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Homilía del Cardenal Enrique y Tarancon.


 


  Periódico Ya. 23/12/2005.


En los funerales celebrados en la Iglesia de San Francisco el Grande por el Arzobispo de Madrid, Cardenal Enrique y Tarancón, presidente de la Conferencia Episcopal Española, éste pronunció la siguiente homilía, cuyo texto integro ofrecemos a continuación:


Hermanos: 

“La esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que nos ha dado”.

Estas palabras del Apóstol que acabamos de escuchar aclaran, mejor que ninguna otra cosa, el verdadero sentido del acto que estamos celebrando de estas exequias cristianas que nada tienen que ver con la amargura y menos con la desesperación de quienes contemplen la muerte sin los ojos de la fe.

En este culto, todas las plegarias que recitamos rebosan esperanza. Una esperanza que no es una simple ilusión, sino que abre un resquicio de luz y de consuelo en medio de nuestro dolor, porque los cristianos sabemos “de quién nos hemos fiado” y estamos seguros de que no podemos quedar defraudados.

Cristo, el Señor, fue delante de nosotros con su muerte. Fue también delante en su resurrección. Gracias a ella el mundo, aunque es un “valle de lágrimas”, como dice la Salve, no es una mazmorra sin salida, ni un lugar de desdicha.

La vida, lucha.

En nuestra vida, el Padre permite el sufrimiento, como lo permitió en la de Jesucristo, su Hijo. Todos tenemos que participar en su cruz, como El nos anunció: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”.

Pero es necesario recordar, hermanos, que la cruz de Cristo no nos aplasta. Al contrario: nos purifica y nos eleva. Porque el yugo de Cristo es sueva, y su carga, ligera. Son los pecados de los hombres, son nuestros egoísmos quienes hacen pesada y cuesta arriba nuestra vida. Son especialmente las rencillas y los odios quienes secan el corazón y convierten no pocas veces la vida sobre la tierra en una lucha fratricida. Si en algunos momentos la vida de los hombres es amarga, no es porque ése sea el plan de Dios, es porque los hombres se han salido de ese plan. Sí; son los pecados de los hombres los que hacen tan difícil, tan ardua, tan angustiosa la vida que Dios quiso “suave y ligera”.

Víctima del odio antihumano y anticristiano.

Nuestro hermano Luis, en torno a cuyo nombre y recuerdo estamos congregados, ha sido víctima de ese odio, que es antihumano, pero es, sobre todo, anticristiano. El dolor y el sufrimiento que todos compartimos en estos momentos es el fruto que produce el olvido de Dios y de la misma dignidad humana.

Si estamos hoy aquí es para conseguir que esta emoción humana dignísima que todos compartimos sea iluminada por la fe y se convierta en oración esperanzada. Esta esperanza es la que vienen a recordarnos los textos litúrgicos que acabamos de leer.

La muerte nos asusta a todos: la muerte de los grandes y de los pequeños, la que llega por los caminos de la enfermedad y la que nos sorprende por las vías de la violencia. Siempre es una vida que se rompe; una existencia que, al menos visiblemente, se acaba; algo que quienes soñamos con la permanencia y anhelamos instintivamente la eternidad nunca lograremos comprender.

La muerte siempre es un desgarro para el que se va y un vacío para los que aquí quedamos. Al pasar de los años van quedando huecos a nuestro alrededor y esos huecos nos acongojan, porque vienen a recordarnos la limitación de nuestra propia existencia sobre la tierra. Para quienes no tienen fe esta rotura es causa de angustia y desesperación.

No así para el creyente. Nosotros sabemos que sobre este fondo de dolor, de tristeza y de llanto, la esperanza cristiana abre un horizonte de claridad. Sabemos, como decía Santa Teresa, que “esta vida no es la vida”. Sabemos que quienes mueren en la fe de Cristo que recibieron en el bautismo, si han sabido ser fieles a ella –aun dentro de las limitaciones y fallos de nuestra condición humana-, se encontrarán que la muerte no es un final, sino un nuevo principio, la entrada en la vida que no tiene ocaso, el encuentro con Cristo que no tienen fin.

Por eso la Iglesia, en el oficio de difuntos, llama con gozo a los santos de Dios y a los ángeles del cielo para que vengan a recibir a quien, al unirse a la muerte de Cristo, empieza en el mismo momento a participar también en su resurrección.

