El día de la Victoria.
Por
José Luis Díez.
01/04/2007.
“Nuestra
Victoria no ha sido de una persona, ni de un partido; nuestra Victoria ha sido
la Victoria de la fe, de las tradiciones, de los hogares, del campo y de la
ciudad, de la fabrica y del trabajo, de pobre como del rico, triunfo de todos y
derrota de la anti-España”. Con
estas lacónicas palabras pronunciadas por
Francisco Franco, quedaba resumido y sellado aquel último parte de
guerra, que hoy recordamos con la alegría de haberlo podido escuchar en aquel
preciso momento histórico de primero de Abril de 1939, mientras hoy afloran en
nuestros ojos las lágrimas que producen el olvido en tantos españoles, que a
pesar de que tuvieron la gracia de Dios de nacer y vivir en esa paz maravillosa
y fecunda, fruto de la Victoria, que les proporciono ser lo que son, y que hoy
la silencian, permitiendo incluso el ultraje a su memoria o tergiversan
los hechos que hicieron posible pasar a nuestro pueblo desde una Nación en
ruinas a ser una Patria en pleno auge y desarrollo, y que cuyos beneficios se
derramaron tanto más cuanto más se necesitaban, siendo precisamente las clases
trabajadores, en todos los órdenes las más directamente beneficiadas.
Esa
evolución y progreso fue posible por la fortaleza de aquel primero de Abril de
1939 que amaneció con una completa Unidad Católica y Territorial. Y esa
Unidad, con profundas raíces en la Historia y en la Tradición, se hizo más
recia y firme en aquellos años merced al sacrificio de los que primeramente
combatieron en nuestra gloriosa Cruzada, dando ese primer paso adelante para
resolver aquella triste herencia, que nos legaba una
Nación económicamente atrasada, con una masa de obreros, crecientes en muchas
provincias españolas, carentes de trabajo; un campo atrasado y una
industrialización incipiente y pobre. Aquellos españoles, enarbolando la
bandera de una voluntad constante se enfrentaron, con su trabajo diario. a tan
singlar problema, dando al mundo una lección de patriotismo si tacha, haciendo
gala, con su tensón y abnegación inigualables, de que no caerían en flaquezas
del desaliento, de tan acusado alcance en los derrotados, y así dominar las
innumerables dificultades y tensiones creadas por los que no han sabido, aún
hoy, asimilar su derrota. Y sin dar un paso atrás, supieron cumplir con
su deber y acabar las tareas a ellos encomendadas con ansias de mejora y
perfección
Hoy
se alzan necias voces tratando se sembrar la confusión y desacreditar con
falsedades y engaños las muchas verdades y las justas e infinitas razones que
movieron a los españoles honrados a alzarse en Santa Cruzada. Hay gentes
mezquinas que quieren justificar con frías estadísticas exentas de humano
agradecimiento el paso y el definitivo acabamiento de aquellas inigualables
generaciones de españoles nacionales que tomaron parte en la Cruzada. Y para
ello, han pretendido encasillarlos como si todos fuesen marqueses, condes,
vaticanistas, aristócratas y terratenientes ansiosos de los bienes ajenos, y
codiciosos explotadores-opresores del “pueblo”, vocablo éste, que se
apropiaron las internacionales para encasillar, no al inexistente Ejercito
Republicano, que había sido suprimido, antes de la contienda, por Azaña en la
Remonta de Madrid, sino a los rojos
milicianos, a los chequistas, a los
brigadistas y a las mesnadas del
amanecer.
Pero
es hora de que proclamemos la verdad sobre
los combatientes nacionales. En justicia fueron la flor y nata de la
mejor generación española, el laureado emblema de los valores patrios y la
esencia distintiva de las virtudes hispanas. Por ello, es necesario que hagamos
frente a las propagandas tramposas y fuleras que solo pretender tergiversar y
adulterar la verdad cargándonos con el sambenito propio de su rencor, envidia e
impotencia, porque la realidad es
que en las filas del Ejercito Nacional estaban formadas de militares,
bachilleres, universitarios, albañiles, peones, fontaneros, metalúrgicos, mecánicos,
labriegos y campesinos, tan obreros como los llamados “pueblo”, con la única
diferencia de que sus cualidades juveniles e ilusiones estaban llenas de nobles
ideales, que les hicieron combatir no por honores y riquezas; no por propiedades
ni por futuros beneficios, como hoy
se mueve una gran parte de la juventud; no, aquella juventud luchó por unos
principios de moral básicos, sin los cuales una sociedad sucumbe
irremisiblemente como se extingue el cuerpo humano si se le deja sin sangre en
las venas o sin oxígeno en los pulmones.
Soy
consciente de que la España del 2007 no pude ser igual a la del 36, y aunque no
soy inmovilista ni estoy anclado fijamente a sensibles nostalgias del pasado,
considero y sostengo que aquellos ideales inmutables de Dios y de Patria, por
los que se luchó, son, incluso hoy, precisos e indispensables para la vida de
una nación y perfectamente
compatibles con una honrada prosperidad de la Patria en su desarrollo, ambiente,
usos y costumbres, ya que no basta la rápida evolución técnica, ni el
cacareado progreso material que solo se preocupan de elevar el nivel de vida,
olvidando que el hombre es el conjunto de alma y de cuerpo, y por encina de todo
lo material, estará siempre la fe en Dios y el amor a la Patria. Dos amores en
los que radica el bienestar espiritual, complementaria razón del material, por
los que combatieron la mejor juventud española, alzándose con la Victoria
sobre el comunismo internacional. Esa es la realidad, la pura verdad que no
perdonan, aún hoy, porque a 68 años vista no la han digerido.
En
esta fecha gloriosa de la Victoria, cimentada en los eternos valores
del espíritu y forjada con la sangre de los que fueron héroes y mártires
de la Cruzada, nuestra gratitud y lealtad. Y para esos muchachos, hoy ancianos
de almas juveniles, artífices de la Victoria, nuestro brindis y nuestro
aplauso, porque mantuvieron incólume la defensa de esos nobles ideales, que
supieron, primeramente, defenderlos sin ira para tremolar después las banderas
victoriosas, que hicieron posible, en esa paz maravillosa de treinta y seis años
inolvidables, la Unidad española de
todo y de todos, que hoy intentan romper en sus hombres, en sus tierras, en su
historia y hasta en su devenir.
Pidamos
a nuestra Capitana, la Virgen del Pilar, que, arrimados a Ella, podamos
recuperar una juventud generosa y plena de amor a Dios y a la Patria, semejante
a la que, con viril empuje, fue
capaz de enarbolar la bandera de la Victoria aquel
primero de Abril de 1939.
Artículo de opinión extraído de la página: www.generalisimofranco.com