Frente al ultraje en
la Basílica de Luján, República Argentina. Lic.
Gustavo Carrère Cadirant.
Frente a los reiterados abusos del
poder ejecutivo, y muy especialmente el reciente ultraje perpetrado
en la Basílica de Luján, sede de Nuestra Madre y Patrona en la República
Argentina, -convertida en una suerte de ateneo de politiquería,
cuando es un lugar santo reservado para lo sagrado, para el culto a
Dios Nuestro Señor-, y al silencio de los Obispos –cuestión
delicada y no menor en gravedad-, como cristiano católico, atónito
y perplejo, traigo a la memoria, con caridad, un pasaje evangélico
para ilustrarlos e ilustrarnos en esta confusión que vivimos: “A
los presbíteros en esa comunidad, yo, presbítero como ellos,
testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que
va a manifestarse, os exhorto; Sed pastores del rebaño de Dios
que tenéis a vuestro cargo, gobernándolo no a la fuerza, sino de
buena gana, como Dios quiere; no por sórdida ganancia, sino, con
generosidad; no como déspotas sobre la heredad de Dios, sino
convirtiéndoos en modelos del rebaño. Y cuando aparezca el
supremo Pastor, recibiréis la corona de gloria que no se
marchita”. 1Pe 5,1-4. Sean “Pastores” pues, para mayor
gloria de Dios y bien de las almas.
Y sabiamente nos refuerza con
claridad el P. Iraburu:
“¿Cómo está la Iglesia
allí donde servir a la verdad católica y defenderla es sumamente
arduo y peligroso, mientras que callar discretamente ante errores y
abusos es condición para «guardar la propia vida» en la paz y la
estima general? Un cierto grado de disidencia o al menos de
respeto por las tesis de los disidentes es un pasaporte
absolutamente exigido en muchos ambientes. Ante errores y abusos, a
veces enormes, se responde con un silencio comprensivo y tácitamente
anuente. En esa actitud tan frecuente, lo eclesial y académicamente
correcto es no alarmarse por nada”.
¿Cómo está la Iglesia
allí donde un grupo de laicos que crea en la doctrina católica
sobre Jesucristo, la Virgen, los ángeles, la Providencia, la
anticoncepción, el Diablo, etc., y se atreva incluso a «defender»
estas verdades agredidas por otros, sea marginado, perseguido y
tenido por integrista?” (…).”
A medida, por el contrario, que la
doctrina católica se ha ido definiendo más y más, aquellos que
contrarían la doctrina de la Iglesia –como los jansenistas o los
modernistas– se han visto obligados a expresar su pensamiento con
palabras más cautelosas y encubiertas. Hoy, pues, los errores rara
vez son expresados en forma patente. Casi siempre se difunden a través
de un lenguaje deliberadamente impreciso, ambiguo y eufemístico, en
el que quizá podría ser aceptable lo que se dice, pero no lo
que se quiere decir, que es lo realmente comunicado. Después de
todo, siempre, antes y ahora, los lobos se han vestido «con piel de
oveja» (Mt 7,15). «Son falsos apóstoles, que proceden con engaño,
haciéndose pasar por apóstoles de Cristo. Su táctica no debe
sorprendernos, porque el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz»
(2Cor 11,13-14)”.
La confusión, queridos Pastores,
queridos fieles, no es católica. Es, en cambio, la nota propia de
las comunidades cristianas protestantes. En ellas la confusión y la
división son crónicas, congénitas, pues nacen inevitablemente del
libre examen y de la carencia de Autoridad apostólica.
La desunión entre los «cristianos» es un escándalo muy
grave, contrario a la voluntad de Cristo, que quiere que «todos
sean uno» (Jn 17,21), y dificulta grandemente la misión ad
gentes de la Iglesia.
Los Pastores sagrados han de predicar
la Verdad evangélica –entera, toda; también aquella que
puede ocasionar rechazos–, deben refutar los
errores que dañan a los fieles, y están obligados, incluso por el
Derecho Canónico, a sancionar eficazmente a
los maestros del error. Los santos pastores y doctores de todos los
tiempos combatieron a los lobos que hacían estrago en las
ovejas adquiridas por Cristo al precio de su sangre. Estuvieron siempre
vigilantes, para que el Enemigo no sembrara de noche la cizaña
de los errores en el campo de trigo de la Iglesia
(Mt 13,25). Combatieron contra los errores y los errantes con
extrema celeridad. En tiempos en que las comunicaciones eran muy
lentas, cuando el fuego de un error se había encendido en algún
campo de la Iglesia, se enteraban muy pronto –estaban
vigilantes–, y corrían a apagarlo, antes de que produjera un gran
incendio” (…) “No se vieron frenados en su celo pastoral ni
por personalidades fascinantes, ni por Centros teológicos
prestigiosos, ni por príncipes o emperadores, ni por levantamientos
populares, ni por temores a que en la comunidad eclesial se
produjeran tensiones, divisiones y enfrentamientos. No dudaron
tampoco en afrontar marginaciones, destierros, pérdidas de la cátedra
académica o de la sede episcopal, ni vacilaron ante calumnias,
descalificaciones y persecuciones de toda clase. Y gracias a su martirio
–gracias a Dios, que en Él los sostuvo la Iglesia Católica
permanece hoy en la fe católica”. (…) “Los Pastores que, de
hecho, hoy no tienen autoridad para frenar herejías e impedir
sacrilegios son aquellos que han asimilado el pensamiento mundano
sobre la autoridad. Basta leer la grandes encíclicas de la Iglesia
sobre la autoridad –por ejemplo, de León XIII, Diuturnum illud
(1881), Immortale Dei (1885), Libertas (1888)–, y
otros documentos que impugnaron la devaluación de la autoridad
iniciada en la Reforma protestante y consumada en el liberalismo,
para advertir que los errores descritos en esos documentos son
justamente los que hoy están obrando, y que las grandes calamidades
anunciadas en aquellos textos, a causa de la inhibición de las
autoridades, son las que hoy padecemos. Por eso, actualmente, en la
Iglesia, una de las mayores urgencias es reafirmar la fe en la
autoridad, y concretamente en la autoridad pastoral”.
