He de confesar que mi particular relación personal y sentimental con
todo el recinto monumental y religioso de la Santa Cruz del Valle de
los Caídos comienza, hasta donde me alcanza la memoria, antes
incluso de que tuviera uso de razón, pues entre algunos de los
recuerdos de mi infancia que no me son borrosos se encuentran las
visitas que - más o menos habitualmente – realizaba con mis padres a
tan singular paraje natural y templo, grabándose para siempre en mi
retina la impresión que me produjo observar tanto la imponente Cruz
del Risco de la Nava, como la conmovedora Basílica excavada en el
interior de éste.
Por aquélla época,
con 5, 8, 11 años, como es lógico, no podía advertir en su plenitud
la profunda significación histórica y espiritual del lugar, pero
desde entonces esa Cruz y esa Basílica infundieron en mi mente, en
mi alma y en mi corazón una sensación trascendente, podríamos
llamarla, de “comunión” o “conexión” permanente con ellas, que - aun
no comprendiéndola del todo - intuía que me acompañaría durante el
resto de mi vida.
Pocos años después,
ya en mi adolescencia y primera juventud, y como consecuencia
lógica de mi compromiso político militante, comenzaría un proceso
por el cual se iría incrementando poco a poco y de forma natural mi
relación consciente y afectiva con Cuelgamuros en base a
experiencias propiamente derivadas de dicho compromiso (Misas
conmemorativas, campañas de propaganda, Universidades de Verano… )
las cuales se sustentaban sobre la base de la lealtad a unos
principios ideológicos (Fe en Dios, Amor a mi Patria y lucha por la
Justicia Social) y a unas fidelidades históricas – el ejemplo de
José Antonio Primo de Rivera, la Obra de Francisco Franco y el
sacrificio de todos cuantos cayeron luchando en la Guerra - de los
cuales a día de hoy no solo no he renegado, sino que tengo mucho
más asumidos y solidificados que nunca.
Pero hete aquí que,
rondando el inicio de mi tercera década de vida (en torno a los 20
años) acontecería un hecho de índole familiar como fue el
fallecimiento de mi abuelo paterno (persona leal como pocos a los
mismos principios que he proclamado anteriormente), y la decisión de
mi padre de depositar sus cenizas a los pies de la inmensa Cruz – “ese
es el sitio en el que más le hubiera gustado reposar”, recuerdo
que me dijo – en un lugar especialmente recogido y particularmente
intimo. Desde aquel momento, mi relación con el Valle daría un paso
más allá: la relación con un lugar que ya consideraba como “algo
mío”, como una “segunda casa” que pasaba a formar parte de mi ser,
de mi pasado, mi presente y mi futuro….
Desde aquel
momento, y comenzando el presente siglo, mi peregrinaje habitual
hacia el Valle - solo o en compañía de mi padre - se multiplico
considerablemente, y junto al homenaje a mi abuelo, con mi puntual
ascensión a pie hasta la misma base de la inmensa Cruz, eclosionó en
mi una necesidad de meditación, de reflexión y oración a la vera de
las magnificas figuras de los 4 evangelistas esculpidas por Juan de
Avalos, al tiempo que contemplaba el maravilloso paisaje de la
sierra madrileña. Un silencio, un recogimiento y una de las
sensaciones mas maravillosas de mi vida, que en numerosísimas
ocasiones quise también compartir con un buen puñado de familiares y
amigos.
A partir de 2005,
tuve el inmenso honor de conocer al Padre Prior de la Comunidad
Benedictina, Alfredo Maroto, y tratarle con tanta frecuencia, que
terminó convirtiéndose en mi “padre espiritual”. Una de los
poquísimas personas que en esta vida puedo calificar sin ningún
género de dudas como un verdadero santo. Su visión de Dios y de la
vida, su cercanía, sus consejos, me dieron una especial fortaleza en
unos momentos especialmente delicados – e incluso, posteriormente,
dolorosos – para mí. Y su profunda y sincera amistad conmigo, cada
vez más habitual, me abrió la puerta al trato con la propia
Comunidad, y al conocimiento de todos los secretos, estancias y
recovecos de la Basílica, la Abadía, el Monasterio y el Cementerio
de los Monjes. Desde entones, mi amor al Valle de los Caídos se
multiplicaría cada vez más..
