de
servir al bien común, a la paz, la libertad, la igualdad y todas
las virtudes que quieran ustedes poner en la lista; pero sobra hacer
ostentación de esas intenciones, porque lo que los ciudadanos
desean es saber cómo van a afrontar los problemas. Lo demás casi
nunca pasa de demagogia, que es la degeneración de la democracia.
Lo que persiguen los demagogos al actuar así es tanto descalificar
moralmente a sus adversarios y enturbiar la percepción ciudadana
sobre el carácter de las medidas propuestas, o sobre la ausencia de
otra política que la mera detentación del poder. Rodríguez domina
bien esa demagogia, y no debe confundirse su vacuidad intelectual
con su habilidad política, que la tiene. No es lo mismo la
inteligencia que la listeza o la listillería, pero nadie con dos
dedos de frente dejará de reconocer que los listillos derrotan no
pocas veces a los inteligentes, como también constataba Tucídides.
Se ha acusado a Rodríguez de carecer de política, de caer en
vaguedades por falta de medidas prácticas para afrontar los
problemas, pero eso es falso. Las tiene, y lo está demostrando.
No voy a ocuparme ahora de sus
iniciativas en política interior, cada vez más inmorales y
provocadoras, sino de su percepción y respuesta al principal reto
histórico que tiene planteado ahora España, es decir, la doble
tensión de los nacionalismos periféricos y de la agresión islámica.
De la respuesta que se dé a esos retos va a depender la consolidación
de la democracia española o su ruina. Y Rodríguez tiene, para
empezar, la misma percepción global que los propios terroristas.
Cuando parlotea de la pobreza, las «injusticias»y las
desigualdades como explicaciones de esos movimientos, está
repitiendo casi exactamente lo que dicen ellos mismos para
justificar sus salvajes atentados. Para todos ellos las democracias
tendrían la culpa, serían imperialistas e injustas, como afirmaba
la propaganda staliniana. Evidentemente, en esa concepción la
libertad y la democracia pasan a un segundo o tercer plano, cuando
no son lisa y llanamente desdeñadas. Esa percepción de la realidad
se concreta en la práctica en el completo desinterés de Rodríguez
por la democratización de Iraq, empresa ardua, pero que si fracasa
seremos los europeos, más que los useños, quienes salgamos
perdiendo. ¿Desinterés? Mucho peor. Rodríguez se alinea
abiertamente con el terrorismo y las dictaduras cuando, no contento
con haber retirado a las tropas españolas de Iraq, propone que los
demás países sigan su ejemplo y abandonen al pueblo iraquí. Que
lo abandonen en manos del mismo tipo de tiranos y terroristas que
mataron en Madrid a casi doscientas personas. De ningún modo hay
aquí una ausencia de política, es una política concreta y clara.
Una política criminal, para decirlo sin ambages, por muchas
declaraciones «ingenuas» sobre la paz en que quiera envolverse.
Alguna gente cree que quienes señalamos
estas cosas exageramos la peligrosidad de Al Qaeda o la presentamos
como representante de todos los musulmanes, en su mayoría pacíficos.
Pero ¿quién representa a los musulmanes? Uno de los problemas de
ese mundo enorme y efervescente es que carece de representantes a la
manera como aquí los concebimos, porque carece de democracias.
Todos sus regímenes son dictaduras de un tipo u otro, con la única
y parcial excepción de Turquía. Frente a esa realidad de nada
valen invocaciones abstractas sobre el pacifismo de la mayoría de
los islámicos. Podemos dar por descontado ese carácter pacífico,
como podemos darlo por descontado entre los alemanes en vísperas de
la guerra mundial, pero, en tales condiciones, invocar esas cosas no
pasa de charlatanería. Además contamos con otros datos, como
encuestas recientes realizadas en Marruecos, reveladoras de un grado
muy alto de simpatía popular hacia Al Qaeda.
Nadie en su sano juicio debería
infravalorar el peligro de unos movimientos que aspiran entre otras
cosas a reconvertir España en Al Andalus, aspiración nunca
olvidada y que hoy bastantes musulmanes vuelven a creer posible.
Para entender su optimismo, nada mejor que leer sus teorizaciones
sobre las guerras de cuarta generación: «En este tipo de guerras
las informaciones aparecidas en los medios de comunicación se
convertirían en un arma mucho más poderosa que las divisiones
militares. La línea entre la guerra y la paz resultará cada vez más
confusa. Las guerras de cuarta generación se desarrollarán tácticamente
a pequeña escala, surgirán en distintas regiones del planeta y en
ellas se atacará al enemigo de manera fantasmal, apareciendo y
desapareciendo. Su enfoque será político, social, económico y
militar. Este nuevo tipo de guerra presenta enormes dificultades
para la maquinaria occidental». Según los textos de Al Qaeda, ya
han conseguido así importantes éxitos: «En Afganistán los
Combatientes del islam triunfaron sobre el segundo mejor ejército
de la época (el soviético). De manera similar, una tribu somalí
humilló a los EE.UU, forzándoles a retirar sus fuerzas de Somalia
en el mundo islámico. Poco después los Combatientes del islam de
Chechenia humillaron y vencieron a las fuerzas rusas. Posteriormente
Hizbolá expulsó al ejército sionista del sur del Líbano». ¿Está
justificado ese optimismo? Por lo que se refiere a España, sí. Con
un solo golpe mucho menos costoso que cualquiera de los anteriores,
los terroristas han conseguido un éxito casi inimaginable: influir
de manera decisiva en la política interna española, torciendo quizá
su rumbo histórico. Han conseguido sustituir en Madrid a un
Gobierno que les hacía frente por otro que comparte muchos de sus
presupuestos básicos e intenta propagarlos a otros países
occidentales. Las felicitaciones de «El Egipcio», como las de
Castro y otros enemigos de la democracia, al Gobierno de Rodríguez
son mucho más que una anécdota. Son la revelación de una realidad
que, de tan clara, mucha gente prefiere no mirar. ¿Dónde está,
pues, la ingenuidad? Sólo en el campo de los que la achacan a Rodríguez.
Una ingenuidad muy peligrosa.