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Actualizada: 20 de Noviembre de 2.007.  

 
 
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 Francisco Franco: entre el odio y la ingratitud.


Por don Ricardo Pardo Zancada.


En este 20 de noviembre se cumplen treinta y dos años del fallecimiento de Francisco Franco Bahamonde, el gran patriota y excelente militar que fuera Caudillo de España y Jefe del Estado español entre 1936 y 1975. Con ese motivo, el que ya puedo llamar mi amigo, director de este excelente periódico digital, me pide una colaboración a la que me presto encantado.

Muy poco después de ponerse en marcha en nuestro país la reforma política conocida como la Transición, elogiada por tantos y que en mi modesto parecer – espero que se me disculpe – constituye la raíz de no pocos de nuestros males actuales, se inició la demolición de la figura del hombre que había sabido devolverle la paz a España, tras una cruenta guerra de tres años contra la locura revolucionaria que había acabado con la II República; que logró desarrollar al país llevándolo desde una situación de penuria total y flagrantes desigualdades sociales hasta hacerlo ocupar el puesto de décima potencia industrial del mundo; y que había aportado a la convivencia nacional una clase media hasta entonces prácticamente inexistente y una seguridad social tan avanzada que podía contarse entre las mejores del mundo. Sólo esas tres pinceladas de una labor ingente.

En la relación con el mundo exterior, a la etapa inicial de aislamiento, pronto sucedería una fértil relación con los demás países de nuestro entorno y muy especialmente con los Estados Unidos de América, tan en el punto de mira de la inquina de la izquierda española, quizá por ese sólo hecho. Porque no nos engañemos, ninguna de las Internacionales, comunismo, socialismo o anarquismo, pudo olvidar o perdonar que Franco logró la victoria frente a sus fuerzas, ya nacionales o foráneas. El 1 de abril de 1939 se producía la primera derrota clara de esas fuerzas en una guerra en campo abierto.  

Y este hecho, esa flagrante derrota suele exhibirse como motivo y razón fundamental de la persecución a todos los niveles contra la figura de Francisco Franco. Persecución protagonizada incluso por personas que ni siquiera fueron sus contemporáneos o aquellas cuyo ideario no justifica ese odio casi irracional. Ejemplos los hay para aburrir al lector. Quienes hoy representan la derecha o si ellos lo prefieren el centro democrático se hacen cruces si les tachan de franquismo; de la izquierda socialista o comunista no hay ni que hablar: la mentira es su arma ya que es suya propia la relativización de la verdad. No hace mucho, un escritor conservador como Juan Manuel de Prada calificaba a Franco de botarate en uno de sus artículos en ABC. Otro, también joven, Javier Cercas, premiado por su obra “Soldados de Salamina”, pone en boca de uno de sus personajes esta definición de Franco: ”el militar gordezuelo, afeminado, incompetente, astuto y conservador” (Pág. 86). Basten esos dos botones de muestra. Por cierto este último autor calificaba a los colaboradores del Jefe del Estado como ”un puñado de patanes (que) luchó durante cuarenta años de pesadumbre por justificar su régimen de mierda". ¿Hay quien dé más?

Y, sin embargo, no creo que sea el odio marxista la única fuerza que actúa en la demolición de una figura que es histórica por mucho que tantos se empeñen, hoy hasta con una ley mendaz, en hacerla desaparecer. No puede ser sólo eso. Entre otras razones, porque no todo el pueblo español está poseído de esa inquina antifranquista a pesar del lavado de cerebro a que se le está sometiendo desde su paso por las clases de la propia enseñanza primaria.

Se da a mí entender otra componente enraizada quizá en aquellos vicios de nuestro carácter colectivo a los que el propio Franco se refería como nuestros “demonios familiares”.  Si cualquiera se fija en las calles y plazas de nuestras ciudades podrá reparar en un fenómeno tan curioso como triste. Abundan los monumentos y estatuas a quienes se sublevaron contra su patria. Son varios, valga como ejemplo, los erigidos a José Francisco San Martín, el Libertador, artífice de la independencia de esa querida nación que es Argentina. También existen los de Bolívar, venezolano, hijo de vascos, que logró la independencia de Venezuela o a Rizal, el que consigue la de Filipinas y cuenta en Madrid con uno de sus más amplios paseos y un monumento que hubieran merecido de tal dimensión no pocos héroes de nuestra historia. Pero nos costará trabajo, por ejemplo, encontrar en nuestras calles efigies de Hernán Cortés, Pizarro, Valdivia, y esa amplia nómina de conquistadores y colonizadores de la América hispana. O de generales como Castaños, Prim, Primo de Rivera (Miguel y Fernando) o de figuras populares cuya nómina es asimismo extensa.

Para que nadie pueda calificar estas líneas de sectarias, haré constar que entiendo perfectamente el orgullo de sus compatriotas por aquellas figuras que protagonizaron la independencia de sus respectivos países. En la visita que realicé a Argentina en el otoño del 2000 visité el regimiento San Martín, legítimo orgullo de los argentinos. Pero San Martín, fue teniente coronel de Caballería en el ejército español de su tiempo y se sublevó contra España. ¿Por qué monumentos aquí?

A lo largo de estos últimos años, en una acción que me parece tan irracional como absurda, se han ido demoliendo los monumentos ecuestres o de otro carácter erigidos a Franco, en muchos casos por suscripción popular.  El primero, que puedo recordar fue la estatua que presidía la plaza entonces llamada del Caudillo en la ciudad de Valencia. La más reciente, iba a escribir la última y no lo será, la que se levantaba ante las puertas de la Academia General Militar, en cuya leyenda se había sustituido hace años la dedicatoria a Franco como Jefe del Estado, por el más modesto título de fundador – lo era – de aquel Centro. Apenas nadie alzó su voz contra aquella demolición injusticia cobarde…

¡Que tristeza de pueblo que así trata a quienes le sirven y así premia a quienes se sublevan contra él!

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