Hay acontecimientos que la memoria histórica nos obliga a recordar
puntualmente para que no caigan en el olvido. Se cumplen a finales
de marzo los 70 años del final de la persecución religiosa española,
que había comenzado en mayo de 1931, con la quema de iglesias y
conventos.
Siguió
inmediatamente una muy estudiada legislación sectaria y
discriminatoria hacia los católicos, que fue creando artificialmente
un clima de hostilidad contra la Iglesia, denunciado abiertamente
por el Papa, los obispos, el clero y los católicos en general.
La expulsión de los
jesuitas en 1932 fue el hecho más grave del primer bienio
republicano hasta la revolución social-comunista de 1934 en Asturias
con numerosos sacerdotes y religiosos asesinados (9 de los cuales
canonizados en 1999). “Con la rebelión de 1934 –dijo Madariaga- , la
izquierda española moral perdió hasta la sombra de autoridad moral
para condenar la rebelión de 1936”. Las atrocidades del octubre rojo
del 34 en Asturias –con destacada intervención de socialistas y
comunistas- no permiten considerar aquella revolución como una
defensa de libertades, sino como un verdadero ensayo de la futura
persecución religiosa.
Entonces faltaban
todavía dos años para el “alzamiento militar”, y la Iglesia acataba
–aunque de mala gana- la legalidad de una República sectaria,
hostil, rabiosamente antirreligiosa y profanadora de los más
elementales sentimientos espirituales.
“Deseo vivamente
que triunfe Franco” (Cardenal Vidal y Barraquer)
No sorprende, pues,
que el cardenal Vidal y Barraquer, que consiguió liberarse de la
persecución, intentase “hacer llegar reservadamente y de palabra al
general Franco el testimonio de mi felicitación y simpatía y mis
sinceros votos por el éxito de la buena causa (…). Deseo vivamente
que triunfe Franco…”
Y tampoco sorprende
que no quisiera regresar a España hasta que terminara por completo
la persecución, que comenzó el 19 de julio de 1936 y se mantuvo de
forma ininterrumpida hasta el final del mes de marzo de 1939, con
fases alternas de mayor a menor intensidad.
Las primeras
semanas fueron de gran ferocidad; raro fue el caso que procuró
cubrirse de una sombra de aparato judicial. La detención de la
víctima y su traslado inmediato a las afueras de la población, era
el único trámite; si no era ya asesinada en el mismo lugar en donde
se la sorprendía.
Durante el otoño de
1936 continuó el mismo furor de los meses precedentes, pues se
organizó la caza del sacerdote, al ver que se les escapaba la
víctima. A todas partes llegó esta acción persecutoria: los
domicilios particulares, hoteles, pensiones, calles, plazas y
carreteras, estaciones ferroviarias y marítimas, ferrocarriles,
buques, autobuses, comercios, locales de espectáculos, parques,
campos y montes; a todos los lugares mencionados se extendió la
trama y en todos ellos sorprendieron a sacerdotes y seglares, que,
aterrorizados ante aquel horrible espectáculo, buscaban un pequeño
puerto de salvación. Fue el período de los bandos y pregones,
testimonio irrecusable de terror, publicados en numerosas
poblaciones, conminando a los vecinos a entregar o denunciar a
sacerdotes, religiosos y religiosas que estuviesen escondidos, si no
querían exponerse a las más graves penas, de las que n o se excluía
la de muerte, en aquel entonces tan prodigada.
“Siempre sin
cesar he rogado mucho por el triunfo del general Franco en España”
(Obispo Múgica, de Vitoria)
Tampoco sorprende
que el obispo de Vitoria, Mateo Múgica, exiliado de España,
denunciara con mucha valentía al cardenal Pacelli “los terribles
excesos de los nacionales”, pero añadiera que: “Los rojos han
cometido crueldades incalificables, que han merecido la execración
de toda persona decente … Parecerá minucia y valdrían poco mis
oraciones, pero, como a mi Padre, aseguro a Su Eminencia que,
siempre sin cesar he rogado mucho por el triunfo del general Franco
en España: dos rosarios enteros, momentos, etc”.
