El
día de la Victoria.
Por José Luis
Díez.
“Nuestra
Victoria no ha sido de una persona, ni de un partido; nuestra
Victoria ha sido la Victoria de la fe, de las tradiciones, de los
hogares, del campo y de la ciudad, de la fabrica y del trabajo, de
pobre como del rico, triunfo de todos y derrota de la anti-España”. Con
estas lacónicas palabras pronunciadas por
Francisco Franco, quedaba resumido y sellado aquel último
parte de guerra, que hoy recordamos con la alegría de haberlo
podido escuchar en aquel preciso momento histórico de primero de
Abril de 1939, mientras hoy afloran en nuestros ojos las lágrimas
que producen el olvido en tantos españoles, que a pesar de que
tuvieron la gracia de Dios de nacer y vivir en esa paz maravillosa y
fecunda, fruto de la Victoria, que les proporciono ser lo que son, y
que hoy la silencian, permitiendo incluso el ultraje a su memoria o tergiversan
los hechos que hicieron posible pasar a nuestro pueblo desde una
Nación en ruinas a ser una Patria en pleno auge y desarrollo, y que
cuyos beneficios se derramaron tanto más cuanto más se
necesitaban, siendo precisamente las clases trabajadores, en todos
los órdenes las más directamente beneficiadas.
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Esa
evolución y progreso fue posible por la fortaleza de aquel primero
de Abril de 1939 que amaneció con una completa Unidad Católica y
Territorial. Y esa Unidad, con profundas raíces en la Historia y en
la Tradición, se hizo más recia y firme en aquellos años merced
al sacrificio de los que primeramente combatieron en nuestra
gloriosa Cruzada, dando ese primer paso adelante para resolver aquella
triste herencia, que nos legaba una Nación económicamente
atrasada, con una masa de obreros, crecientes en muchas provincias
españolas, carentes de trabajo; un campo atrasado y una
industrialización incipiente y pobre. Aquellos españoles,
enarbolando la bandera de una voluntad constante se enfrentaron, con
su trabajo diario. a tan singlar problema, dando al mundo una lección
de patriotismo si tacha, haciendo gala, con su tensón y abnegación
inigualables, de que no caerían en flaquezas del desaliento, de tan
acusado alcance en los derrotados, y así dominar las
innumerables dificultades y tensiones creadas por los que no han
sabido, aún hoy, asimilar su derrota. Y sin dar un paso atrás,
supieron cumplir con su
deber y acabar las tareas a ellos encomendadas con ansias de mejora
y perfección
Hoy
se alzan necias voces tratando se sembrar la confusión y
desacreditar con falsedades y engaños las muchas verdades y las
justas e infinitas razones que movieron a los españoles honrados a
alzarse en Santa Cruzada. Hay gentes mezquinas que quieren
justificar con frías estadísticas exentas de humano agradecimiento
el paso y el definitivo acabamiento de aquellas inigualables
generaciones de españoles nacionales que tomaron parte en la
Cruzada. Y para ello, han pretendido encasillarlos como si todos
fuesen marqueses, condes, vaticanistas, aristócratas y
terratenientes ansiosos de los bienes ajenos, y codiciosos
explotadores-opresores del “pueblo”, vocablo éste, que se
apropiaron las internacionales para encasillar, no al inexistente
Ejercito Republicano, que había sido suprimido, antes de la
contienda, por Azaña en la Remonta de Madrid, sino a los
rojos milicianos, a los chequistas, a
los brigadistas y a las mesnadas del
amanecer.
Pero
es hora de que proclamemos la verdad sobre
los combatientes nacionales. En justicia fueron la flor y
nata de la mejor generación española, el laureado emblema de los
valores patrios y la esencia distintiva de las virtudes hispanas.
Por ello, es necesario que hagamos frente a las propagandas
tramposas y fuleras que solo pretender tergiversar y adulterar la
verdad cargándonos con el sambenito propio de su rencor, envidia e
impotencia, porque la
realidad es que en las filas del Ejercito Nacional estaban formadas
de militares, bachilleres, universitarios, albañiles, peones,
fontaneros, metalúrgicos, mecánicos, labriegos y campesinos, tan
obreros como los llamados “pueblo”, con la única diferencia de
que sus cualidades juveniles e ilusiones estaban llenas de nobles
ideales, que les hicieron combatir no por honores y riquezas; no por
propiedades ni por futuros beneficios,
como hoy se mueve una gran parte de la juventud; no, aquella
juventud luchó por unos principios de moral básicos, sin los
cuales una sociedad sucumbe irremisiblemente como se extingue el
cuerpo humano si se le deja sin sangre en las venas o sin oxígeno
en los pulmones.
Soy
consciente de que la España del 2007 no pude ser igual a la del 36,
y aunque no soy inmovilista ni estoy anclado fijamente a sensibles
nostalgias del pasado, considero y sostengo que aquellos ideales
inmutables de Dios y de Patria, por los que se luchó, son, incluso
hoy, precisos e indispensables para la vida de una nación y perfectamente
compatibles con una honrada prosperidad de la Patria en su
desarrollo, ambiente, usos y costumbres, ya que no basta la rápida
evolución técnica, ni el cacareado progreso material que solo se
preocupan de elevar el nivel de vida, olvidando que el hombre es el
conjunto de alma y de cuerpo, y por encina de todo lo material,
estará siempre la fe en Dios y el amor a la Patria. Dos amores en
los que radica el bienestar espiritual, complementaria razón del
material, por los que combatieron la mejor juventud española, alzándose
con la Victoria sobre el comunismo internacional. Esa es la
realidad, la pura verdad que no perdonan, aún hoy, porque a 68 años
vista no la han digerido.
En
esta fecha gloriosa de la Victoria, cimentada en los eternos valores
del espíritu y forjada con la sangre de los que fueron héroes
y mártires de la Cruzada, nuestra gratitud y lealtad. Y para esos
muchachos, hoy ancianos de almas juveniles, artífices de la
Victoria, nuestro brindis y nuestro aplauso, porque mantuvieron incólume
la defensa de esos nobles ideales, que supieron, primeramente,
defenderlos sin ira para tremolar después las banderas victoriosas,
que hicieron posible, en esa paz maravillosa de treinta y seis años
inolvidables, la Unidad española
de todo y de todos, que hoy intentan romper en sus hombres,
en sus tierras, en su historia y hasta en su devenir.
Pidamos
a nuestra Capitana, la Virgen del Pilar, que, arrimados a Ella,
podamos recuperar una juventud generosa y plena de amor a Dios y a
la Patria, semejante a la que,
con viril empuje, fue capaz de enarbolar la bandera de la
Victoria aquel primero
de Abril de 1939.
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