Generalmente cuando llega el
verano, ante la carencia de temas originales para redactar artículos
periodísticos que merezcan el interés público, como es habitual en
estas fechas, determinados rotativos del Sistema que gozan de gran
difusión y sus ínclitos redactores, recurren a una cantera
inagotable de inspiración en momentos de apuro que les permita
rellenar unas cuantas cuartillas con el mínimo esfuerzo mental.
El
franquismo, reiteradamente denostado desde todos los frentes pseudo
democráticos, tras más de tres décadas de su desaparición terrenal,
continúa siendo la fuente temática más socorrida en la que beben
ciertos profesionales de la pluma para encubrir sus lagunas
neuronales.
Aunque su morbosa intención pretende borrar de la Historia una de
las etapas más fructíferas de la España contemporánea –idea absurda
y alucinatoria–, sin darse cuenta, estas mediocridades intelectuales
–pese a tantas diatribas– cada año que pasa, engrandecen y mitifican
la figura del dictador para que no se borre del firmamento
mediático.
Este año del 2009 se han dedicado quince artículos de cierta
extensión a la equívocamente denominada transición, que en realidad
fue una descarada ruptura, auspiciada desde el exterior y llevada a
la práctica merced a la desvergonzada contribución de tantas
deslealtades que se prestaron a la acción desde cotas privilegiadas
de poder, manipulando falazmente a la opinión pública mayoritaria
ajena a lo que se tramaba desde las altas esferas en tan aciagas
circunstancias, en las que nadie pensaba ni deseaba una transición
drástica como la que tuvo lugar.
Gonzalo Fernández de la Mora, una de las mentes más lúcidas del
siglo XX, en su magistral libro “Los errores del cambio”, agotado y
no reeditado, relata exhaustivamente con conocimiento de causa, que
la transición se hizo desde las alturas sin intervención del
ciudadano.
Eduardo Martín de Pozuelo, colaborador de “La Vanguardia”, se dedica
a relatar a la pública opinión, subjetivamente, los acontecimientos
históricos que propiciaron la transición, concediendo un
protagonismo desproporcionado a la exigua oposición nacional,
dividida y desorganizada, prácticamente desconocida en aquellas
fechas, frente a una aplastante mayoría continuista. Fue una
verdadera farsa legal urdida entre los que detentaban el poder en
aquella coyuntura, con apariencia de normalidad constitucional, a
tenor de las personas elegidas digitalmente para ocupar los cargos
de máxima responsabilidad, que en un principio no infundieron
sospechas ni desconfianza alguna, por sus nombres y procedencia
dentro del Régimen.
El
mencionado articulista, fundamenta su tesis en los resultados de la
investigación sobre la transición española a través de los
documentos desclasificados de los gobiernos occidentales, datos
generalmente conocidos por los estudiosos contemporáneos de los
hechos, sin aportar informaciones relevantes nuevas.
Los
anglosajones y las grandes potencias europeas tenían un interés
extraordinario en la definitiva liquidación de la autocracia, que
había transformado superlativamente a España, elevándola en cuatro
décadas a la novena potencia mundial, para implantar un régimen de
libertades que favoreciera con largueza los intereses comunitarios,
en menoscabo de las conveniencias nacionales, como se ha ido
comprobando sucesivamente. Nunca mejor acertada la opinión de
Gonzalo Fernández de la Mora: “A nadie en Europa le interesa que
España sea una gran nación”.
Ciertos iluminados, relacionan el principio de la transición con el
denominado Plan de Estabilización que tuvo lugar en julio de 1959,
impulsado por la entrada en el gobierno de los tecnócratas liderados
por los eminentes ministros Alberto Ullastres, de Comercio y Mariano
Rubio titular de Hacienda, ambos pertenecientes al Opus Dei.
Estadistas académicamente preparados en sus diversas áreas, cuya
gestión se fundamentó en el sacrificio, la eficacia y austeridad por
encima de otros factores coyunturales. Lograron un crecimiento
económico y desarrollo espectacular con favorable repercusión en
todos los ámbitos de la sociedad española.
Políticamente, el Régimen estaba firmemente consolidado –veinte años
después de la Victoria– gozando del fervor y aquiescencia
mayoritaria del pueblo español junto al tácito reconocimiento
internacional. Nadie pensaba en un hipotético cambio en momentos tan
favorables, excepto los profesionales de la política, que viven de
ella, y los resentidos de turno para medrar.
La
mañana del día 20 de diciembre de 1973 estaba visitando en mi
consulta, cuando recibo una llamada telefónica del colega y amigo
Dr. Antonio Yscla Ferris, comunicándome que mientras conducía su
vehículo en dirección a la clínica, oyó por radio la inesperada
noticia del fallecimiento del Presidente del Gobierno, Almirante don
Luis Carrero Blanco, víctima de una explosión en la calle Claudio
Coello de Madrid, saliendo de oír la santa misa en la iglesia de los
padres jesuitas –donde asistía diariamente–, falleciendo al propio
tiempo, el guardia de la escolta y el conductor del vehículo. Con el
presentimiento de un atentado, mi respuesta inmediata al amigo fue:
“Se ha terminado el Régimen”. |
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La
salud de Franco clínicamente fue declinando en poco tiempo.
Científicamente las expectativas de vida eran cada vez más
limitadas. Los eternos enemigos de España conspiraban entre
bastidores desde el exterior, asesorados por la deslealtad interior,
sus pretensiones y aspiraciones ante la próxima desaparición del
Jefe del Estado por causas naturales. Hubiera resultado más fácil
atentar contra el Caudillo, pero a los inductores del magnicidio les
interesaba más en aquellas circunstancias la eliminación fulminante
del personaje fuerte del Régimen, único garante de su continuidad
con plena convicción y fortaleza.
