Por
don Antonio Cañizares, Cardenal Arzobispo de Toledo, La Razón,
23/05/2007.
La recta razón
reclama que la sociedad libre, democrática justa y en paz, se
asiente en unos valores, derechos y principios, no manipulables, no
negociables y válidos para todos. Lo contrario la pondría en serio
peligro. Por eso necesita de una base antropológica adecuada. La
sociedad democrática es posible en un Estado de derecho, más aún,
sobre la base de una recta concepción de la persona. La persona y
su dignidad, el hombre, el ser humano, es la base y el fin inmediato
de todo sistema social y político, especialmente del sistema democrático
que afirma basarse en sus derechos y en el bien común que siempre
debe apoyarse en el bien de la persona y en sus derechos
fundamentales e inalienables. Principio básico para una sociedad
democrática es que “todo hombre es un hombre”.
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La sociedad, y
dentro de ella el Estado, está al servicio del hombre, de cada ser
humano, de su defensa y de su dignidad. Los derechos humanos no los
crea el Estado, no son fruto de un consenso democrático, no son
concesión de ninguna ley positiva, ni otorgamiento de un
determinado ordenamiento social. Estos derechos son anteriores e
incluso superiores al mismo Estado o a cualquier ordenamiento jurídico;
el Estado y los ordenamientos jurídicos sociales han de reconocer,
respetar y tutelar esos derechos que corresponden al ser humano,
corresponden a su verdad más profunda en la que radica la base de
su realización en libertad. El ser humano, el ciudadano, su
desarrollo, su perfección, su felicidad, su bienestar, son la base
y el objetivo de toda sociedad en convivencia y de todo su
ordenamiento jurídico. Cualquier desviación por parte de los
ordenamientos jurídicos, de los sistemas políticos o de los
Estados en este terreno nos coloraría en un grave riesgo de
totalitarismo, incapaz, por lo demás, de lograr una sociedad
vertebrada.
Por esto mismo, la
sociedad para crecer necesita una ética que se fundamenta en la
verdad del hombre y reclama el concepto mismo de persona como sujeto
trascendente de derechos fundamentales, anterior al Estado y a su
ordenamiento jurídico. La razón y la experiencia muestran que la
idea de un mero consenso social que desconozca la verdad objetiva
fundamental acerca del hombre y de su destino trascendente, es
insuficiente como base para un orden social honrado y justo; sin
esto, tarde o temprano, la sociedad se desmorona y se desarticula.
Hay unas pautas o
exigencias morales objetivas que son anteriores a la sociedad o al
sistema como ordenamiento jurídico y social, que han de ser
garantizadas. Algunos opinan que las normas morales, consideradas
objetivas y vinculantes llevarían al autoritarismo. Pero esta
concepción desmorona la sociedad, hace tambalearse el mismo
ordenamiento democrático en sus fundamentos, reduciéndolo a un
puro mecanismo de regulación empírica de intereses diversos y
contrapuestos. Una sociedad se mantiene o cae con los valores
fundamentales que encarna y promueve. En la base de estos valores no
pueden estar provisionales y volubles mayorías de opinión, sino sólo
el reconocimiento de una ley moral objetiva, que, en cuanto ley
natural inscrita en el corazón del hombre, es punto de referencia
normativa de la misma ley civil. En los últimos decenios parece que
se han subvertido gran parte de los valores en los que se basa
nuestra sociedad. Algunos confunden la realización de la sociedad
con la producción liber por parte de cada uno de los ciudadanos de
aquellos criterio y valores de comportamiento que considere por sí
y ante sí; se cree que esto es la democracia. Pero la democracia
como mejor sistema para la vertebración de una sociedad, si no
queremos negarla en sus mismas bases, no puede convertirse en un
sustitutivo o sucedáneo de la moralidad o en una panacea de la
inmoralidad. Lo contrario nos llevaría a su destrucción, la pondría
en peligro. La democracia es un instrumento de la sociedad, su valor
cae o se sostiene según los valores objetivos que de hecho encarne
y promueva; afirmar esto es servir a la democracia y hacer posible
la construcción de una sociedad justa y respetuosa, vertebrada.
El gran riesgo y el
gran enemigo de la democracia es el relativismo. “Existe
actualmente la tentación de fundar la democracia en un relativismo
moral que pretende rechazar toda certeza sobre el sentido de la vida
del hombre, su dignidad, sus derechos y deberes fundamentales.
Cuando semejante mentalidad toma cuerpo, tarde o temprano se produce
una crisis moral de las democracias. Cuando ya no se tienen
confianza en el valor mismo de la persona humana, se pierde de vista
lo que constituye la nobleza de la democracia: ésta cede ante las
diversas formas de corrupción y manipulación de sus
instituciones” (Juan Pablo II). Cuando se pierde o sistemáticamente
se destruye el sentido del valor trascendente de la persona humana,
o cuando se dejan de lado las exigencias morales objetivas o la
verdad moral, se resiente el fundamento mismo de la convivencia
social y política, toda la vida social se ve poco a poco
comprometida, amenazada y abocada a su desintegración y disolución.
Todos nos sentimos convocados a fortaleces nuestra sociedad y a
garantizarle un gran y esperanzador futuro. Será posible sobre
estas bases de recta razón que nos unen a todos.
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