La
Patria en tensión.
Miguel Menéndez
Piñar.
El tiempo enfría el pensamiento, la
voluntad y hasta la sangre. Lo hace siempre que aquellos que
custodian la Verdad, la Fe y la Historia traicionan su misión
protectora y usurpan la herencia sagrada a las generaciones del mañana,
pisoteando, sin escrúpulos, el patrimonio perenne que supieron
forjar nuestros mayores.
Vivimos el invierno más crudo que
ha conocido nuestra Patria a lo largo de su bimilenaria historia.
Jamás, como hoy, abundaron los traidores viandantes de nuestros
caminos que campean con sus desvaríos proclamados como política de
estado. Nunca se encontró la Patria tan sola ante sus feroces
enemigos que, a zarpazos, dividen sus tierras, sus gentes y sus
clases. En ningún tiempo se pudo observar cuán dañino es el
olvido del pasado, repitiéndose ahora tan descarado, al menos, como
antaño. Y parece, por añadidura, que hemos replegado nuestras
fuerzas y pactado nuestra derrota en aras de la debilidad del pueblo
claudicante y tibio.
El ataque es mortal. Lo es porque
dispara contra la fuente vivificante de la Patria hiriendo de
gravedad los órganos vitales que la vivifican. Y porque los
defensores que debían repeler la agresión abandonaron su puesto de
guardia por cobardía o traición. Unos, en quién se mantuvo la
esperanza de muchos mientras permanecían en su sitio; en otros, el
disimulo era incompatible con su espíritu turbio y malvado. El
resultado lo tenemos a la vista. Y ya hace años que no faltaron
gentes, aunque ciertamente no abundaron, que profetizaban los daños
irreversibles que sufriría la Patria a causa del enfriamiento,
primero, y del desecho, después, del alma nacional. Obispos,
hablando como corresponde sí sí, no no, en la norma evangélica,
muy pocos. Don José Guerra Campos. Un Obispo, valiente y santo.
Santo por ser valiente entre otras cosas. Que llamó al pan, pan, y
al vino, vino. Que condenó a los perjuros, a los divorcistas, a los
abortistas, a los servidores del maligno todos ellos, en su papel de
actores o colaboradores, llamándoles pecadores públicos – recuérdese aquello de Cristo: “al que
escandalizare a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, más le
valdría que le colgasen una piedra de molino y lo hundiesen en el
fondo del mar” (Mat. 18,7)-. Que
custodió, Guerra Campos, la bandera insigne de la Verdad al
desarrollar un pensamiento católico arrinconado en el baúl de ningún
recuerdo. Que empuñó, como pedía Cristo en la última cena, la
espada de la Fe (Lc. 22,36), manteniendo recta su postura, con la
voluntad férrea del “doble coraje en tiempos malos” del
Cardenal Pie. Que no sólo no se olvidó de la Historia, sino que
supo mantenerla viva en muchos españoles ejemplarizándoles con la
sangre aún caliente de los mártires que no hacía muchos años la
habían derramado por Dios y por España. Sacerdotes, gracias a
Dios, los hubo y los hay. Pocos, pero magníficos formadores de católicos
fieles al Dogma, a la Moral, a la Liturgia, a la Disciplina.
Seglares, algunos más. Allí estuvieron o siguen estando Blas Piñar,
imprimiendo una fuerza nueva en los tejidos vitales del pueblo, en
sus tres vertientes esenciales, bajo el lema Dios, Patria, Justicia.
Rafael Gambra, bastión seguro de doctrina y magisterio, de
confesionalidad católica, pública y social. Y muchos otros que el
espacio me priva de nombrar, pero que su recuerdo sigue vivo y
presente.
El enemigo, a pesar de la escasa,
pero valiosa resistencia, penetró hasta el último rincón de la
fortaleza. Y día tras día lo sufrimos. Nos envuelve el alma la
turbación apagando el fuego de la reacción ante la enfermedad
cancerígena que sufre España.
Hoy mueren asesinados miles de niños
inocentes en el vientre de sus madres. Asesinato que protege la ley
y el estado. Hoy la homosexualidad ha dejado de ser enferma y se ha
convertido en virtud democrática de primer orden. Hoy los
transexuales lucen el tricornio de Guardia Civil como el mayor Honor
de una Divisa nueva. Hoy el ejército pasó de ser el brazo armado
de la Patria a los zapatos más viejos de cualquier político vende
patrias. Hoy el rojo y gualda ya no es la bandera gloriosa de una
gran nación, ni siquiera la simple mortaja de algún buen hijo. Hoy
ya no se besa la bandera, sólo se la escupe y se la pisotea aunque
esté empapada por la sangre de muchos de los nuestros. Hoy la
unidad de la Patria ya no es ningún bien sagrado e inestimable sino
la opresión más cruel a las diferentes nacionalidades históricas.
Hoy la Cruz ya no redime y santifica, sólo conspira y enfrenta la
Fe con el avance, las creencias medievalistas con el progreso
humano. Hoy la Iglesia no es Madre ni Maestra pues impera la apostasía
generalizada y no se reconoce la autoridad Petrina.
