Si
la etapa llamada transición ha quedado en la memoria inconsciente de
España como una época dorada, es porque la realidad no tiene la
misma fuerza que lo que ha sido falseado y manipulado mediante una
narración imaginada. Lo que sin duda hace añicos la verdad de
aquellos años, pues dota a dicha etapa de una idealización que no
tuvo, frente a cualquier otra forma de interpretación.
Con
todo, el tiempo ha pasado, y hoy son muchos los que desde las filas
de esa idealización empiezan a mostrarse críticos respecto a esa
narración engañosa. Y hasta tal punto es así, que desde el propio
sistema se explicitan de forma abierta los errores de aquella etapa,
que son los males de hoy. No siendo pocos quienes se muestran
partidarios de una segunda interpretación, más acorde con la
realidad y alejada, por tanto, de ese imaginario en el que se ha
venido instalando la etapa de la involución. Que es en puridad como
debiera llamarse a dicha etapa.
Por
tanto, si queremos hacer una segunda interpretación, y no queremos
acudir a las hemerotecas, lo primero que habrá que decir, es que
entre 1975 y 1978 tuvo lugar un delicado y complejo proceso de
involución cuyo soporte legal fue la Ley para la Reforma Política,
de 4 de enero de 1977, con la que se inicia la liquidación del
régimen del 18 de Julio. Cuyo artilugio legal posibilitó la
elección, el 15 de junio de 1977, de unas Cortes “de facto”
constituyentes que fueron las encargadas de diseñar una nueva
Constitución, la hoy vigente de 1978, que es “el punto de apoyo
sobre el que descansa el resto del ordenamiento jurídico” en
expresión del profesor Sánchez Agesta.
Sobre el engaño que se ocultó a los
españoles, España entró en una senda en la que desde la legalidad
formal se cambio el régimen legítimamente establecido merced al
proceso de ingeniería jurídico-política que diseño el ex falangista
Torcuato F. Miranda: “De ley a ley, y sin salirse de la ley”. Un
personaje ciertamente antipático para todos, al que ha sido
imposible reivindicar adecuadamente, pese a los encomiables
esfuerzos de sus retoños.
Frente al Estado como organización política de la nación,
descentralizado a través de las unidades políticas regionales,
provinciales y locales, la Constitución consagró el Estado
“autonómico” a través de un complejísimo sistema de distribución
competencial diseñado por el Título VIII, que ha hecho ineludible la
constante intervención del Tribunal Constitucional intentando
racionalizar, en la medida de lo posible, el contrasentido
constitucional que consagra dicho Título. De ahí la enorme
jurisprudencia generada y, sobre todo, la aceptación, verdadero
suicidio de España, del contrasentido que prefija el propio Tribunal
Constitucional (Sentencia 32/1981, de 28 de julio):
“Es obvio que el término Estado es objeto en el
texto constitucional de una utilización claramente anfibológica.
En ocasiones el término Estado designa la totalidad de la
organización jurídico-política de la nación española, incluyendo
las organizaciones propias de las nacionalidades y regiones que
la integran y la de otros entes territoriales dotados de un
grado inferior de autonomía; en otras, por el contrario
(artículos 3.º.1,149, 150), por Estado se entiende sólo el
conjunto de las instituciones generales o centrales y sus
órganos periféricos, contraponiendo estas instituciones a las
propias de las Comunidades Autónomas y otros entes territoriales
autónomos.”
Admite, pues, el Tribunal Constitucional, que se rechace el término
de Estado “central” en cuanto ofende a esas otras entidades
políticas del territorio español, optando por la expresión de Estado
de las “instituciones generales o centrales” o por el de Estado de
“órganos generales” Por cuanto, aún admitiendo la superioridad del
Estado, esta superioridad no debe confundirse, según expresa el
propio tribunal, con la existencia de una relación de supra-subordinación
de las Comunidades Autónomas respecto al propio Estado.
La Constitución también reconoció la
forma de Estado monárquica prefigurada en una Monarquía
constitucional. Sin embargo, dicha aceptación no fue sencilla, pese
a los guiños que el monarca había hecho, incluso antes de iniciarse
la transición, a todo tipo de fuerzas políticas opositoras al
régimen en el interior y exterior del país, pues dichas fuerzas,
ideológicamente republicanas, se mostraban reacias a aceptar dicha
forma de Estado, utilizando el poderoso argumento que la
persona que ostentaba la Corona había sido elegida por Franco.
