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Hace 70 años terminó la persecución religiosa republicana.


   Por Vicente Cártel Ortí  (Historiador). Revista Ecclesia, núm. 3459. Pág. 6 y 7. 28 marzo 2009.


Hay acontecimientos que la memoria histórica nos obliga a recordar puntualmente para que no caigan en el olvido. Se cumplen a finales de marzo los 70 años del final de la persecución religiosa española, que había comenzado en mayo de 1931, con la quema de iglesias y conventos.

Siguió inmediatamente una muy estudiada legislación sectaria y discriminatoria hacia los católicos, que fue creando artificialmente un clima de hostilidad contra la Iglesia, denunciado abiertamente por el Papa, los obispos, el clero y los católicos en general.

La expulsión de los jesuitas en 1932 fue el hecho más grave del primer bienio republicano hasta la revolución social-comunista de 1934 en Asturias con numerosos sacerdotes y religiosos asesinados (9 de los cuales canonizados en 1999). “Con la rebelión de 1934 –dijo Madariaga- , la izquierda española moral perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936”. Las atrocidades del octubre rojo del 34 en Asturias –con destacada intervención de socialistas y comunistas- no permiten considerar aquella revolución como una defensa de libertades, sino como un verdadero ensayo de la futura persecución religiosa.

Entonces faltaban todavía dos años para el “alzamiento militar”, y la Iglesia acataba –aunque de mala gana- la legalidad de una República sectaria, hostil, rabiosamente antirreligiosa y profanadora de los más elementales sentimientos espirituales.

“Deseo vivamente que triunfe Franco” (Cardenal Vidal y Barraquer)

No sorprende, pues, que el cardenal Vidal y Barraquer, que consiguió liberarse de la persecución, intentase “hacer llegar reservadamente y de palabra al general Franco el testimonio de mi felicitación y simpatía y mis sinceros votos por el éxito de la buena causa (…). Deseo vivamente que triunfe Franco…”

Y tampoco sorprende que no quisiera regresar a España hasta que terminara por completo la persecución, que comenzó el 19 de julio de 1936 y se mantuvo de forma ininterrumpida hasta el final del mes de marzo de 1939, con fases alternas de mayor a menor intensidad.

Las primeras semanas fueron de gran ferocidad; raro fue el caso que procuró cubrirse de una sombra de aparato judicial. La detención de la víctima y su traslado inmediato a las afueras de la población, era el único trámite; si no era ya asesinada en el mismo lugar en donde se la sorprendía.

Durante el otoño de 1936 continuó el mismo furor de los meses precedentes, pues se organizó la caza del sacerdote, al ver que se les escapaba la víctima. A todas partes llegó esta acción persecutoria: los domicilios particulares, hoteles, pensiones, calles, plazas y carreteras, estaciones ferroviarias y marítimas, ferrocarriles, buques, autobuses, comercios, locales de espectáculos, parques, campos y montes; a todos los lugares mencionados se extendió la trama y en todos ellos sorprendieron a sacerdotes y seglares, que, aterrorizados ante aquel horrible espectáculo, buscaban un pequeño puerto de salvación. Fue el período de los bandos y pregones, testimonio irrecusable de terror, publicados en numerosas poblaciones, conminando a los vecinos a entregar o denunciar a sacerdotes, religiosos y religiosas que estuviesen escondidos, si no querían exponerse a las más graves penas, de las que n o se excluía la de muerte, en aquel entonces tan prodigada.

“Siempre sin cesar he rogado mucho por el triunfo del general Franco en España” (Obispo Múgica, de Vitoria)

Tampoco sorprende que el obispo de Vitoria, Mateo Múgica, exiliado de España, denunciara con mucha valentía al cardenal Pacelli “los terribles excesos de los nacionales”, pero añadiera que: “Los rojos han cometido crueldades incalificables, que han merecido la execración de toda persona decente … Parecerá minucia y valdrían poco mis oraciones, pero, como a mi Padre, aseguro a Su Eminencia que, siempre sin cesar he rogado mucho por el triunfo del general Franco en España: dos rosarios enteros, momentos, etc”.

La oleada de ferocidad prosiguió su acción y la clandestinidad fue el procedimiento de la mayoría de las ejecuciones hasta finales de 1936, si bien a principios de 1937 la violencia experimentó un ligero declive porque los perseguidos habían ido encontrando manera de eludir los efectos del terror imperante, sobre todo el clero diocesano, y los mismos fieles, reaccionando de la primitiva indiferencia impuesta por el mencionado terror, ofrecían una mayor asistencia a los infortunados sacerdotes y religiosos. Pero en febrero aumentó la persecución y en el mes de marzo se recrudeció aún más.

