Dos revoluciones sexuales

 

Pío Moa

 

La sexualidad, dijo el clásico, es un potro muy malo de domar, que te derriba a las primeras de cambio. Tradicionalmente se trataba de encauzarla a través del matrimonio, el cual, se suponía, descansaba en el amor, la comprensión y la fidelidad mutuos, y fructificaba en los hijos. Esta venía a ser la teoría en la cultura cristiana. En la práctica, la cosa funcionaba a veces muy bien, a veces muy mal y en la mayoría de los casos sólo pasablemente, como ocurre en todas las empresas humanas. En todo caso quedaban marcados unos valores a aplicar en lo posible y un freno al llamado libertinaje.
 
En los años veinte del siglo pasado cambió bastante la teoría y la práctica. Desde una interpretación del psicoanálisis, no la única posible, cundió el enfoque de la sexualidad como una necesidad fisiológica a satisfacer, so pena de enfermar psicológica e incluso físicamente. Como beber un vaso de agua cuando se tiene sed, exponían algunos didácticamente. Así mirado, el otro miembro de la pareja perdía relieve, y los viejos valores de amor, comprensión y fidelidad pasaban a segundo plano o podían fácilmente convertirse en rémoras, al igual que los hijos. La idea no era nueva, pero su vestimenta cientifista la hacía muy atractiva, y originó una auténtica revolución, en el sentido de que conductas antaño marginales se extendieron masivamente. Mucho influyó también la quiebra moral producida por la Gran Guerra. Millones de jóvenes renegaban de los usos y prédicas de sus mayores, considerándolos hipócritas. No es seguro, sin embargo, que de ahí saliese una mejora en la salud física y mental de la gente. Hasta cabe sospechar que ocurriera justamente lo contrario.
 
La segunda revolución sexual, de los años 60, tuvo algunas diferencias con la anterior. Más que como necesidad física, la sexualidad, ayudada por la difusión de la píldora anticonceptiva, aparecía como diversión. En aquellos años la diversión subió muchos puntos en la estimación de la gente, y hasta se alzó como el valor máximo. Una canción, de los Beatles, creo, contaba cómo una chica escapaba de casa de sus padres. ¿Por qué se iba, si éstos la habían atendido y dado de todo? Porque, lamentablemente, no le habían dado bastante “fun”, y cuando no hay “fun”, pues ya se sabe. Aunque distintas en sus matices, las dos revoluciones tenían similares efectos. La familia y los antiguos valores perdían interés o se tornaban obstáculos, como perdía interés el o la oponente sexual cuando su grado de diversión bajaba. Esa actitud tenía algo que ver, supongo, con la ideología de la seguridad social, concebida como una mano materna que cuidaba de la gente desde la cuna a la tumba, haciendo de la sociedad un parque infantil donde todos podíamos pasar la vida jugueteando, ajenos a la responsabilidad, la culpa y otros sentimientos enfermizos, susceptibles de cura, afortunadamente.
 
En realidad estas formas de pensar y actuar siempre existen, aunque predominen sólo en algunos períodos, a los que dan carácter. Podría expresarse así su diferencia con las actitudes tradicionales: en estas últimas, la diversión o la satisfacción individual, por importantes que sean, se dan por sobreentendidas y derivadas. En cambio ocupan el centro en las concepciones revolucionarias, quedando la fidelidad, la comprensión, los hijos, etc., como elementos no desdeñables, más o menos convenientes, pero subordinados a la satisfacción o diversión particular. Desde ese punto de vista la homosexualidad, en rigor cualquier práctica sexual, con animales o con niños, tiene igual valor que la considerada normal todavía hoy.
 
Pero las exigencias “revolucionarias” traen efectos menos agradables de lo previsto, pues, por suerte o por desgracia, la sexualidad suele ir ligada a sentimientos muy intensos, exige la participación de otra persona con sus propias necesidades, imposible de reducir a simple objeto de satisfacción o diversión, y rara vez coinciden los dos miembros de la pareja en apreciar cuándo la relación ha dejado de ser divertida. Si además han cometido el error de tener hijos, el coste emocional llega a resultar elevadísimo.
 
Los obispos han sido muy criticados por señalar un lazo entre la revolución sexual y la violencia doméstica. Yo no creo que anden muy descaminados. Las dos revoluciones sexuales han socavado profundamente a la familia, y parece clara su relación con el creciente fracaso matrimonial, del que la violencia es una manifestación. Y con otros muchos fenómenos, como la multitud de niños despojados de un ambiente familiar, la extensión apabullante de la prostitución en todas sus manifestaciones, incluyendo buena parte de la publicidad comercial, la telebasura o las redes de pederastia, etc. etc. ¿De dónde podría venir todo eso, si no?
 
Sobre los malos tratos familiares aseguran algunos expertos que siempre han existido con igual o mayor intensidad, sólo que ahora se denuncian. Aunque los malos tratos en la intimidad del hogar no suelen trascender, podemos hacernos una idea aproximada de su extensión. Tal como deducimos la amplitud del hambre por el número de personas que mueren de ella (que indican un número mucho mayor de hambrientos, aunque no lleguen a morir), podemos colegir la extensión de los malos tratos por sus manifestaciones más extremas e indisimulables, las muertes. El número de muertes por maltrato doméstico aumenta en muchos países, desde los escandinavos a España. Tras muchas décadas de pesado adoctrinamiento feminista –muy relacionado con las revoluciones sexuales– debería ocurrir lo contrario por lo que no parece achacable esa tendencia al machismo residual, como decía no sé qué señora política.
 
Un maltratador de Barcelona, tan bergante como espabilado para halagar a los progres, pedía al juez la atenuación de su pena por haberse criado bajo el franquismo, cuando, decía, el maltrato a las mujeres era fomentado como una virtud. Él no tenía la culpa de haber recibido tan mala educación. Pero en el franquismo había sin duda mucho menos maltrato que ahora. Una canción de los años 50, tan denostados por nuestra ridícula progresía, aconsejaba:
 
“Para ser un buen marido, el hombre tiene que ser
generoso, complaciente y amable con la mujer
Ser un poquito celoso, a saber, quiere decir
cuando debe estar despierto y cuando debe dormir.”
 
Le faltaba decir cómo debería ser la mujer. Bueno, son consejos algo simples y pasados de moda, pero tal vez no del todo insanos en estos tiempos revolucionarios, tan apreciados por el camarada Zapatero, feminista radical, el hombre.
 

 

13 de Mayo de 2.004.-


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