Dos años después,
esas visitas a la Comunidad las empezaría a realizar en compañía de
una maravillosa chica hispana, la cual también pudo beneficiarse
copiosamente del consuelo humano y la paz espiritual que ofrecían
los padres benedictinos, y que tanto necesitaba en su corazón. Esa
chica terminaría por ser la que hoy es mi esposa, casándonos un 25
de Julio de 2009, festividad de Santiago Apóstol, en la Capilla de
la Hospedería del Valle. Parecía que así llegaba, con el colofón de
nuestro enlace, el culmen de mi relación con el Valle de los Caídos.
Pero no seria así.
A partir del pasado
invierno, las fuerzas del Mal comenzaron su asedio y acoso hacia
este santo lugar, y desde febrero, lo rodearon con tal espesa capa
de silencio - cuando no de descaradas mentiras e incluso actuaciones
destructivas propias de talibanes - que la confusión inicial por el
arbitrario e intermitente cierre del Valle como iglesia y monumento
se trocó en una profunda preocupación por las calamidades,
humillaciones y persecución a las que empezó a ser sometida la
Comunidad de monjes. Un asedio y acoso que bien podría ser
comparable – aunque de una forma mucho más sibilina, por supuesto-
con el que tuvo que sufrir en su momento el Alcázar toledano a manos
de los abuelos y bisabuelos de muchos de los que hoy ocupan los
cargos en la Administración del Estado.
Desde entonces, y
advirtiendo la gravedad de la situación, decidí dedicar todo el
espacio libre que quedara de mi tiempo en involucrarme al 100% en la
defensa y preservación del Valle, y así hasta el día de hoy, por un
lado en medio de las mas farisaicas y asquerosas actuaciones de los
poderes públicos y de la incomprensión – cuando no censura – de
muchas gentes, pero también en una actividad que me ha permitido
conocer a personas integras y maravillosas que no han dudado en
poner en juego, ante el Sistema que nos desgobierna, su prestigio
personal, profesional e incluso económico.
En este punto de
cosas, llegamos hasta estos días, cuando la Comunidad Benedictina,
en un ejercicio de heroísmo y de testimonio, y tras casi un año de
martirial aguante y silencio – que he podido seguir casi a diario, y
el cual, he de reconocerlo, en algunas ocasiones he llegado a no
compartir ni comprender – decidió salir en primer lugar el pasado 7
de noviembre a las puertas del templo a oficiar la Santa Misa, a pie
de carretera, ante la prohibición por parte de la Delegación del
Gobierno de Madrid (actuando más bien como un Politburó Soviético)
de dejar acceder a los católicos a Misa dentro de la Basílica,
usando como herramientas a su a agentes de la nueva Guardia de
Asalto Republicana, antaño llamada Guardia Civil.
El éxito de
asistencia movió a la Comunidad de Monjes a anunciar que seguirían
en su empeño de oficiar la Misa en la junto a la M-600, y ante la
masiva movilización que se esperaba para este pasado domingo 14, el
gobierno socialista se asustó y se avino a negociar, a través de
Patrimonio “nacional”. Tras un principio de acuerdo, se concedió
“graciosamente” a los benedictinos oficiar la Misa en la explanada
posterior de la Abadía-Hospedería, a la cual hemos acudido miles de
católicos y españoles - bajo la lluvia y en medio del frio serrano -
para arropar a los oficiantes en un ambiente de impresionante y
profundo silencio, oración y recogimiento, en una convocatoria que
ha sido todo un éxito (y la cual se va a seguir repitiendo hasta que
no se resuelva la situación) y unidos en nuestros en los dos máximos
amores de nuestras vidas: Cristo y España. |
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