Como en todo crimen de Estado, se localizaron los ejecutores
–finalmente indultados– pero continúa interesadamente la incógnita
de la mano poderosa inductora de la tragedia, compatible
políticamente con una gran conjura internacional de fuerzas ocultas
altamente sospechosas.
Un
crimen perfecto, técnicamente preparado con tiempo suficiente, sin
la mínima suspicacia para detectar lo que se estaba fraguando en el
subsuelo. Demasiadas turbias circunstancias coincidentes durante
aquellas fechas en el asesinato que no siendo fruto de la
improvisación, sugiere causas mayores.
A
partir de tan dantesco homicidio cambia la situación, iniciándose la
ruptura maquiavélicamente
estructurada y cautelosamente desarrollada con perfidia, intriga y
astucia para no infundir sospechas entre los españoles adictos al
régimen autoritario, ajenos a lo que se amasaba en las alturas.
Según me consta, por haberlos conocido, determinados altos cargos,
cuyo currículum consistía en el funcionariado permanente
postuniversitario –sin haber ejercido privadamente su carrera
profesional– comenzaban a labrarse el porvenir aproximándose con
fruición a quienes pudieran favorecerles políticamente en el futuro
inmediato que se vislumbraba a corto plazo.
Tras el fallecimiento del Generalísimo el día 20 de noviembre de
1975, los acontecimientos previstos por la ingratitud humana, se
precipitaron rápidamente hacia la ruptura, pactada y consensuada
desde el exterior a espaldas del pueblo español. Paulatinamente
fueron socavándose los cimientos del Estado fruto de la Victoria
nacional, que había superado favorablemente todas las circunstancias
adversas surgidas al término de la Segunda Guerra Mundial, con el
asfixiante aislamiento internacional a que fuimos sometidos por las
naciones unidas tras la conferencia de Yalta y Postdam, retirando
los embajadores y toda clase de ayudas. La Providencia Divina no
permitió una invasión aliada para derrocar violentamente el Régimen,
como preconizaban y deseaban sus enemigos más recalcitrantes.
Las
utópicas y delirantes ambiciones borbónicas de Don Juan de restaurar
la monarquía con la derrota del Eje, en aquellas circunstancias
históricas eran irrealizables. Hubieran desencadenado una nueva
guerra civil de resultados catastróficos. El Alzamiento nada tuvo
que ver con problemas dinásticos. Se trataba de salvar a España de
la hecatombe en la que nos había sumergido la Segunda República,
fundando un Estado nuevo, firme y aséptico a las triquiñuelas
políticas que habían dinamitado hasta entonces la patria.
El
ministro de Franco y director de los Planes de Desarrollo Económico,
Laureano López Rodó, afirmaba: “Creo que es uno de los estadistas
más importantes que España ha tenido a lo largo de la Historia”.
Los
protagonistas que asumieron personalmente la iniciativa de la
denominada transición, se encargaron de fragmentar la nación en
comunidades o nacionalidades –que actualmente sufrimos las
consecuencias financieras desastrosas– y de reivindicar a los
jerifaltes que perdieron la guerra, ocultos en sus madrigueras
internacionales, ofreciéndoles a domicilio la rehabilitación de sus
cargos, prescindiendo de los antecedentes punibles pendientes.
Regresaron a España como héroes y aire triunfal victorioso con voz y
mando de presuntos vencedores de la contienda, por entreguismo
asombroso de quienes jamás debieron prestarse a tamaña bajeza y
deslealtad, porque tenían el poder y la capacidad legal para
impedirlo. Actitud arbitraria, sorprendente e irresponsable, que
motivó la dimisión de los ministros militares De Santiago y Pita da
Veiga, sembrando profundo malestar en el Ejército, desvinculándose
del nuevo Sistema ex ministros y altos cargos que sirvieron con
honradez y vocación a la dictadura.
El
enemigo con su habitual sagacidad genéticamente adquirida, se ha ido
situando estratégicamente en los puntos neurálgicos del nuevo
Sistema cómodamente afianzados, de los que difícilmente serán
descabalgados electoralmente. Existen precedentes históricos de su
negativa al abandono del poder, utilizando todos los subterfugios
inimaginables para permanece en él. Recordemos el 6 de octubre de
1934, al no aceptar el triunfo electoral de los conservadores.
Resumiendo, la denominada transición tan magnificada y catalogada de
modélica en el exterior, fue una rotunda ruptura falazmente
consensuada entre bastidores.
Gonzalo Fernández de la Mora se expresa en los siguientes términos:
“El cambio político no fue una exigencia popular, sino una decisión
desde arriba que se caracteriza por una serie de errores: la
destrucción de la derecha cuyo espacio ocupó temporalmente el
centrismo ficticio; la relegación de los problemas económicos; una
constitución parlamentaria y autonómica que dificulta la gobernación
y afecta a la unidad nacional; la politización de la justicia y la
Administración con el consiguiente detrimento del Estado de Derecho;
la permisividad delictiva y la amnistía a terroristas; la subversión
de valores morales; la desviación de los recursos nacionales hacia
el gasto público consuntivo para remunerar a una clase política
creciente; el estancamiento de la renta nacional, el endeudamiento y
la descapitalización del país que descendió en el “ranking”
internacional. En suma, en la historia contemporánea de España el
impuesto cambio ha sido una de las operaciones políticas que arroja
un saldo socio-económico mas negativo”.
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