Homilía del Padre Abad del Valle de los Caídos.
Ya están en paz los que ayer estuvieron en guerra.
18/11/2006.
Cuando
el profeta Isaías describe la ciudad de Jerusalén como futuro lugar de la
presencia y de las bendiciones de Dios para Israel y para todos los
pueblos, lo hace con estas palabras: "al final de los días estará firme
el monte de la casa del Señor, en la cima de los montes, encumbrado sobre las
montañas. Hacia él confluirán las gentes, caminarán pueblos numerosos; Dirán:
venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob" (Is. 2,
2-3).
¿Cómo
no percibir la afinidad de esta descripción con la que se puede hacer de este
lugar del Valle, donde los montes y las cumbres sirven de sólido asiento a esta
Casa y a esta Cruz del Señor? Vosotros habéis dicho hoy: subamos a ese monte,
no sólo a honrar a los muertos, sino a percibir el aliento de vida que brota de
este altar, de este Cristo que nos preside, crucificado y resucitado, de esta
Cruz que, como la serpiente que fue elevada en el desierto, ha sido erigida
sobre ese pedestal colosal para sanar a este pueblo nuestro y a todos los
pueblos que un día contemplarán en la Cruz el signo de la victoria sobre el
poder del mal y de la muerte. Será el día en que tal vez gentes y pueblos
numerosos sean convocados a subir al monte de la Cruz para adorar el signo de la
redención.
Cruz
para la paz y la reconciliación del mundo y de España. Ella es vida y
resurrección para todos. Por eso, los muertos por los que hoy oramos, presentes
aquí o en cualquier tierra de España, no son ya ni de unos ni de otros. Todos
nos pertenecen a todos, porque todos pertenecen ya a Dios. Ante
Dios no hay ni vencedores ni vencidos; cada uno lleva, ante su tribunal, el peso
de sus propias obras.
Para
nosotros ya están en paz los que ayer estuvieron en guerra. Ya están
hermanados desde que se han encontrado ante el mismo Juez y Padre. Su mensaje
común a nosotros nos dice: vivid en armonía, en justicia, en verdadera
fraternidad; superad vuestras rivalidades; dad a Dios lo que es de Dios y daros
a vosotros la paz de los corazones, para que, como dice el salmista, haya paz
dentro de vuestros muros, seguridad en vuestra sociedad.
Y
si es posible, dejad también en paz este lugar ; permitid que siga siendo un espacio de paz y espiritualidad como lo ha
sido hasta ahora para la mayor parte de las personas que se han acercado hasta
aquí. El Valle tiene una sola misión: la paz y la oración, como dicen los símbolos
que lo configuran: una Cruz, un templo, un monasterio, un lugar de acogida para
quien busca el silencio y el sosiego: ¿a quién ofenden esos símbolos,
universalmente considerados como emblemas de reconciliación y de paz?
Unos
edificios, por cierto, construidos por trabajadores que, en su totalidad,
eligieron libremente participar en las obras del monumento, incluidos los que,
en situación de cumplimiento de penas, decidieron por sí mismos redimirlas por
el trabajo, de acuerdo con la legislación vigente –hasta seis días de
redención por uno de trabajo-, en condiciones de estricta igualdad laboral,
salarial y social con el resto de trabajadores.
Muchos
de ellos convivieron aquí con sus familias en sus propias casas, y
permanecieron trabajando libremente cuando, en muy pocos años, concluyó su
situación penal. La cifra de los que murieron durante las obras, supuestamente
a causa de la dureza del trato y del trabajo, no fue la de docenas o centenares,
como tantas veces se afirma, sino de 14, de ellos al menos la mitad
pertenecientes a los trabajadores libres, y debido a accidentes laborales. Así
según los servicios médicos del Consejo de Obras, dirigidos por uno de los
penados.
Dejémonos,
pues, reconciliar. Sin olvidar que la reconciliación tiene exigencias recíprocas. No hay reconciliación
cuando se hostigan los sentimientos religiosos, los principios morales, los
valores humanos, familiares o patrióticos que han sido la herencia secular del
conjunto de nuestra sociedad y que hoy son todavía el patrimonio más estimable
de la mayor parte de ella. La reconciliación no puede ser el desarme de unos
para hacer posible el proyecto de hegemonía de los otros.
A
que no sea así ha de contribuir también la reconciliación con la memoria.
Estamos
ahora ocupados en recuperar nuestra memoria histórica. No es ocioso recordar a
este propósito que es aquí donde, hace ya casi cincuenta años, esa memoria es
viva y permanente. Sin discriminaciones, sin que nadie la imponga, ni la vocee a
los cuatro vientos, ni la cobre. Ha sido y es una memoria callada,
una palabra dicha en el silencio, dirigida a Dios, escuchada por los muertos que
aquí reposan, pronunciada sólo por voces de monjes y niños de coro, pero en
las que suena la voz de toda España.
Es
la memoria ante la Cruz y ante los santos que pueblan esta Basílica, memoria
convertida en Eucaristía, Sacrificio y Resurrección para que esos muertos
tengan vida, no sólo en el recuerdo de los hombres, sino en la presencia del
Dios vivo. Con esto queremos subrayar que esa memoria ha nacido aquí y aquí ha
tenido algunas de las expresiones más estimables: la que dio el sepulcro más
digno a los caídos, la que pide para ellos, diariamente, la piedad de Dios, al
margen de panegíricos o apologías
de nadie en particular.
