José Utrera Molina nació en Málaga en 1926. Fue
ministro de Vivienda y ministro secretario general del Movimiento
con Francisco Franco. Es suegro del alcalde, Alberto Ruiz-Gallardón
He recibido la noticia del despojo que se hace por
el Ayuntamiento de Madrid a Francisco Franco, con un sentimiento de
tristeza infinita, de honda amargura y también de extraño estupor.
Nunca creí que se vulneraran las leyes de la caballerosidad para
lanzar un ataque a quien, ya muerto, respira aún junto al corazón de
muchos españoles. Tengo que manifestar, por lo tanto, mi disgusto
junto a mi sorpresa, y la tristeza y la amargura que me embargan,
superan en este caso concreto a mi indignación, por motivos
fácilmente comprensibles. No voy a ejercer ninguna clase de condena,
ni tampoco me voy a distinguir en un ataque alevoso a los que, a
solicitud del grupo comunista, han perpetrado el hecho de privar a
quien fue Caudillo de España de unos títulos que le fueron otorgados
con plena justicia. Pero quiero recordar que esta medida constituye,
además, un contrasentido, porque precisamente quien ha sido atacado
con esta disposición, recibió del actual Rey de España las
siguientes palabras de elogio en el acto de su coronación: «Una
figura excepcional entra en la historia. El nombre de Francisco
Franco será ya un jalón del acontecer español y un hito al que será
imposible dejar de referirse para entender la clave de nuestra vida
política contemporánea. Con respeto y gratitud quiero recordar la
figura de quien durante tantos años asumió la pesada responsabilidad
de conducir la gobernación del Estado. Su recuerdo constituirá para
mí, una exigencia de comportamiento y de lealtad para con las
funciones que asumo al servicio de la patria. Es de pueblos grandes
y nobles el saber recordar a quienes dedicaron su vida al servicio
de un ideal. España nunca podrá olvidar a quien como soldado y
estadista ha consagrado toda la existencia a su servicio».
¿Cómo es posible, que a tenor de estas justas
apreciaciones del Rey de España, se pueda herir con tanta furia a
quien nos gobernó durante un periodo de paz constructivo y eficiente
y a quien se debe, queramos o no, la restauración de la monarquía
actual, precisamente en la persona de Juan Carlos I?
Después de considerar estas regias palabras, creo
que constituyen un grave motivo de reflexión para aquellos que
estimamos que la Transición fue un periodo político abierto a la
reconciliación de todos los españoles. Hoy, después de tantos años,
resulta que se resucitan los odios, que se alientan las divisiones y
que con una especie de artilugio dialéctico se cubre con la palabra
«democracia», todo lo que es un verdadero disparate histórico y que
constituye la posibilidad de abrir nuevas heridas en el ya torturado
corazón de muchos españoles.
Yo declaro aquí, en este artículo, mi lealtad a
Francisco Franco. Lo hago consciente de los ataques que aún he de
recibir, de las injurias que van a cubrir mi nombre, de las patrañas
que van a envolver la verdad que defiendo, pero entiendo, que esa
lealtad jurada, me obliga hasta el último día de mi existencia. Me
avergüenzo de que se hayan producido situaciones como las que
describo, me duelen en el fondo de mi alma. Tengo pruebas
fehacientes de haber ejercido antes de que lo proclamara nadie, una
verdadera política de reconciliación. Entre otras cosas, porque en
los dos bandos en conflicto tuve familiares muy próximos a los
cuales consideré siempre equiparables en su buena fe y en su
dignidad. Hoy me estremece que sean los herederos de los
fusilamientos de Paracuellos y de tantos crímenes como España entera
conoce, los que obliguen a un colectivo municipal a bajar la cabeza,
o a hacer referencias a determinadas figuras envueltas en las brumas
ciertamente acentuadas de la lejanía histórica.
Insisto en que pretendo única y exclusivamente
emitir mi opinión sin ánimo de ofensa a nadie, sin pretender ninguna
descalificación política. Allá cada uno a la escucha de los latidos
de la propia conciencia. Cuando pase el tiempo, estoy seguro de que
muchos de los que han votado una moción semejante, sentirán el
escalofrío que produce el recuerdo de haber obrado injustamente, la
vergüenza y el bochorno que suscita un ataque sin piedad a quien ya
yace sepultado, aunque no en el olvido de muchos españoles que hoy
reciben una afrenta injustificada. |
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