Durante la posguerra mundial existió algo llamado reeducación:
fue la idea de que el pueblo alemán debía pensarse de nuevo a sí
mismo, renunciando a su pasado, pues en él estaban contenidos los
gérmenes de lo que llegó a ser el nazismo. Toda manifestación de
germanofilia fue por ello mirada con recelo e incluso combatida.
Impulsado por los vencedores de la guerra, fue un proceso que
benefició sobre todo a la izquierda, pues, por un lado, permitió
correr un velo sobre los crímenes del comunismo; pero, además, el
pensamiento que más a mano tenían los alemanes para reinventarse era
el neomarxismo de los Adorno, Marcuse
y demás.
Ver
a esta luz la política española del posfranquismo resulta
esclarecedor. En este caso, la izquierda no ha sido sólo la
beneficiaria, sino la impulsora de una reeducación de los
españoles en la que el fantasma de Franco y el
franquismo venía a representar el papel de Hitler
en el caso europeo. Si a España no la había de reconocer ni la madre
que la parió, en frase textual del más guay de sus
reeducadores, todos los mitos hispánicos que el franquismo hizo
suyos habían de acompañarle a la gehenna de la historia, igual que
todo lo germánico había de ser enterrado con Hitler.
El modo vergonzante en que España trata hoy a su Santo Patrono,
arrinconado en una autonomía y privado de su condición de fiesta
nacional, entra de lleno en esa lógica. Y lo triste es que la
derecha, política y social, se ha sumado al experimento con la
cabeza gacha, exactamente como el pueblo alemán cuya culpa colectiva
no dejó de ser cebada por los vencedores, e ignorando que fue ella,
la derecha, quien venció al totalitarismo con las armas y quien, a
la postre, trajo la democracia.
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