Se tambalea la sociedad por el
agrietamiento de los pilares que la sustentan. Fruto de ello, la
angustia y la preocupación incrementan. La soledad se cierne sobre
nuestros hermanos que no encuentran respuesta a sus problemas. No
hay solución ya que nadie tiene interés en el diagnóstico. Con la
imposición del egoísmo se suprimió el carácter racional y social
del hombre, adentrándose en la dimensión nihilista, hedonista y
consumista. Los instintos del “yo” se posicionan sobre el
semejante, los padres, la familia, la Patria y Dios. Nada importa la
realidad de conjunto, las aspiraciones colectivas, los esfuerzos
sumados, el espíritu nacional o la tributación social en el
reconocimiento de la Verdad siempre Crucificada. Han confiscado su
futuro en la Patria, la terrena y la celeste. Les han robado los
talentos del Evangelio que no son otros que la Verdad, la Fe y la
Historia.
Pero hay esperanza. Esperanza que
reside en la Eternidad que visiona la tierra desde la perspectiva
divina que todo lo envuelve, desde el cruce perfecto de dos maderos
donde colgaron la Salvación del hombre. Es la visión que recoge el
pasado, la sangre derramada y los sacrificios de nuestros ancestros.
Que mira al mañana y se apiada de las generaciones que vienen. Una
mirada cuyos ojos iluminan con el brillo estelar, fulgurante, del
que es la Verdad, de la Fe en sí misma, del que cambió la Historia
del hombre elevándola hacia las metas sublimes antaño perdidas. A
Él es a quien pertenece la victoria. Dios quiera que nos sea
otorgada, también en esta vida. Pero, repito, no es nuestra. A
nosotros pertenece la gloria, el honor, la gracia de la lucha.
Siendo fieles a nuestro deber como patriotas, nos convertiremos en
paradigmas de una Causa cobardemente entregada, que fue ganada con
valentía tantas veces. Pero allí donde vayamos, no buscaremos la
Victoria sino que ofreceremos la vida y la muerte para que ésta
venga a nosotros.
Por eso la reacción es justa. Es
necesaria. Es obligatoria. En la ascética militante, la que nos
corresponde, sobre todo a la juventud, no hay más camino que el
combate. El de San Pablo empuñando la espada de la Fe por Cristo. Y
el de San Fernando, esgrimiendo el acero físico e inflexible por
España. Ambos al mismo tiempo. Sólo así el espíritu es espuela
para la carne y somete todo a la voluntad. La voluntad que todo lo
enfrenta con tal de servir a la Verdad, atreviéndose el hombre si
corresponde, como sostenía el requeté.
Al contemplar esta España sangrante
por las fisuras de su división, abocada a las más bajas cotas de
inmoralidad, perpetuadas en las leyes injustas que nos imperan,
hacemos eco de Su Santidad Benedicto XVI, ante el cual nos postramos
sumisos rindiendo pleitesía, que acaba de recordarnos en su
reciente encíclica “Deus Caritas est” las palabras de
San Agustín: “Un Estado que no se rigiera según la justicia
se reduciría a una gran banda de ladrones”. Así hay que
entender a esta sociedad, manejada y manipulada por esta banda y sus
secuaces, que ya no sólo no defienden la Patria, como es su misión,
sino que la ultrajan y desgarran, la infectan de contaminantes políticas
para que en su trance de muerte sea rematada por sus enemigos más
declarados.
Así está España. En tensión. No
la tensión necesaria y fervorosa para la vigilia, sino la delirante
tensión que precede al desgarramiento. Por eso hay que
posicionarse. Aquellos que con España estén dispuestos a
escoltarla, ahí tienen el camino. Un camino duro, inflexible,
sacrificado. Un camino lleno de lágrimas, sudor y hasta de sangre.
Ruta que atravesaron nuestros mayores, también en épocas difíciles,
en aras de la grandeza del Pueblo y del Santuario. No es travesía
de recompensas sino de ofrecimientos, de la vida y de la muerte.
Nadie que ame a España espere
reconocimientos, alfombras rojas o medallas. No en esta vida. Tendrá,
eso sí, algo más austero. El pecho descubierto y el rostro azotado
por el frío viento. El privilegio de cabalgar junto a la Verdad. La
conciencia serena y tranquila. El deber y la obligación cumplidos
ante la Historia. Y esa Fe inmortal, por ser eterna, que es capaz de
mover montañas, de montar guardia firme a pesar de la nevada gélida
o de acaudillar una legión de hombres bajo un Credo ascético y
militante, místico y guerrero.
Frente a la tensión interna y
externa que sufre España, descuartizando cuanto de sublime posee,
ofrecemos la tensión de nuestro espíritu, la predicación de la
Verdad, oportuna e inoportunamente, la supremacía de la Fe que todo
lo reconstruye y el ejemplo perpetuo de la Historia, la de España,
que fue forjada por aquellos santos, héroes y mártires, paladines
y caudillos, que clamaron al Cielo por sus fuerzas, en el Pilar o en
Covadonga, en Guadalupe o en el Alcázar de Toledo, y que desde allí
ahora nos exhortan en reconquistar España. Con ellos, bajo su
Bandera, nuestra militancia. Por Su Reinado, nuestro combate.
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