El 1º de julio de 1937, cuando los obispos publicaron la Carta colectiva –no firmada por Vidal ni por Múgica- el número de víctimas eclesiásticas ascendía a 6.500 en once meses y medio; nunca a lo largo de la historia hubo semejante caza organizada de curas, frailes y monjas; y los templos destruidos eran millares en la zona republicana.

En 1938 mejoró algo el ambiente, debido a las influencias exteriores que lo alimentaban; pero, a pesar de ello, sobre todo en Madrid, Barcelona y Valencia, fueron detenidos muchos sacerdotes, sin otros motivos reales que los delitos de haberlos sorprendido en reuniones privadas de culto, o participar en la organización del socorro económico a los afectados por la persecución.

A principios de 1939 generalmente no se procedió a nuevas detenciones, pero algunos de los que venían sufriendo cautiverio en las cárceles, fueron obligados a salir de ellas y a pie, con un trato inhumano, y después de diferentes jornadas muchos de aquellos prisioneros cayeron por los caminos para no levantarse de nuevo; ante la perspectiva de que recobrasen la libertad, fueron fusilados algunos de ellos en masa, constituyendo el último grupo de nuestros mártires que derramaron la sangre.

“Vivimos rogando por el triunfo de los que pugnan por la Religión y la tradición española” (Abad Marcel, de Montserrat)

Los monjes de Montserrat, supervivientes de la persecución, al frente de los cuales estaba el abad Antonio María Marcel, consiguieron salvarse huyendo en un barco italiano. A finales de 1937, una docena de ellos se establecieron en el balneario de Belascoain (Navarra), y Marcel fue invitado por el ministro Irujo para que la comunidad dispersa regresara a Montserrat. Pero el abad rechazó categóricamente el ofrecimiento, declarando que no lo haría hasta que no tuviera garantías seguras de libertad no solo para el monasterio, sino también para todas las diócesis de la región catalana, todavía duramente perseguidas.

En elocuente carta dirigida al cardenal Gomá, había escrito Marcel desde Roma: “No hay por qué decir que vivimos con trepidación los acontecimientos de España, rogando incesantemente por el triunfo de los que pugnan por la Religión y la tradición española. Aquí estoy con una pequeña parte de mis monjes, esperando que el Señor nos abra de nuevo las puertas de la patria para regresar a ella y continuar nuestra tarea cultual y cultural según convenga a la gloria de Dios e intereses de la Patria y lo permitan nuestras posibilidades”.

La Iglesia fue la gran víctima de la cruel persecución republicana, que se saldó con unos 10.000 mártires de la fe. La síntesis más elocuente de aquella tragedia la hizo Pío XII en abril de 1939 en estos términos: “Nos, con piadoso impulso inclinamos ante todo nuestra frente a la santa memoria de los obispos, sacerdotes, religiosos de ambos sexos y fieles de todas edades y condiciones que en tan elevado número han sellado con sangre su fe en Jesucristo y su amor a la Religión católica.

Las beatificaciones iniciadas por Juan Pablo II, han seguido con Benedicto XVI, que elevó a los altares el 28 de octubre de 2007 a 498 mártires de la persecución religiosa republicana de 1934-38. Otras muchas seguirán en los próximos años, porque no se trató de caídos en el campo de batalla como combatientes franquistas, ni tenían nada que ver con la guerra civil, ya que la persecución iniciada en el verano de 1936 y culminada en marzo de 1939, había tenido su precedente dos años antes en Asturias, provocada por socialistas y comunistas, contra personas que nada tuvieron que ver con el futuro “alzamiento militar”. Por ello es falso hablar de mártires de la Guerra Civil, como es falso también afirmar que las beatificaciones son gestos políticos. En realidad son actos religiosos que, por una parte, quieren dar gracias a Dios porque dio a personas débiles y humildes la gracia de afrontar valientemente y perdonando, las torturas y la muerte para seguir siendo fieles a Cristo, y, por otra, quieren recordar a los cristianos que la persecución, en sus múltiples formas, claras u ocultas, es la condición “normal” de la existencia cristiana en el mundo. Por ello, los mártires nunca han faltado en la Iglesia y han sido una multitud tan inmensa en el Novecientos, que ha sido definido “el siglo de los mártires”.


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