¿Era legítimo el Gobierno del Frente Popular?

 

Por Pío Moa 


El profesor Moradiellos ha sacado un libro con un título casi calcado del mío, «Los mitos de la guerra civil», acompañado de una faja que dice: «Contra las mentiras de Pío Moa». Son trucos publicitarios bastante feos en una obra con pretensiones académicas, pero aun así resultarían disculpables si el contenido del libro fuera, efectivamente, un intento de refutación de mis pretendidas mentiras. Pero Moradiellos ni lo intenta siquiera. Él prefiere irse por los cerros de Úbeda con disquisiciones generales, un tanto confusas y a ratos metafísicas, de cuyo carácter ya informa la contraportada. La contienda, dice, «fue algo más complejo y, a la par, más prosaico: una Guerra Civil, un profundo cisma de extrema violencia en la convivencia de una sociedad atravesada por múltiples líneas de fractura interna». Verdaderamente, el autor no se ha fatigado las neuronas para llegar a estas vulgaridades. Ya empieza muy mal Moradiellos cuando afirma que «la detonación inicial se produjo el 17 de julio de 1936 con una extensa sublevación militar contra el Gobierno de la República», que él declara legítimo. La detonación inicial fue, evidentemente, la insurrección de las izquierdas en octubre de 1934 con la intención deliberada y textual de organizar una guerra civil y contra un gobierno, éste sí, indiscutiblemente legítimo. Por contra, el Gobierno de Frente Popular salido de las elecciones de febrero de 1936 tenía una dudosa legitimidad inicial y la perdió por completo durante los meses siguientes. Y ello por varias razones decisivas.

a) Los partidos ganadores de las elecciones eran los mismos que se habían sublevado en 1934 contra la República, o que habían apoyado política y moralmente la sublevación, y no habían cambiado su actitud de manera significativa.

b) La campaña electoral, desarrollada en un clima de gran violencia, culminó en unas votaciones anómalas, marcadas por la inmediata toma de la calle por las izquierdas y la deserción de numerosas autoridades que debían velar por la pureza del escrutinio, como recuerda el mismo Azaña.

c) La segunda vuelta electoral no se llevó a cabo bajo el Gobierno que organizó las elecciones, el cual dimitió asustado por las violencias, sino bajo el de uno de los bandos furiosamente enfrentados, el del Frente Popular.

d) Dentro de estas anomalías todo indica que se produjo un empate práctico en votos entre izquierdas y derechas, aunque la ley electoral favoreció a las primeras con más diputados. Esto era legal, en principio, pero ya fue ilegal que las izquierdas, erigiéndose en juez y parte desde las Cortes, y en un ambiente revolucionario, arrebataran numerosos escaños más a las derechas mediante una arbitraria revisión de actas.

e) A continuación, el Frente Popular (con la colaboración del PNV), actuando de nuevo como juez y parte, expulsó ilegalmente de la Presidencia a Alcalá-Zamora, aduciendo, de modo surrealista, que su anterior disolución de las Cortes estaba injustificada: como de esa disolución derivaba el poder, las izquierdas, ello significaba que el propio poder izquierdista estaba injustificado. La destitución de Alcalá-Zamora constituyó un auténtico golpe de estado, y su sucesor interino, Martínez Barrio, señala en sus memorias la fechoría, tramada por Azaña y Prieto, los supuestos moderados del Frente Popular.

f) Se impuso un doble poder desde la calle, acompañado de una marea de asesinatos y atentados, asaltos a centros políticos, periódicos y domicilios particulares de la derecha, incendios de iglesias, huelgas salvajes, etc. Esto, de por sí, no deslegitimaba al Gobierno. Lo que acabó de deslegitimarlo fue su complicidad con tal situación, su negativa a cumplir y hacer cumplir la ley. Contra lo pretendido por esa propaganda que ha pasado por historia durante tantos años, la derecha, en general, apoyó a Azaña y le pidió reiteradamente que cumpliera con su deber más elemental de imponer la Constitución. Sus peticiones fueron recibidas con insultos y amenazas de muerte en el Parlamento, amenazas cumplidas en Calvo Sotelo y, casi, en Gil-Robles. Era evidente e inminente la amenaza revolucionaria, y ante ella la derecha terminó por rebelarse, prácticamente a la desesperada.

Importa mucho señalar estas cosas porque cuando escritores como Moradiellos insisten en que el Gobierno del Frente Popular era legítimo, están demostrando ellos mismos carecer de una idea mínimamente clara o aceptable de la democracia. Ha sido común en España -lo estamos viendo ahora mismo con el Gobierno de Rodríguez- la creencia de que la democracia consiste en que quien tenga más votos haga lo que le dé la gana, desfigurando o incumpliendo a su antojo las leyes (o robando a mansalva). Esta idea nefasta está muy extendida también en Latinoamérica y en ella radica su convulsa inestabilidad. La legitimidad democrática no proviene sólo de los votos en unas elecciones normales (las del 36 no lo fueron en ningún sentido), sino también, y ante todo, del cumplimiento de la Constitución. Pues lo que hace la democracia es regular la lucha por el poder, permitiendo la alternancia pacífica y evitando que esa lucha se desarrolle mediante la violencia. A tal fin se acuerdan unas normas que los partidos no deben vulnerar porque, si lo hacen, legitiman al contrario a defenderse vulnerándolas a su vez, y la violencia vuelve a hacerse inevitable. Por supuesto, en la política real ningún partido cumple estrictamente las leyes, pero hay una gran diferencia entre las faltas menores, por lo demás denunciables y corregibles, y el sistemático arrasamiento de las normas y reglas del juego abusando del poder. Moradiellos, como tantos otros, no entiende estas cuestiones elementales, y por eso insiste en la legitimidad de un Gobierno que no cumplía ni hacía cumplir la ley, y en la ilegitimidad de rebelarse contra él. En el fondo son apóstoles de la tiranía (siempre que esa tiranía se declare de izquierdas, ya se entiende).

Las derechas -el grueso de ellas- demostraron en los años 30 un respeto a la Constitución incomparablemente superior a las izquierdas Y ello a pesar de que dicha Constitución les disgustaba por su carácter no laico, sino antirreligioso, y por haber sido impuesta por rodillo y no por consenso. En 1934, cuando las izquierdas asaltaron la legalidad republicana, las derechas y Franco la defendieron, y gracias a eso no cayó entonces por tierra la República. Por el contrario, en 1936 las izquierdas arrasaron desde el primer momento las leyes que ellas mismas habían establecido cinco años antes: la ruptura de las reglas del juego fue completa y la amenaza revolucionaria se volvió clarísima.

Porque el problema clave del fracaso de la República, que Moradiellos y tantos historiadores más o menos izquierdistas eluden como pueden, es éste: ¿Se debió la guerra a una amenaza revolucionaria o a una amenaza fascista? Hoy ninguna persona informada puede dudar de la fuerza e inminencia del peligro revolucionario en España desde, al menos, 1934, y de que el fascismo, un fascismo muy relativo, surgió en la derecha sólo por reacción a ese peligro, y muy a última hora.

La Razón. 16 de Septiembre de 2.004.-

 


PÁGINA PRINCIPAL

OPINIÓN