Cada vez es mayor el número de personas a
favor del endurecimiento de las penas para los delitos más graves,
incluso para los cometidos por menores. Y en esta cuestión, quienes
así se manifiestan, no lo hacen al margen del Derecho. Pues, aun sin
formación jurídica a nadie se le escapa, que es el Derecho, como
conjunto de normas estables que regulan toda organización política,
quien tiene la facultad del empleo de la fuerza como regulador del
legítimo poder coactivo del Estado, estableciendo los delitos y las
penas privativas de derechos que son su consecuencia. De lo que se
trata, por tanto, es que las conductas susceptibles de ser
penalizadas encuentren una proporción al daño inferido y a la
peligrosidad del autor. Y todo ello, naturalmente, sin obviar la
aplicación de la equidad a la norma como ponderación de las
circunstancias, y al margen de las atenuantes reguladas que competan
a cada caso que se juzgue.
Partiendo, pues, de esta consideración, lo que la
ciudadanía pretende, es defenderse a través del Derecho contra
aquellas personas que perturban, y en muchas ocasiones muy
gravemente, la convivencia social, atentando contra bienes jurídicos
que el Derecho protege y haciéndose eco de la repulsa que tal
vulneración produce en el conjunto social. Con lo que vista la
cuestión de esta forma, es la victima la que nos debe dar
lástima. Pues la misericordia con el delincuente, sobre todo con
el asesino, debe entenderse sólo desde la recta razón y la moral
cristiana.
La pena, por otra parte, y frente a otros argumentos
interesados, tiene antes que nada un valor de castigo, por cuanto
castiga una conducta tipificada de antijurídica que atenta contra un
bien protegido. Lo que en nada desdice de su aspecto rehabilitador.
Pues todo castigo lleva implícito ese aspecto. Sin embargo, tal
aspecto de la pena, el castigo, lo hemos venido marginando, hasta
casi hacerlo desaparecer, ampliando las llamadas medidas “de
rehabilitación” que conforman en las legislaciones con todo tipo de
gracias y para todo tipo de delincuentes. Hasta el punto, que muchas
veces tales medidas constituyen verdaderos agravios comparativos
respecto a los derechos de las víctimas. De ahí, el gran impacto
que produce en España todas esas ejecuciones “ajustadas a Derecho”
que contempla la legislación penal norteamericana. Un impacto que
deviene en perplejidad cuando oímos las declaraciones de los
partidarios que se concentran frente al establecimiento penal el día
de una ejecución. Y es que resulta sorprendente considerar, que el
llamado “monstruo de Austria”, Josef Fritzl, que encerró y violó
durante 24 años a su hija, con la que tuvo siete hijos-nietos, en
España saldría de rositas y con todos los derechos una vez
hubiese cumplido no más de diez años de internamiento.
No podemos seguir siendo el paraíso de los grupos
criminales organizados (que ya lo somos). No podemos estar a merced
de cualquier menor asesino que sabe que su conducta no lleva
aparejada un castigo ejemplar (que cada vez hay más). No podemos
seguir con las mismas leyes penales que nos han conducido a ser el
país con mayor criminalidad de Europa, superados sólo por Rusia,
Rumania y Lituania. Y no podemos considerar, por mucho que lo diga
ese insensato de zapatos con “alzas” que es Federico Trillo (miembro
del PP y responsable de la Comisión de Justicia del Congreso), que
aplicar la pena de “cadena perpetua” es decimonónico.
Y es que en esta
cuestión de los delitos y de las penas, como en tantas otras
cuestiones, no sólo hemos perdido el sentido de la Justicia como
“voluntad constante de dar a cada uno lo suyo”, sino el mismo
sentido común, ese sentido que nos advierte, que “el miedo guarda la
hacienda”. |
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