La oleada de
ferocidad prosiguió su acción y la clandestinidad fue el
procedimiento de la mayoría de las ejecuciones hasta finales de
1936, si bien a principios de 1937 la violencia experimentó un
ligero declive porque los perseguidos habían ido encontrando manera
de eludir los efectos del terror imperante, sobre todo el clero
diocesano, y los mismos fieles, reaccionando de la primitiva
indiferencia impuesta por el mencionado terror, ofrecían una mayor
asistencia a los infortunados sacerdotes y religiosos. Pero en
febrero aumentó la persecución y en el mes de marzo se recrudeció
aún más. |
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El 1º de julio de
1937, cuando los obispos publicaron la Carta colectiva –no firmada
por Vidal ni por Múgica- el número de víctimas eclesiásticas
ascendía a 6.500 en once meses y medio; nunca a lo largo de la
historia hubo semejante caza organizada de curas, frailes y monjas;
y los templos destruidos eran millares en la zona republicana.
En 1938 mejoró algo
el ambiente, debido a las influencias exteriores que lo alimentaban;
pero, a pesar de ello, sobre todo en Madrid, Barcelona y Valencia,
fueron detenidos muchos sacerdotes, sin otros motivos reales que los
delitos de haberlos sorprendido en reuniones privadas de culto, o
participar en la organización del socorro económico a los afectados
por la persecución.
A principios de
1939 generalmente no se procedió a nuevas detenciones, pero algunos
de los que venían sufriendo cautiverio en las cárceles, fueron
obligados a salir de ellas y a pie, con un trato inhumano, y después
de diferentes jornadas muchos de aquellos prisioneros cayeron por
los caminos para no levantarse de nuevo; ante la perspectiva de que
recobrasen la libertad, fueron fusilados algunos de ellos en masa,
constituyendo el último grupo de nuestros mártires que derramaron la
sangre.
“Vivimos rogando
por el triunfo de los que pugnan por la Religión y la tradición
española” (Abad Marcel, de Montserrat)
Los monjes de
Montserrat, supervivientes de la persecución, al frente de los
cuales estaba el abad Antonio María Marcel, consiguieron salvarse
huyendo en un barco italiano. A finales de 1937, una docena de ellos
se establecieron en el balneario de Belascoain (Navarra), y Marcel
fue invitado por el ministro Irujo para que la comunidad dispersa
regresara a Montserrat. Pero el abad rechazó categóricamente el
ofrecimiento, declarando que no lo haría hasta que no tuviera
garantías seguras de libertad no solo para el monasterio, sino
también para todas las diócesis de la región catalana, todavía
duramente perseguidas.
En elocuente carta
dirigida al cardenal Gomá, había escrito Marcel desde Roma: “No hay
por qué decir que vivimos con trepidación los acontecimientos de
España, rogando incesantemente por el triunfo de los que pugnan por
la Religión y la tradición española. Aquí estoy con una pequeña
parte de mis monjes, esperando que el Señor nos abra de nuevo las
puertas de la patria para regresar a ella y continuar nuestra tarea
cultual y cultural según convenga a la gloria de Dios e intereses de
la Patria y lo permitan nuestras posibilidades”.
La Iglesia fue la
gran víctima de la cruel persecución republicana, que se saldó con
unos 10.000 mártires de la fe. La síntesis más elocuente de aquella
tragedia la hizo Pío XII en abril de 1939 en estos términos: “Nos,
con piadoso impulso inclinamos ante todo nuestra frente a la santa
memoria de los obispos, sacerdotes, religiosos de ambos sexos y
fieles de todas edades y condiciones que en tan elevado número han
sellado con sangre su fe en Jesucristo y su amor a la Religión
católica.
Las beatificaciones
iniciadas por Juan Pablo II, han seguido con Benedicto XVI, que
elevó a los altares el 28 de octubre de 2007 a 498 mártires de la
persecución religiosa republicana de 1934-38. Otras muchas seguirán
en los próximos años, porque no se trató de caídos en el campo de
batalla como combatientes franquistas, ni tenían nada que ver con la
guerra civil, ya que la persecución iniciada en el verano de 1936 y
culminada en marzo de 1939, había tenido su precedente dos años
antes en Asturias, provocada por socialistas y comunistas, contra
personas que nada tuvieron que ver con el futuro “alzamiento
militar”. Por ello es falso hablar de mártires de la Guerra Civil,
como es falso también afirmar que las beatificaciones son gestos
políticos. En realidad son actos religiosos que, por una parte,
quieren dar gracias a Dios porque dio a personas débiles y humildes
la gracia de afrontar valientemente y perdonando, las torturas y la
muerte para seguir siendo fieles a Cristo, y, por otra, quieren
recordar a los cristianos que la persecución, en sus múltiples
formas, claras u ocultas, es la condición “normal” de la existencia
cristiana en el mundo. Por ello, los mártires nunca han faltado en
la Iglesia y han sido una multitud tan inmensa en el Novecientos,
que ha sido definido “el siglo de los mártires”.
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