Argumento que por sí sólo, sin más apoyo argumental, actuaba como
elemento catalizador de todo tipo de sensibilidades, desde la
democracia-cristiana hasta ETA. En este sentido se sabe, que hasta
el último momento los socialistas hicieron todo lo posible para
implantar la República. Pero no siendo posible un frente
antimonárquico o prorepublicano, principalmente por el pacto que en
secreto había hecho el PCE, comprometiéndose a reconocer Juan Carlos
como rey de España a cambio de su imposible legalización, la
cuestión se hizo poco menos que imposible, toda vez que las FFAA
actuaban como garantes de la Monarquía. Argumento que al mismo
tiempo nos pone en el conocimiento de esa amistad que se ha
mantenido a lo largo del tiempo entre el Rey y el asesino de
Paracuellos del Jamara, Santiago Carrillo.
Ante la imposibilidad, pues, de un frente antimonárquico, que
implantase la forma de Estado republicana, el PSOE maniobró durante
la transición para que las funciones del rey fueran las propias de
una republica. De ahí que no sin fundamento jurídico-político se
dimensione a la actual monarquía como una monarquía-republica, que
fue la fórmula que impuso finalmente la izquierda ante los alaridos
de la extinta AP de Manuel Fraga y sus seis magníficos, a los
que pocos años después vimos dirigirse en fila procesionaria hasta
el despacho de don Blas Piñar para llorar sobre el hombro del
insigne político que no sólo no se había equivocado, sino que no
había adjurado de sus principios. Un caso excepcional, cuyo mayor
fracaso ha sido que siempre recibió más aplausos que votos. |
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Confeccionada la Constitución, y propuesta toda la obra a Referéndum
a modo de Decreto-ley, pues no en balde era una cuestión de fuerza
que emanaba de la voluntad de los pocos que la habían elaborado ante
un supuesto de urgente necesidad, desterrar definitivamente el
Régimen de los 40 años de paz y prosperidad bajo la egida de Franco,
lo que en puridad se consagró como forma de Estado fue una Republica
coronada donde al rey se le priva de presidir el Gobierno
surgido de las Cortes, encarnar al Estado y ejercer de soberano de
la nación. Porque la interpretación que constitucionalmente se hace
de la Monarquía como forma de Estado es que la Corona es,
simplemente, “símbolo de la unidad de los órganos del Estado”.
El
Rey, pues, dejaba de ser el soberano de la nación, quedando su
función circunscrita a la de ser un “alto funcionario estatal”, sin
legitimidad para mandar, pero sí para obedecer a cualquier gobierno
que por voluntad de la masa asaltará el poder la Nación. Una
función, la de obedecer, que el rey viene haciendo con normal
exactitud desde hace treinta años, lo que le ha reportado a la
Monarquía seguir existiendo y a la familia real estar encantada de
haberse conocido. Pues la Monarquía seguirá existiendo el tiempo que
quiera el PSOE, que es quien apoya al rey Juan Carlos.
Por lo que respecta a la función de
participación y representación política, la Constitución consagró a
los Partidos Políticos, a los que advirtió, eso sí, que debían tener
una estructura y un funcionamiento democrático, que nunca han
tenido. Y que hoy son el verdadero problema de esa participación,
por lo que se impone que se tenga que buscar otros agentes políticos
para terminar con las deficiencias de una representación desfigurada
en una mala ley electoral. Una ley electoral que anula la verdadera
voluntad popular manifestada mediante sufragio universal, pero que
ningún gobierno ha osado modificar.
Por eso especular, y no digamos nada
confiar en la nueva situación política planteado, que Cataluña
permanezca unida a España pese al nuevo marco estatutario y que el
nuevo gobierno de vasco posibilite la normalización de la vida
política en Vascongadas, es, entiendo, creer no tanto en las
posibilidades del sistema que consagra la Constitución, como
entender que no es necesario rectificar las tres cuestiones de la
obra que he tratado de denunciar, la Constitución, que es “el punto
de apoyo sobre el que descansa el resto del ordenamiento jurídico”
de España.
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