Entre
nosotros la memoria histórica es multiforme y exige de todos ser honestos con
ella para recordarlo todo, para que no sea una memoria desmemoriada,
excluyente de las realidades que se ha determinado eliminar del nuevo proyecto
por el que debe caminar España. Hacer tabla rasa de la historia viva, marcada
por siglos de cultura y espiritualidad, sería un fraude inaceptable y absurdo,
que vendría a decir que no
venimos de ningún sitio ni vamos en ninguna dirección.
Nadie
puede, en nombre de nada, abolir lo que las generaciones anteriores han creído,
amado y vivido como lo más verdadero y preciado de su existencia. Una verdad
multisecular no se anula con la hipótesis de un día. Los que la han construido
y transmitido reclaman la reposición de esa herencia, que está cimentada en la
fe, en la vida y tantas veces en la sangre, y que sabe situarse creadoramente
frente a nuevos espacios y tiempos, después de discernirlos cuidadosamente.
La
memoria que necesitamos recuperar es la memoria de nosotros mismos: de los
rasgos fundamentales del hombre español, de todo lo que hemos sido, de toda
nuestra riqueza y variedad: la memoria de la colectividad y de lo colectivo, en
los que se reconoce la gran mayoría de los españoles y en los que se funden
historia y religión, pueblo y Dios. Por tanto, memoria entera de España
entera, de manera que la memoria de unos pocos no anule la de siglos y
generaciones de españoles.
Ha
de ser, también, la memoria de un futuro que no resulte una invención
arbitraria, sino que refleje la memoria de la España real. Sin ella estaríamos
ante un futuro sin futuro, sin porvenir ni esperanza; un futuro sin España y
sin Dios, donde sólo quedaría el recuerdo inerme de una nación muerta a su
historia, a su espíritu y a su fe.
Necesitamos
una memoria de España que sea igualmente memoria de Dios. Borrar a Dios es
borrar a España, en cuya historia el suyo ha sido el nombre más amado y
pronunciado, la presencia más estimulante. Sin Él la invocación de la memoria
histórica se convierte en una impostura intelectual e histórica, como ocurre
en la Constitución Europea.
El
silencio sobre Dios es, inevitablemente, el peor de los presagios. El representa
el fin de la verdad, de la historia, del hombre; el fin absoluto de toda utopía
y esperanza; el fin de la propia Razón, porque también la Razón subsiste,
como todo el hombre, en Dios. Sin verdades axiomáticas no se puede establecer
ni exigir ningún deber. Pero donde no hay deber ni moral sólo hay barbarie y
absolutismo, sólo nos queda un futuro libertario pero sin libertad.
Sin
Dios España se revestirá de una identidad apócrifa y hará que en adelante
sean apócrifas todas sus obras. Tampoco le pertenecerá ninguna página de su
pasado, porque en cada una de ellas está impresa su huella, ni podrá mirar
hacia atrás sin experimentar la conciencia de haber extinguido el dinamismo
fundamental de nuestra vida personal y colectiva. La amenaza de ayer fue el comunismo, la de hoy es el nihilismo.
Pero,
como se preguntaba el Papa Juan Pablo II: "¿puede ir la historia contra la
corriente de las conciencias?", ( Memoria e identidad, Madrid,
2005). No se hace nada a favor del hombre cuando se atenta contra su condición
espiritual, cuando se le impulsa a
vivir contra el orden, la verdad y el amor de Dios.
La
situación
más opresiva no es la que restringe algunos derechos ciudadanos, sino aquella
que nos confisca los valores primarios: espirituales y morales, humanos y
sociales, el que ofusca la conciencia del bien y del mal, el que nos desposee de
la verdadera identidad histórica. Cuando se extingue el espíritu de un pueblo
se extingue con él la totalidad de su ser, su realidad y su genio. Entonces esa
criatura nueva que soñamos puede estar siendo producida no sólo en los
laboratorios, sino también en los medios de comunicación, en los parlamentos
(leyes) o en las aulas escolares.
El
resultado es que el depósito de creencias y valores espirituales y morales
presentes en la sociedad, española y europea, está bajo mínimos, mientras ese
patrimonio es considerado parte del pasado que pertenece ya a una época de
tinieblas. Por ello los hombres hemos decidido darle un nuevo estatuto al mundo.
Pero
nos debiera producir zozobra vivir de espaldas a todo lo que ha dado vida a las
generaciones anteriores, porque la experiencia de las actuales es bastante más
sombría, a pesar de las 'luces' y de la ciencia. Hemos entrado, así, en un
estado de demencia tranquila que nos representamos como el logro de la utopía
hacia la que la humanidad ha venido caminando. Por eso hemos de ser conscientes
de que el mundo debe ser renovado, a fin de restablecer el orden de la creación
y de la redención. Es, por tanto, de nuevo, la hora de Cristo, Luz y Ley del
mundo.
En
cuanto a nosotros , aunque
en algún momento tengamos la sensación de que España se apaga, podemos
mantener la confianza de que el servicio secular de España a Dios no va a
quedar estéril; de que "esta enfermedad no es de muerte", la
seguridad de que nada de lo que lleve el sello de Dios va a desaparecer. Pero es
deber de todos contribuir a reavivar la llama. Entretanto, oremos con el pueblo
de Dios: "Señor de los ejércitos, mira desde el cielo, ven a visitar tu
viña, la cepa que tu diestra plantó y que tú hiciste vigorosa" (sal 79);
"restáuranos; que brille tu rostro y nos salve".
Que
la Señora de todas las Naciones sea nuestra abogada.
Noticia extraída de: http://www.generalisimofranco.com