ABC.
07/03/2007.
El
25 de mayo de 1990, a las 13.35, José Manuel Sevillano dejaba de
respirar en el hospital Gregorio Marañón de Madrid, adonde había
sido trasladado diez días antes desde la cárcel de Carabanchel. El
terrorista de los Grapo había permanecido 177 días en huelga de
hambre para exigir el fin de la dispersión de presos. El Gobierno,
presidido entonces por Felipe González, no cedió ni un milímetro
ante el chantaje de Sevillano.
«Yo
habría hecho lo mismo», aseguró González el sábado pasado para
respaldar la decisión de Zapatero de excarcelar al etarra Ignacio
De Juana Chaos. Una afirmación que se desmiente por sí misma
cuando se echa la vista atrás. Ningún Gobierno hizo lo mismo
cuando pudo hacerlo.
Las
huelgas de hambre en las cárceles españolas no son una novedad. En
las últimas décadas, los diferentes Gobiernos de la Nación han
tenido que afrontar varios casos como el del etarra De Juana y el
grapo Sevillano. Decenas de presos han tratado de doblegar a los
Ejecutivos de turno con el único arma que tenían a mano: el
chantaje mediante la huelga de hambre. Hasta que llegó el Gobierno
de Zapatero, ninguno tuvo éxito.
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Dos
presos de los Grapo y un delincuente común llevaron su protesta
hasta el final, a pesar de que se les alimentó a la fuerza para
evitar su muerte. El antecedente más parecido al caso del asesino múltiple
De Juana se produjo con el «grapo» Sevillano, que cumplía 24 años
de condena por delitos de pertenencia a banda armada, robos con
intimidación, tenencia ilícita de armas y falsificación de DNI.
El «grapo» había accedido en las últimas semanas de su vida a
recibir, por vía parenteral, alimentación calórica mediante la
administración de Pensalet. Otros 60 miembros de la misma banda
terrorista se pusieron con él en huelga de hambre en diciembre de
1989, para protestar por la política de dispersión de presos que
había puesto en marcha el Ministerio de Justicia.
El
único que murió fue Sevillano, aunque otros llegaron a situaciones
de gravedad (seis de ellos) o arrastraron secuelas irreversibles.
Treinta fueron hospitalizados. La mayoría de los «grapos» en
huelga de hambre depusieron rápidamente su actitud; otros la
prolongaron varios meses, pero acabaron por comer, al comprobar que
el Gobierno no estaba dispuesto a ceder lo más mínimo. En febrero
de 1991, la veintena de presos de los Grapo que seguían en huelga
de hambre abandonaron definitivamente la protesta.
Entre
la firmeza y la «tortura»
En
1990 no hubo razones humanitarias a las que se agarrara Felipe González
ni su ministro de Interior, José Luis Corcuera. La actitud de González
ante el chantaje de los Grapo tuvo el apoyo del principal partido de
la oposición, el PP, en todo momento. El debate estuvo sobre todo
en los medios de comunicación. ABC defendió la firmeza del Estado
ante el chantaje terrorista y calificaba de «inútil» la muerte
del «grapo». Otro medio de comunicación de Madrid calificó en
aquella ocasión de «tortura» la situación de los «grapos» en
huelga de hambre, y lo comparaba con los «horrores del nazismo y
los campos de refugiados». Con portadas incluidas.
El
Gobierno no tuvo miedo de las consecuencias que pudiera tener la
muerte de Sevillano. Y éstas fueron funestas. El 15 de junio de
1990, dos miembros de los Grapo asesinaron en Valladolid de tres
disparos a bocajarro y en la nuca al coronel Manuel López Muñoz.
El
ministro de Justicia en el momento del fallecimiento del grapo,
Enrique Múgica, subrayó que «ni el Gobierno ni la sociedad son
responsables de la muerte de Sevillano», y acto seguido confirmó
que el Ejecutivo mantendría su política penitenciaria, consistente
en aislar a los presos. El vicepresidente, Alfonso Guerra,
corroboraba esa apreciación y añadía que una forma de evitar este
tipo de fallecimientos es «no hacer huelgas de hambre».
El
director general de Instituciones Penitenciarias, Antonio Asunción,
reconoció en el Congreso de los Diputados (ABC, 21-02-1990) que los
reclusos de los Grapo, con la huelga de hambre, querían echar un
pulso al Gobierno y pretendían alcanzar un estatus de presos
privilegiados. Esta pretensión, dijo, «es difícilmente compatible
con un Estado democrático, en el que no hay presos políticos ni
privilegios».
La
rectitud del Gobierno ante las huelgas de hambre de los «grapos»
se mantuvo pese a que hubo una víctima inocente. Hacia las 17.50
horas del 27 de marzo de 1990, dos meses antes de la muerte de
Sevillano, dos terroristas de los Grapo (María Jesús Romero Vega y
Guillermo Vázquez Bautista) se presentaron en la consulta de
Zaragoza del médico José Ramón Muñoz Fernández. Tras una corta
espera, una enfermera les pasó al despacho del doctor. En ese
momento, Guillermo Vázquez sacó una pistola semiautomática y
efectuó tres disparos contra José Ramón Muñoz, mientras que María
Jesús Romero protegía, con el revólver en la mano, a su compañero.
El
doctor Muñoz Fernández era uno de los médicos que había
alimentado por la fuerza a los huelguistas que se negaban a ingerir
alimentos. El Tribunal Constitucional había dictado entonces una
sentencia en la que ordenaba que la Administración protegiera la
vida del interno, aun en contra de su voluntad, por lo que un equipo
médico en el que se encontraba al frente José Ramón Muñoz se
encargó de la alimentación de los presos de los Grapo en esta
ciudad.
Otro
caso de huelga de hambre con resultado de muerte fue el del «grapo»
Juan José Crespo Galende, que murió en el Hospital de La Paz el 19
de junio de 1981, tras permanecer 96 días sin comer ni beber. El
terrorista exigía el reagrupamiento de presos, pero el Gobierno de
Calvo- Sotelo tampoco cedió. Otro delincuente, Albert Panadés,
murió en junio de 2002 en el Hospital Penitenciario de Panadés,
por huelga de hambre al negársele el tercer grado.
No
hizo lo mismo. El ex presidente socialista, cuando tuvo ante sí una
situación realmente equiparable a la de De Juana, no cedió al
chantaje de los «grapo» que se pusieron en huelga de hambre. Uno
murió
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