"Aquel 23 de febrero de 1981, muy temprano,
salimos de casa... Yo sabía lo que ocurriría... Sin embargo, el
silencio era la expresión más simbólica del cariño que se puede dar
a un padre que en esos momentos atravesaba unos de los momentos mas
difíciles de su vida. Había vivido momentos de angustia, de terror.
Noches en vela, acompañadas de desconciertos en una España que los
españoles desconocían. Noches de zozobra que acompañaban a un hombre
al cargo de las tierras vascas y con el encargo de acabar con el
terrorismo... Muertes sin compasión de manos de ETA, traiciones de
ideales, injusticias, quejas de viudas, órdenes para quemar una
bandera que, después, fue legalizada y que causó tantos y tantos
muertos...
Todo era incomprensible para un joven que
creció con el dolor, la inquietud, el temor y el deseo irrefrenable
de una España coherente... Ese joven era yo, ahora sacerdote de
Jesucristo, pero sin dejar de ser hijo de mi padre, del cual me
enorgullezco plenamente. Aquella mañana del 23 de febrero acompañé a
mi padre a la celebración de la Eucaristía en la capilla que hay
frente a la Dirección General de la Guardia Civil. Momentos de
silencio, de oración profunda, de contemplación sincera de un hombre
creyente que sabía cuál era su deber, que conocía las órdenes
recibidas y que no quería por nada del mundo manchar sus manos de
sangre (como así fue). Un hombre de uniforme, de rodillas ante el
Sagrario y el altar del sacrificio: mi padre.
Suponía para mí un ejemplo de gallardía que
nadie me hará olvidar, el testimonio fiel de un creyente coherente
con el juramento que había hecho años atrás... No había palabras,
sólo silencio, recogimiento y oración sincera. Al salir de la
capilla, con una mirada penetrante -y me atrevería a decir que
trascendente-, contempló la Bandera Nacional y, con voz serena,
tranquila y gallarda, me dijo: «Hijo, por Dios y por Ella hago lo
que tengo que hacer...». Y, con un beso en la mejilla, se despidió
de mí. Un beso tierno de padre, pero que también sonaba a despedida:
la despedida de un hombre que teme que no volverá a la vida... y eso
pensé yo también.
Y, con el gozo de amar a mi padre con
locura, volví a mi casa para acompañar a aquella que simbolizaba -en
aquel momento y siempre- los valores de la mujer fuerte de la
Biblia: mi madre. Esa gran mujer que ha sabido hacer, de su
existencia, una entrega victimal y heroica a Dios, a España y a su
familia -valores en los que fue educada a lo largo de todo su vida y
que sigue mostrando, en el otoño se su existir, con una entrega
amorosa a todos nosotros-.
Pasamos la mañana con serenidad... El
silencio era la elocuencia de nuestro pesar, mientras que el tiempo
se convertía, segundo tras segundo, en el traicionero «reloj» que
nos hacía pensar en aquel momento. No sabíamos más ni menos.
Realmente, nos dolía España, mi padre y el momento en sí; aunque nos
tranquilizaba la certeza, según nos habían dicho, de que el Rey
apoyaba y ordenaba tales hechos. Era un acto de servicio más, en un
momento crítico, por el cual atravesaba nuestra Patria. Y pasó lo
que toda España conoce y lo que los medios transmiten (aunque no con
toda la veracidad que debieran). No voy a entrar en polémica... ni
quiero, ni debo. Pero sí deseo aclarar algunos puntos que conozco,
que siento míos y que viví con intensidad aquella noche. Y deseo
hacerlo desde el sosiego, desde la paz que, cada día, me regala
Cristo y desde la serena sabiduría de los años que te hacen asentar
pasiones y discernir la verdad como realidad de la vida.
No voy a revelar nada del 23F, el silencio
de mi padre me obliga a callar. Sin embargo, no puedo dejar en el
olvido las grandezas de un gran hombre.
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