En
fin, cuando los Obispos no ejercitan suficientemente su autoridad
apostólica, necesariamente se producen grandes daños en la vida de
la Iglesia, pues están resistiendo la autoridad del Señor: no
le dejan a Cristo guiar, corregir, conducir a su Iglesia. No
dejan que la fuerza vivificante de Cristo Pastor acreciente a su
Iglesia, guardándola en la unidad y en la santidad.
Merece la pena recordar en todo
esto a San Juan de Ávila (1500-1569), que vive en plenos años de
la plaga luterana. En sus Memoriales al Concilio de Trento
atribuye principalmente los males que sufre la Iglesia a la
inhibición de los Obispos, que no estuvieron a la altura de
las circunstancias. No supieron ver, ni fueron capaces de actuar
debidamente en aquellos «tiempos recios», según lo necesitaba el
pueblo fiel.
«Juntose con la negligencia
de los pastores, el engaño de falsos profetas»
(1561: Memorial II, 9), pues «así como, por la bondad
divinal, nunca en la Iglesia han faltado prelados que, con mérito
propio y mucho provecho de las ovejas, hayan ejercitado su oficio,
así también, permitiéndolo su justicia por nuestros pecados, ha
habido, y en mayor número, pastores negligentes, y hase seguido la
perdición de las ovejas...
«Y la suma verdad, que es Dios,
cuyo testimonio es irrefragable, afirma haber venido todo este mal
por no haber pastor que hubiese curado y cuidado lo que tocaba a la
necesidad y provecho de sus ovejas».
«...los malos prelados
quedaron flacos para ejercitar la guerra espiritual, quedaron
también estériles para engendrar y criar para Dios hijos
espirituales... No se preciaron ni se quisieron poner a ser
capitanes en la guerra de Dios y atalayas».
«...hase juntado en la Iglesia,
con la culpa de los negligentes pastores, el engaño de los falsos
profetas, que son falsos enseñadores... Porque de estos tales
escalones se suelen los hombres hacer malamente libres y desacatados
a nuestra madre la Iglesia, y de allí vienen a descreerla del todo».
«No nos maravillemos, pues,
que tanta gente haya perdido la fe en nuestros tiempos, pues
que, faltando diligentes pastores y legítimos ministros de Dios que
apacentasen el pueblo con tal doctrina que fuese luz... y fuese
mantenimiento de mucha substancia, y le fuese armas para pelear, y
en fin, que lo fundase bien en la fe y encendiese con fuego de amor
divinal, aun hasta poner la vida por la confesión de la fe y
obediencia de la ley de Dios».¿Cómo tantos errores y males
pudieron entonces generalizarse entre los católicos sino a causa de
falsos profetas, tolerados por pastores escasos
de autoridad apostólica? ¿Cómo no se dio la alarma a su
tiempo para prevenir tan grandes pérdidas?
«Cosa es de dolor cómo no
hubo en la Iglesia atalayas... que diesen voces y
avisasen al pueblo de Dios este terrible castigo... para que se
apercibiesen con penitencia y enmienda, y evitasen tan grandísimo
mal».
Llegados a este punto, también el
Maestro de Ávila pide al Papa –Pío IV, en los años de este
escrito– que hable y actúe con más fuerza: «Y entre todos los
que esto deben sentir, es el primero y más principal el supremo
pastor de la Iglesia. Pues lo es en el poder, razón es que, como
principal atalaya de toda la Iglesia, dé más altas voces
para despertar al pueblo cristiano, avisándole del peligro
que tiene presente y del que es razón temer que les puede venir».
No deja de señalar tampoco en su Memorial
al Concilio la necesidad de elegir obispos capaces de encabezar
las guerras de Cristo: En adelante no sea «elegido a dignidad
obispal persona que no sea suficiente para ser capitán del ejército
de Dios, meneando la espada de su palabra contra los errores
y contra los vicios, y que pueda engendrar hijos espirituales a
Dios... Mírese que la guerra que está movida contra la Iglesia está
recia y muy trabada y muchos de los nuestros han sido vencidos en
ella; y, según parece, todavía la victoria de los enemigos hace su
curso». La corrección es uno de los actos más enérgicos de
la autoridad, pues, ya en principio, contraría una voluntad
opuesta. Por eso quien no está firme en la fe en la autoridad podrá
ejercitar ésta en dirigir, coordinar, organizar, exhortar, etc., ya
que éstas son funciones pastorales que no tienen por qué, en
principio, enfrentar voluntades contrarias. Pero la corrección sí
tiene que enfrentarlas. Por eso decimos que es la más ardua acción
del ministerio pastoral. Ahora bien, si se debilita en los Pastores
la auctoritas apostólica que han recibido de Cristo, no
ejercitan suficientemente la corrección pastoral, y entonces se
multiplican indeciblemente los errores doctrinales, las divisiones y
los abusos disciplinares, hasta que el mismo sacrilegio llega a
generalizarse en algunas cuestiones. Y el rebaño se dispersa.
Por ello, con mucha humildad les
expreso queridos Obispos, sean pues “Pastores”, para mayor
gloria de Dios y bien de nuestras almas. Nuestra Patria de Tradición
castellano-hispano-católico-mariana no solo se los pide, sino se
los exige.
En
el Amor al Inmaculado Corazón de María.
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