Al finalizar el ahora llamado
“anterior Régimen”, con el haraquiri de las Cortes y el advenimiento
de la transición (palabra a la que le sobran las letras ns),
se apuntaron al sol que más calentaba en aquellas calendas, una
pléyade de franquistas que cambiaron de camisa, de chaqueta y de
todo lo que fuera necesario, para convertirse en demócratas de
toda la vida.
Uno de estos conversos y trepadores
fue Fernando Onega. Natural de Mosteiro (Lugo) nació el 16 de junio
de 1947. Licenciado en Periodismo y Ciencias Políticas, fue
subdirector del diario Arriba y comentarista político de
Pueblo. En el periódico falangista, fundado y dirigido por José
Antonio Primo de Rivera, firmaba los artículos que le dictaba un
ministro del Movimiento. Aprovechó el servicio militar para
transformarse en el jefe de Prensa de la Jefatura Provincial del
Movimiento de La Coruña, pasando por su tarea como jefe Nacional de
los Servicios de la Guardia de Franco y asesor político del
lugarteniente general de aquella organización.
Ya cuando “aquello” se acabó se
dedicó con todas sus fuerzas a proclamarse paladín del pensamiento
democrático, acaparando prebendas y puestos de trabajo, siendo
nombrado por el señor del “puedo prometer y prometo” (una vez que
“quemó” su vistosa chaqueta blanca y su camisa azul), director de
Prensa de Presidencia del Gobierno de UCD y en su estrecha
colaboración con don Adolfo Suárez, le redactó alguno de sus
discursos más conocidos.
Director del diario YA, de
los servicios informativos de la Ser y la Cope;
dirigió el departamento de Información y Relaciones Externas de
Radio Televisión Española; comentarista político en diversos medios
de comunicación; presentador de Telediarios y director de Onda Cero
de donde fue destituido al cabo de un año de actuación.
Pues bien, este preclaro y
entusiasta demócrata, a la muerte del Generalísimo Franco escribió
el siguiente artículo:
«Eran kilómetros de
españoles ante su Capitán muerto, que había muerto ejemplarmente,
como nunca habían muerto los dictadores. Manuel Vargas Romero,
anciana de 77 años, decía a un periodista: “La tierra todo lo traga.
Sólo se deja de tragar la virtud. Es lo que le ha pasado a este
hombre”. Y luego aquellos niños: “Somos doce hermanos. Venimos
porque nunca le hemos visto personalmente, y queremos despedirnos de
él”. Y después, las famosas, como Lola Flores: “Ya que él ha hecho
tanto por nosotros, lo menos que podemos hacer es molestarnos un
poco por él. Molestarnos un poco por él”. Hasta doce horas hizo cola
el pueblo de Madrid para poder pasar tres segundos ante el cadáver
de su Alcalde perpetuo. Hasta doce horas bajo el frío de las noches
de noviembre, nobles gentes que le arrancaban tiempo al sueño y a su
familia y a su trabajo para expresar visiblemente su agradecimiento.
A ellos habría que añadir los millones de personas que se
emocionaron ante el televisor. Y habría que añadir, por supuesto, a
cuantos pensaban como estos encuestados por televisión, que hacían
esfuerzos sobrehumanos por contener las lágrimas. |
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Los testimonios gráficos de dolor
fueron incontables, desde aquel viejo legionario que dejó ante el
túmulo, como último homenaje, su gorro de combatiente con un sonoro
“Adiós, mi General”. O aquel otro, que después de la espera y el
cansancio, cayó muerto en el instante en que saludaba de la forma
más sincera que había aprendido: con el brazo en alto. Luego, en
torno a la Armería estaban las coronas. Todas las enviadas desde
todos los lugares del mundo, y muchas anónimas, sin firma alguna,
que se limitaban a decir como una: “Velar supiste la vida de tal
suerte, que viva queda en tu muerte”. Era, seguramente, de un
miembro del pueblo llano que sabía que su nombre no añadía nada al
ya inmenso dolor popular.
El pueblo de Madrid recibió en
aquellas fechas el certificado de ese tópico político que se llama
la “mayoría de edad”. Pero, tópico y todo, hay que referirse a él.
