Arzobispo
de Valencia, Mons. Agustín García-Gasco. 17/06/2007.
En
cualquier orden de la vida lo valioso es construir. La historia de
la humanidad confirma que quienes trabajan unidos multiplican su
potencial creador, mientras que lo destructivo es sembrar el
enfrentamiento y favorecer la división. La unión entre las
personas y los pueblos se funda sólidamente si se reconocen dos
principios básicos: primero, que los seres humanos estamos creados
para el mutuo enriquecimiento con nuestra libre entrega personal y
que sólo se da la verdadera unión cuando los seres humanos
entregamos con libertad nuestras personas y nuestros bienes para el
bien de nuestros semejantes.
En
la España de hoy se está produciendo una preocupante dinámica:
mientras los nacionalismos radicales quieren imponer por todos los
medios como obvias sus más que discutibles propuestas de
separatismo, quienes proponen la unidad de la nación son
presentados como reliquias del pasado, privados de argumentos
inteligentes. Frente a esta deformación comunicativa, hay que
reconocer que la unidad de España es un gran logro histórico y
cultural que hoy se puede y se debe seguir proponiendo a la
inteligencia y a la libertad de las personas y de los grupos
sociales.
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Poder
actuar conjuntamente, de modo libre, coordinado y eficiente es un
logro social que sólo los insensatos desprecian. El trabajo político
por la Unión Europea muestra hasta qué punto es complicado
y difícil introducir el sentido de unidad entre pueblos
culturalmente variados y geográficamente dispersos. Los varios
cientos de años que en España llevamos conviviendo es un legado
histórico que no podemos despreciar. La Iglesia, con su mensaje de
amor universal, estima que el entendimiento entre hombres y mujeres
es siempre posible y por ello resultan positivas para la paz mundial
el reforzamiento de los lazos y relaciones entre comarcas, regiones
y naciones. “Solidaridad” no es un concepto abstracto sino un
compromiso que todos debemos ejercer también entre las regiones y
comunidades autónomas, frente a un independentismo nacido en muchas
ocasiones de consideraciones insolidarias en el desarrollo y en los
recursos naturales básicos como el agua.
En
la España de hoy, nuestra tradición occidental se expresa con un
estilo de vida que se funda en una convicción esencial e
innegociable: nada hay más valioso en la esfera política que el
respeto incondicional de cada ser humano como persona, con todos sus
derechos humanos, sin restricciones por razón de edad, sexo,
cultura, inteligencia, creencias, convicciones... Estamos
comprometidos con que todos los derechos sean de todos. El
pensamiento católico, con su sentido universal no es sólo una
tradición. Además de una tradición es un pensamiento de
vanguardia que predica la solidaridad mundial, y por ende también
la local. No pueden resultar creíbles aquellos que hablan de
solidaridad con lejanos países, al tiempo que niegan el agua o las
comunicaciones a sus convecinos de comunidad.
Los
hechos diferenciales de las autonomías de España no alteran esa
convicción común. Las modulaciones históricas y culturales de
cada territorio sólo se entienden desde ese compromiso por la
dignidad humana que recoge nuestro texto constitucional, y que
establece un estilo de convivencia basado en una cultura de la vida,
de la paz y de la convivencia libre, justa y solidaria.
La
organización política de España es un asunto que compete a la
libertad de los ciudadanos y de sus legítimos representantes políticos.
Pero la Iglesia también está legitimada para aportar su fecunda
experiencia de dos mil años y recordar la obviedad de que la unión
hace la fuerza, y que debilitar la solidaridad entre las personas,
las familias y las comunidades precariza el bienestar concreto de
las personas. También conviene desenmascarar los radicalismos ideológicos
que acompañan ciertas propuestas y que consideran la destrucción
de la unidad de España como paso previo para imponer en un
territorio sus utopías políticas, que han dado lugar a los
totalitarismos más funestos en otras partes del planeta.
Los
Obispos de España, recordando las palabras del magisterio de Juan
Pablo II, invitamos decididamente a cultivar la ética política del
amor al bien de la propia nación, que suscita comportamientos de
solidaridad renovada por parte de todos. Hay que evitar con firmeza
los riesgos de manipulación de la verdad histórica y de la opinión
pública a favor de pretensiones particularistas o de
reivindicaciones ideológicas.
La
Iglesia anima a todas las personas de buena voluntad, y
especialmente a los católicos, a la renovación moral y a una
profunda solidaridad de todos los ciudadanos, para asegurar las
condiciones que hacen posible la reconciliación y la superación de
las injusticias, las divisiones y los enfrentamientos.
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