Pero, siendo todo esto verdad y llenándonos de gozo el saber que quien ha muerto en la fe está ya en las dulces manos de Dios, yo quisiera subrayar aquí otro aspecto del problema. Porque la esperanza cristiana no sólo alegra sobre lo que hay al otro lado de la muerte, sino que también ilumina lo que vemos y vivimos a este lado. Es aquí donde plantamos las raíces de esa resurrección; es en la fe vivida con todas sus consecuencias, es en la fe vivida y encarnada en el amor a nuestros hermanos donde conseguimos esa gloria que nos espera.

La fe activa.

Quiero subrayar esto porque hay quienes caen en el error de creer que la fe es sólo una receta para la otra vida. Contra esta visión estrecha nos previno el Concilio con palabras bien claras: “Se equivocan los cristianos que pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta de que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas, según la vocación personal de cada uno.”

Estas palabras nos dan ocasión para poner aquí de relieve que la actividad desarrollada en servicio de la Patria por este hermano nuestro, cuya memoria nos reúne, no es algo ajeno a sus creencias religiosas ni independiente de ellas, sino que es un fruto de las mismas o, cuando menos, algo que esas creencias iluminan y profundizan.

Alguien ha escrito que “cuando, siguiendo el mandato de Cristo, nos amamos los unos a los otros, estamos ya participando de los frutos de la resurrección”. ¿Y cómo no reconocer que ese amor de los unos a los otros encuentra una de sus expresiones en el amor y el servicio a la Patria? Sí; lo diremos abiertamente: el servicio a los demás, particularmente cuando este servicio tiene una responsabilidad comunitaria y nacional, cuando en él se pone recta intención y espíritu de entrega; cuando, sobre todo, se sacrifica en él hasta la propia vida, es uno sólo una virtud patriótica, sino también una virtud religiosa, que será recompensada por Dios.

Amor a la Patria.

Espero que a nadie le extrañe oírme estas palabras. Yo sé muy bien que nuestra condición de cristianos y de obispos de la Iglesia en nada recorta nuestra condición de miembros de este país que Dios nos dio como campo de vida y de trabajo. Recientemente pude decirlo en el pleno de los obispos españoles y me consta que con su consentimiento: “Todos y cada uno de los obispos de esta Conferencia Episcopal amamos con pasión a la Iglesia y estamos siempre dispuestos a servirla hasta con sacrificio, pero somos también españoles que amamos a nuestra Patria con pasión y estamos siempre dispuestos a sacrificarnos por ella –por su bienestar y por su paz- y estaremos siempre prestos a sacrificarnos por el bien de la Iglesia y de la Patria, a trabajar incansablemente para conseguir la armonía, la concordia, la paz -la auténtica reconciliación- dentro y fuera de la Iglesia”.

Tarea para españoles y cristianos.

Este doble amor –a la fe y a nuestros hermanos- es lo que hoy nos ha reunido. Y ésta es –me parece- la gran lección que hoy podríamos aprender todos y el mejor servicio a la memoria de nuestro hermano muerto. Si su entrega a los demás es la fuente de nuestra esperanza, esa misma esperanza debe ser hoy para quienes estamos aquí un acicate en nuestro amor a los demás. Cuando todo se va, el amor queda. La muerte borra todo, menos lo que hemos amado. Si esta trágica muerte nos descubriera a todos que la preocupación por el bien común, por la grandeza de la nación, por su convivencia pacífica en la justicia, por su elevación y desarrollo en todos los órdenes –económico, cultural, político, religioso-, son tareas que a todos nos incumben como españoles y también como cristianos, habríamos logrado que ésta fuera una hora de fecundidad y no sólo de llanto.

Y permitidme ahora que concluya con un recuerdo personal que me conmueve especialmente. No creo que sea revelar ningún secreto si digo, que, hace algo menos de un año, en una de las cartas que tuve la fortuna de cruzarme con el almirante Carrero Blanco, él escribió una frase que estimo que es hoy su mejor elogio: “Ha de saber, Señor Cardenal –me decía-, que para mí es más importante ser hijo de la Iglesia que ser vicepresidente del Gobierno”.

Es a este hijo a quien la Iglesia recibe hoy y le devuelve lo único que la Iglesia tiene: su oración. Su oración y la esperanza, la certeza, de que su entrega a los demás no fue baldía.

Es a esta esperanza a la que os invito a todos. Es en esta serena oración en la que os pido me acompañéis.


ATRÁS   



© Generalísimo Francisco Franco. Noviembre 2.003 - 2.011. - España -

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