Pese a la emoción de las horas, pese a la enorme simbología de
cuanto aquí se cuenta, pese a la aglomeración humana en el cinturón
de silencio que se había establecido en la zona colindante con el
Palacio de Oriente, hay que dejar escrito que no se produjo ni un
solo incidente de orden público, ni siquiera una escena de
histerismo. Bien valía el testimonio de aquellos días para gritar
una vez más: “Dios, qué buen vasallo...” Esta vez, sin embargo,
había que cambiar la segunda parte del verso del poema del “Mío
Cid”. En cualquier caso, Madrid, en aquellos días, estaba siendo la
capital del dolor: de un gran dolor nacional.
Todo cuanto se ha dicho en las
líneas anteriores se puede repetir para la histórica jornada del día
23. A las siete de la mañana de ese día, se terminaron las
manifestaciones de dolor ante el féretro. Pero Madrid se volvió a
volcar para decirle adiós a Franco cuando ya su cuerpo abandonaba
definitivamente el casco urbano para recibir sepultura en el Valle
de los Caídos. Se había preparado un gran estrado para el funeral,
con 632 asientos. Al frente estaba, como un símbolo de luto de la
ciudad, el rostro triste de doña Carmen Polo de Franco.
La mañana del día 23 enmarcó un
impresionante espectáculo de respeto y dolor. Desde la plaza de
Oriente a la Moncloa, las calles de la capital de España eran, una
vez más, un símbolo. Lucía el sol, y el paisaje se había vestido de
ropas amarillas en sus
árboles. Cuando Europa tiritaba bajo una ola de frío, la televisión
en color les servía el impresionante testimonio de un paisaje urbano
que lo había hecho bello justamente una obra de gobierno que en
aquellos instantes terminaba.
Rodeado por el Regimiento de la
Guardia que tanto le había acompañado, la plaza de España, el Jardín
de la Montaña, Ferraz, Rosales, Moncloa, la Ciudad Universitaria
fueron los últimos lugares por los que pasó su cuerpo ya sin vida.
Era, precisamente, el Madrid que había hecho Franco: el Madrid de
las estampas modernas, del nivel de vida alto, de unos centros de
formación superior que durante su mandato se habían terminado. En el
Arco de Triunfo de la Moncloa, donde la ciencia le rinde homenaje a
las Fuerzas allí vencedoras, Madrid despidió a Franco. Despidió su
cuerpo, porque su sentido de la vida, de la política y, sobretodo,
de la eficacia, que ahora pasaban al reino de la Historia, quedaría
grabado para siempre en aquellas gentes que con tanta devoción,
cariño y agradecimiento ahora le despedían.
Mientras tanto, no sólo de dolor
vivió la ciudad en aquellas fechas inolvidables. Al tiempo que éste
se hacía presa de los corazones, nacía la esperanza: Madrid, al
mismo tiempo, se convertía en capital de la esperanza. ¿Y qué daba
pie para pensar en ella? Sencillamente, lo que dejaban ver los ojos:
los testimonios del pueblo. Aquel pueblo madrileño que, agolpado en
las aceras, asistía al entierro o guardaba largas horas de cola, era
lo que fundamentaba la esperanza de que Franco había dejado una
sociedad madura, preparada para emprender una nueva etapa.
Setecientos periodistas de todo el
mundo se habían dado cita en la capital de España para asistir a los
solemnes actos. Las crónicas que aquellos días se publicaban en
todos los periódicos del mundo tenían acuñada una frase: España
estaba naciendo a la democracia. Hasta ahora, Franco significaba la
confianza, además del poder. A partir del momento de su muerte, la
capacidad de decisión se trasladaba a otras esferas: comenzaban a
jugar las instituciones, comenzaba a pensarse en la capacidad de
decisión del pueblo por sistemas democráticos. Todo esto se producía
sin la menor alteración, porque, efectivamente, así estaba previsto
en la legislación que Franco había creado o inspirado. El Rey
inauguraba un nuevo estilo que, en lo visible, ya se había
manifestado cuando llegó ante el féretro de Franco, y no permitió
que el desfile de madrileños se paralizase mientras él oraba ante el
túmulo.
