Cuando
el profeta Isaías describe la ciudad de Jerusalén como futuro
lugar de la presencia y de las bendiciones de Dios para Israel
y para todos los pueblos, lo hace con estas palabras: "al final
de los días estará firme el monte de la casa del Señor, en la
cima de los montes, encumbrado sobre las montañas. Hacia él
confluirán las gentes, caminarán pueblos numerosos; Dirán: venid,
subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob" (Is.
2, 2-3).
¿Cómo
no percibir la afinidad de esta descripción con la que se puede
hacer de este lugar del Valle, donde los montes y las cumbres sirven
de sólido asiento a esta Casa y a esta Cruz del Señor? Vosotros
habéis dicho hoy: subamos a ese monte, no sólo a honrar a los
muertos, sino a percibir el aliento de vida que brota de este altar,
de este Cristo que nos preside, crucificado y resucitado, de esta
Cruz que, como la serpiente que fue elevada en el desierto, ha sido
erigida sobre ese pedestal colosal para sanar a este pueblo nuestro
y a todos los pueblos que un día contemplarán en la Cruz el signo
de la victoria sobre el poder del mal y de la muerte. Será el día
en que tal vez gentes y pueblos numerosos sean convocados a subir al
monte de la Cruz para adorar el signo de la redención.
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Cruz
para la paz y la reconciliación del mundo y de España. Ella es
vida y resurrección para todos. Por eso, los muertos
por los que hoy oramos, presentes aquí o en cualquier tierra de
España, no son ya ni de unos ni de otros. Todos nos pertenecen a
todos, porque todos pertenecen ya a Dios. Ante
Dios no hay ni vencedores ni vencidos; cada uno lleva, ante su
tribunal, el peso de sus propias obras.
Para
nosotros ya están en paz los que ayer estuvieron en guerra. Ya están
hermanados desde que se han encontrado ante el mismo Juez y Padre.
Su mensaje común a nosotros nos dice: vivid en armonía, en
justicia, en verdadera fraternidad; superad vuestras rivalidades;
dad a Dios lo que es de Dios y daros a vosotros la paz de los
corazones, para que, como dice el salmista, haya paz dentro de
vuestros muros, seguridad en vuestra sociedad.
Y
si es posible, dejad también en paz este lugar ; permitid que siga siendo un espacio de paz y espiritualidad como lo ha
sido hasta ahora para la mayor parte de las personas que se han
acercado hasta aquí. El Valle tiene una sola misión: la paz y la
oración, como dicen los símbolos que lo configuran: una Cruz, un
templo, un monasterio, un lugar de acogida para quien busca el
silencio y el sosiego: ¿a quién ofenden esos símbolos,
universalmente considerados como emblemas de reconciliación y de
paz?
Unos
edificios, por cierto, construidos por trabajadores que, en su
totalidad, eligieron libremente participar en las obras del
monumento, incluidos los que, en situación de cumplimiento de
penas, decidieron por sí mismos redimirlas por el trabajo, de
acuerdo con la legislación vigente –hasta seis días de redención
por uno de trabajo-, en condiciones de estricta igualdad laboral,
salarial y social con el resto de trabajadores.
Muchos
de ellos convivieron aquí con sus familias en sus propias casas, y
permanecieron trabajando libremente cuando, en muy pocos años,
concluyó su situación penal. La cifra de los que murieron durante
las obras, supuestamente a causa de la dureza del trato y del
trabajo, no fue la de docenas o centenares, como tantas veces se
afirma, sino de 14, de ellos al menos la mitad pertenecientes a los
trabajadores libres, y debido a accidentes laborales. Así según
los servicios médicos del Consejo de Obras, dirigidos por uno de
los penados.
Dejémonos,
pues, reconciliar. Sin olvidar que la reconciliación tiene exigencias recíprocas. No hay reconciliación
cuando se hostigan los sentimientos religiosos, los principios
morales, los valores humanos, familiares o patrióticos que han sido
la herencia secular del conjunto de nuestra sociedad y que hoy son
todavía el patrimonio más estimable de la mayor parte de ella. La
reconciliación no puede ser el desarme de unos para hacer posible
el proyecto de hegemonía de los otros.
A
que no sea así ha de contribuir también la reconciliación con la
memoria.
Estamos
ahora ocupados en recuperar nuestra memoria histórica. No es ocioso
recordar a este propósito que es aquí donde, hace ya casi
cincuenta años, esa memoria es viva y permanente. Sin
discriminaciones, sin que nadie la imponga, ni la vocee a los cuatro
vientos, ni la cobre. Ha sido y es una memoria callada, una
palabra dicha en el silencio, dirigida a Dios, escuchada por los
muertos que aquí reposan, pronunciada sólo por voces de monjes y
niños de coro, pero en las que suena la voz de toda España.
Es
la memoria ante la Cruz y ante los santos que pueblan esta Basílica,
memoria convertida en Eucaristía, Sacrificio y Resurrección para
que esos muertos tengan vida, no sólo en el recuerdo de los
hombres, sino en la presencia del Dios vivo. Con esto queremos
subrayar que esa memoria ha nacido aquí y aquí ha tenido algunas
de las expresiones más estimables: la que dio el sepulcro más
digno a los caídos, la que pide para ellos, diariamente, la piedad
de Dios, al margen de panegíricos
o apologías de nadie en particular.
