Valores y dioses. J.M.
Novoa.
Dice el Papa Ratzinger en uno de sus escritos que cuando uno deja de creer
en Dios se convierte en pasto seguro de los ‘dioses’.
En nuestra querida España, Dios fue expulsado hace tiempo, mucho tiempo, y
su lugar fue inmediatamente reemplazado por los nuevos inquilinos
que llegaron alegres a propagarse a través de las pulsiones de
nuestro sentimental pueblo.
Llegaron disfrazados de prohombres con frases hechas y articuladas que no
decían nada pero las saltearon con gesto excesivo y seriedad
fingida. Se otorgaron la corona de la razón y metieron a Dios en la
caja de los conceptos falsos, sujetos a la burla y considerados
nefastos para el potencial ‘creativo’ del hombre. Los apóstoles
de la nueva razón aparecieron en nuestra historia básicamente de
dos formas: unos llamándose a si mismos intelectuales, sin ningún
tipo de rubor, mientras se hacían fotos en blanco y negro con pose
clamando que la autodestrucción es otro derecho a tener en cuenta;
los otros se dedicaron a la política especializándose en la
habilidad del cambio de corbata y chaqueta mientras aleccionaban al
pueblo con su voz engolada e hipócrita en los principios del
relativismo, es decir, en la ausencia de principios.
Llegaron con soberbia e intimidaron a toda una población que no sabía a
que atenerse. De la noche a la mañana violaron el diccionario,
vaciaron las palabras de cualquier tipo de contenido y
reinterpretaron la historia a su antojo y en función de su negocio.
A la gente que estaba de acuerdo con ellos o no les molestaban
porque no querían pensar mucho (o no se atrevían), les alojaron en
la palabra ‘pueblo’ y a las relaciones que entre estos miembros
se produjeran con la condición de que fueran en contra de cualquier
tipo de principio noble y
tradicional se le llamó ‘solidaridad’. Cualquier tipo de ataque
o insulto que se hiciese contra etapas anteriores de la historia
cercana o contra los principios que antes eran eternos, se encuadrarían
dentro del vocablo ‘tolerancia’. Al resto, a aquellos que se
atraviesen a criticar cualquier tipo de fundamento del nuevo orden
se les llamaría sin dudar ‘fascista’ y cualquier tipo de opinión
o desacuerdo contra el nuevo régimen daría el derecho al insulto
de tal gentuza en aras al uso de la sagrada libertad de expresión.
Hecha así la organización popular se entregaron a la faena del hacer
cotidiano. Las palabras a utilizar en este caso ya habían sido
fornicadas con vileza muchos años antes a la sombra de unas
guillotinas en un país extranjero. Se sazonaron con la sangre
derramada y se creó una semilla de rencor. Naturalmente hablamos de
nuestras queridas igualdad, libertad y fraternidad.
Como decimos, estos ‘dioses’ llegaron a España, que entonces estaba
aturdida y comenzaron a hacer de las suyas para poner en práctica
el proyecto de la revolución, o evolución recalentada por la rabia
y sin Dios.
Los países sentimentales aceptan todo rápido, y nuestra querida tierra no
dudó en sustituir los Valores Eternos que dotaban de sentido al
lenguaje y habían servido para levantar a un país de una tragedia,
por un vocabulario vejado, interpretado ruinmente y sin conexión
con lo sublime.
La puesta en práctica fue tremendamente efectiva: la igualdad promulgada
por los prohombres se manifestó en que en un espacio pequeño
ocupado por 40 millones de personas, una parte de ellos tuviera más
privilegios que los demás por el hecho de ser más productivos
(aunque fuera con el esfuerzo de los hijos de aquellos
cuyo lugar de origen ahora estaba fuera de los márgenes de
los privilegiados); la fraternidad se convirtió en el fomento de la
diferencia de unas tierras con otras utilizando todo tipo de
herramientas posibles: economía, lengua, rasgos diferenciadores que
no existen…, ya no nos fijábamos en qué nos une sino que la
ocupación consistiría en encontrar cualquier tipo de detalle
insignificante que nos calificara como diferentes. De la libertad,
qué vamos a decir de la libertad… de su uso y elección se llenó
el limbo de fetos sin nombre y se vaciaron las cárceles de biografías
con violencia condenadas a 1000 años y un día.
Toda esta ‘creación’ se bendice cada 4 años por el pueblo; la
autodestrucción se ratifica como derecho positivo y consensuado y
Dios desespera en el exilio.
Los prohombres están contentos, sin problemas de conciencia, porque al fin
y al cabo todo es relativo en esta tierra y la autocrítica produce
traumas; el pueblo se deja adormecer por el Producto Interior Bruto,
fines de semana de movidas y televisión edificante.
Quizá los que no somos pueblo tengamos que erguirnos, mirar al Cielo y
recuperar la fuente sublime que cura el lenguaje y le dote de nuevo
de sentido para que siga reflejando la verdad y la vida.
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