Pero lo que importaba en aquellas
horas era el sustento de la base. La gran verdad es que la presencia
del pueblo y su enorme testimonio de madurez era el que hacía
concebir todas las esperanzas que los periódicos resumían.
Las emisoras de radio, conectadas a
Radio Nacional de España, seguían transmitiendo música fúnebre.
Centenares de taxistas llevaban crespones negros en sus automóviles.
Muchos balcones particulares lucían la Bandera nacional con un
crespón en el centro. Lo mismo ocurría en establecimientos
comerciales. Madrid exteriorizaba su luto de la forma más visible
que podía.
Sin embargo, a las once de la
mañana, el pueblo madrileño acudió a la Carrera de San Jerónimo, al
paseo del Prado y a otras calles para vitorear al Rey, que prestaba
juramento ante las Cortes Españolas, reunidas en sesión plenaria
conjunta con el Consejo del Reino. A la salida de la Cámara
Legislativa, Madrid gritó, por primera vez en muchos lustros, “Viva
el Rey”. Había alguna pancarta con esa leyenda. El Rey, en su
mensaje, había abierto un nuevo y apasionante capítulo de la
Historia. Llamaba a la concordia nacional, invitaba a todos los
españoles, hablaba de un orden justo, negaba los privilegios y
prometía que todas las causas serían escuchadas. Resumiendo el
ambiente popular después del solemne acto, el diario “Arriba”
escribió: “Después de la proclamación, ya en la calle, los Reyes de
España sintieron cerca la voz amiga del pueblo. Los vítores, las
esperanzas, el cariño, todo se fundía en torno a Don Juan Carlos y
Doña Sofía. El Rey caminaba en su coche, mirando al frente a sus
gentes, con el semblante firme, preparado para el futuro, mientras
las cámaras se movían en su torno. En el coche posterior, la Infanta
Cristina sonreía al futuro”.
Pero si grandes fueron las
manifestaciones populares este día, mayores han sido el 27, fecha en
que se celebró la exaltación del Monarca en la iglesia de los
Jerónimos. Fue, otra vez, un plebiscito, también como respuesta a la
invitación que había hecho el alcalde de Madrid en su último bando.
Los vítores a los Monarcas, cuando llegaron a la iglesia, sólo
fueron silenciados por los acordes del Himno nacional. A la salida,
el mismo impresionante recibimiento. Por el paseo del Prado, en
Cibeles, en la calle de Alcalá, por la Gran Vía, plaza de España,
calle Bailén, plaza de Oriente, el pueblo madrileño vitoreaba a sus
Reyes. Flameaban los pañuelos, enroquecían las gargantas, sonaban
ininterrumpidamente los aplausos, acompañando al Rey y a la Familia
Real en su recorrido hacia el palacio, donde iba a tener lugar el
almuerzo y la recepción a los hombres de gobierno que habían llegado
de todo el mundo.
En la plaza de Oriente, convertida
otra vez en plaza de España, en corazón de España, el pueblo estaba,
como siempre, para manifestar sus lealtades. Arriba, en los
balcones, Europa miraba a través de sus ojos más ilustres: el esposo
de la reina de Inglaterra, el presidente de la República Francesa,
el presidente de Alemania Federal... Sin duda, para ellos, el
espectáculo del pueblo de Madrid, en su expresión de fidelidad, era
un espectáculo que nunca habían contemplado. Repetidas veces
tuvieron que salir los Reyes al balcón, reclamados por la ingente
multitud. Y Europa, allí mismo, sin intermediarios, contemplaba a
este pueblo, que, una vez más, la tercera vez en dos meses, marcaba,
con su presencia, un rumbo, y demostraba el fuerte apoyo social con
que nacía la Monarquía.
El carácter histórico de estos días
queda demostrado por la propia magnitud de los acontecimientos. Pero
repito que, en el futuro, ni una sola línea de esta historia se
podrá escribir sin poner por delante el ejemplar comportamiento del
pueblo madrileño. Vivió, en muy pocos días, momentos de dolor,
momentos de ansiedad, momentos de alegría. No importaban estos
estados de ánimo. Lo que quedó como dato y como enseñanza fue el
patriotismo» (Diario Arriba, 21 de noviembre de 1975).
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