Entre
nosotros la memoria histórica es multiforme y exige de todos ser
honestos con ella para recordarlo todo, para que no sea una memoria
desmemoriada, excluyente de las realidades que se ha
determinado eliminar del nuevo proyecto por el que debe caminar España.
Hacer tabla rasa de la historia viva, marcada por siglos de cultura
y espiritualidad, sería un fraude inaceptable y absurdo, que vendría
a decir que no
venimos de ningún sitio ni vamos en ninguna dirección.
Nadie
puede, en nombre de nada, abolir lo que las generaciones anteriores
han creído, amado y vivido como lo más verdadero y preciado de su
existencia. Una verdad multisecular no se anula con la hipótesis de
un día. Los que la han construido y transmitido reclaman la
reposición de esa herencia, que está cimentada en la fe, en la
vida y tantas veces en la sangre, y que sabe situarse creadoramente
frente a nuevos espacios y tiempos, después de discernirlos
cuidadosamente.
La
memoria que necesitamos recuperar es la memoria de nosotros mismos:
de los rasgos fundamentales del hombre español, de todo lo que
hemos sido, de toda nuestra riqueza y variedad: la memoria de la
colectividad y de lo colectivo, en los que se reconoce la gran mayoría
de los españoles y en los que se funden historia y religión,
pueblo y Dios. Por tanto, memoria entera de España entera, de
manera que la memoria de unos pocos no anule la de siglos y
generaciones de españoles.
Ha
de ser, también, la memoria de un futuro que no resulte una invención
arbitraria, sino que refleje la memoria de la España real. Sin ella
estaríamos ante un futuro sin futuro, sin porvenir ni esperanza; un
futuro sin España y sin Dios, donde sólo quedaría el recuerdo
inerme de una nación muerta a su historia, a su espíritu y a su
fe.
Necesitamos
una memoria de España que sea igualmente memoria de Dios. Borrar a
Dios es borrar a España, en cuya historia el suyo ha sido el nombre
más amado y pronunciado, la presencia más estimulante. Sin Él la
invocación de la memoria histórica se convierte en una impostura
intelectual e histórica, como ocurre en la Constitución Europea.
El
silencio sobre Dios es, inevitablemente, el peor de los presagios.
El representa el fin de la verdad, de la historia, del hombre; el
fin absoluto de toda utopía y esperanza; el fin de la propia Razón,
porque también la Razón subsiste, como todo el hombre, en Dios.
Sin verdades axiomáticas no se puede establecer ni exigir ningún
deber. Pero donde no hay deber ni moral sólo hay barbarie y
absolutismo, sólo nos queda un futuro libertario pero sin libertad.
Sin
Dios España se revestirá de una identidad apócrifa y hará que en
adelante sean apócrifas todas sus obras. Tampoco le pertenecerá
ninguna página de su pasado, porque en cada una de ellas está
impresa su huella, ni podrá mirar hacia atrás sin experimentar la
conciencia de haber extinguido el dinamismo fundamental de nuestra
vida personal y colectiva. La amenaza de ayer fue el comunismo, la de hoy es el nihilismo.
Pero,
como se preguntaba el Papa Juan Pablo II: "¿puede ir la
historia contra la corriente de las conciencias?", (Memoria
e identidad, Madrid, 2005). No se hace nada a favor del hombre
cuando se atenta contra su condición espiritual, cuando se le
impulsa a vivir
contra el orden, la verdad y el amor de Dios.
La
situación
más opresiva no es la que restringe algunos derechos ciudadanos,
sino aquella que nos confisca los valores primarios: espirituales y
morales, humanos y sociales, el que ofusca la conciencia del bien y
del mal, el que nos desposee de la verdadera identidad histórica.
Cuando se extingue el espíritu de un pueblo se extingue con él la
totalidad de su ser, su realidad y su genio. Entonces esa criatura
nueva que soñamos puede estar siendo producida no sólo en los
laboratorios, sino también en los medios de comunicación, en los
parlamentos (leyes) o en las aulas escolares.
El
resultado es que el depósito de creencias y valores espirituales y
morales presentes en la sociedad, española y europea, está bajo mínimos,
mientras ese patrimonio es considerado parte del pasado que
pertenece ya a una época de tinieblas. Por ello los hombres hemos
decidido darle un nuevo estatuto al mundo.
Pero
nos debiera producir zozobra vivir de espaldas a todo lo que ha dado
vida a las generaciones anteriores, porque la experiencia de las
actuales es bastante más sombría, a pesar de las 'luces' y de la
ciencia. Hemos entrado, así, en un estado de demencia tranquila que
nos representamos como el logro de la utopía hacia la que la
humanidad ha venido caminando. Por eso hemos de ser conscientes de
que el mundo debe ser renovado, a fin de restablecer el orden de la
creación y de la redención. Es, por tanto, de nuevo, la hora de
Cristo, Luz y Ley del mundo.
En
cuanto a nosotros , aunque
en algún momento tengamos la sensación de que España se apaga,
podemos mantener la confianza de que el servicio secular de España
a Dios no va a quedar estéril; de que "esta enfermedad no es
de muerte", la seguridad de que nada de lo que lleve el sello
de Dios va a desaparecer. Pero es deber de todos contribuir a
reavivar la llama. Entretanto, oremos con el pueblo de Dios:
"Señor de los ejércitos, mira desde el cielo, ven a visitar
tu viña, la cepa que tu diestra plantó y que tú hiciste
vigorosa" (sal 79); "restáuranos; que brille tu rostro y
nos salve".
Que
la Señora de todas las Naciones sea nuestra abogada.
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