Fue la personificación de
aquellos funestos años, desde la proclamación de la II República el 14 de
abril de 1931 hasta la finalización de la guerra civil el 1 de abril de 1939.
Nombrado ministro de la Guerra en el Gobierno provisional de la II República el
14 de abril de 1931, sustituyendo a Niceto Alcalá-Zamora como Presidente del
Gobierno provisional el 14 de octubre de 1931, debido a la dimisión de éste
por el tema de la cuestión religiosa, ostentando también la cartera de Guerra.
En los gobiernos del 16 de diciembre de 1931 y en el del 12 de junio de 1933,
volvió a desempeñar los dos cargos.
El 19 de noviembre de 1933, al
triunfar la coalición formada por el Partido Republicano Radical de Alejandro
Lerroux y la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA) de José María
Gil Robles, se retira temporalmente de la política.
En 1934 funda el partido
Izquierda Republicana. El 16 de febrero de 1936 resulta vencedora la coalición
de partidos de izquierda que se denominó Frente Popular, siendo encargado Azaña
de formar gobierno, lo que lleva a cabo el 19 de febrero de 1936, volviendo a
ocupar la Presidencia de Gobierno hasta el 28 de abril de 1938, siendo
sustituido por Augusto Barcia Trilles. Tras la destitución de Alcalá-Zamora,
es nombrado Presidente de la República el 10 de mayo de 1936 hasta el 27 de
febrero de 1939, en que se fuga a Francia, fecha en que presenta su dimisión
como Presidente de la República.
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El régimen y el hombre se
identificaron hasta confundirse, hasta perderse la noción exacta de dónde
terminaba la idea y el espíritu y la concepción del hombre, y dónde empezaba
el carácter y la manera y la fisonomía del régimen. Jamás un conglomerado
político ha sabido asemejarse con más rara perfección a la estructura moral y
al sentido personal de un hombre. Atrabiliario Azaña, antipático el régimen.
Soberbio Azaña, inhabitable la zona republicana. Resentido, medroso, cobardón,
el hombre; agria, inestable, injusta, la comunidad. Azaña procedió siempre,
desde el mando, con la añagaza, con la trampa, con el recurso hipócrita. Lo
falseó todo. Eliminó, en cada hora y en cada coyuntura de su tarea de
gobernante, la nobleza del gesto, la rectitud de la conducta, la gallardía del
enfrentamiento. Fue duro y cruel con los adversarios vencidos. Falaz y temeroso
con el que exhibiera potencia o presentara firmeza. Y su sentido corto,
limitado, mezquino de la política y de la función, lo trasladó al espíritu,
al moldear la República que era su propio espíritu y al fundar la colectividad
que era como él.
Azaña tuvo, en su etapa de
gobernante, la fácil habilidad de crear el papanatismo.
Acaso ningún otro político se supo rodear de más dilatada cohorte de
admiradores y panegiristas. Especuló con la mendacidad y el cretinismo ajenos.
Cultivó a los indeseables de la pluma y a los suplantadores del pensamiento.
Hizo con ellos el chantaje político y literario de una depredación de puestos
y jerarquías que producían espejismo en los ignaros y seducción en los memos.
Fue un farsante. Gustaba de
aparecer indiferente, frío. Procuró llevar al ánimo ajeno una sensación de
escepticismo. Y en esto estribó precisamente su formidable esfuerzo de
farsante.
Para Azaña, su propia subida al
mando, su llegada a tocar en realidad los sueños obsesionantes, la ambición
alcanzada y el deseo en situación de colmo, tenían otro perfil: era la
soberbia de domeñar voluntades y aplastar obstáculos; la vanidad, el recelo de
la insinceridad, el resentimiento, especialmente, de la tardanza en el escalo.
Se creyó superior a todos y en todo.
No quiso a nadie, fue incapaz de
la más leve ternura, desconociendo el afecto. El miedo, la falta de aplomo
cuando el ambiente no era propicio y el escenario no se presentaba practicable.
La cobardía, el temblor en los labios, la ausencia de sangre en el rostro eran
expresiones sintomáticas de una modalidad de la emoción. Huyó de las polémicas
parlamentarias en las segundas Cortes de la República, vencida la política y
la cuadrilla operante del bienio.
Mostró todas las características
de endeblez, de temor, de falta de aditamentos resellantes de hombría que le
singularizaron, cuando se le requirió a que acudiera al Congreso a discutir con
sus adversarios. Fue el primero en huir de Madrid cuando se hizo peligrosa la
permanencia y expuesta la proximidad de las tropas Nacionales. Huyó con aparato
excesivo, espectacular y delatador, de escoltas y guardadores. Hombre de escasa
dosificación varonil.
Azaña hizo mucho daño a España.
Fue el tipo más funesto de la anti-Patria, personificación de todo lo que
niega nuestra gloriosa personalidad nacional.
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ARRIBA
La ambición
política fue consustancial a Azaña. Buscó denodadamente
cualquier contingencia que le proporcionase algún ascenso.
Pero los años pasan y la suerte no le es propicia. El hombre
que en 1913 organizó la visita de la Junta ateneísta a S. M.
el Rey Alfonso XIII para mostrar complacencia y parabienes por
la feliz frustración del atentado de Sancho Alegre, un
decenio después, ante la Dictadura de
Primo de Rivera, encontró ambiente y ocasión para
nutrir sus ambiciones: se organizan las mesnadas republicanas.
Azaña rompió
sus lazos con el reformismo y se anudó con la Alianza, para dejarla también en su momento. Una vez en el Poder, soltó el
lastre socialista, y en la coyuntura contraria, lo tomó de
nuevo. Posteriormente, dentro de su versatilidad e
inconsecuencia se inclinó hacia el abominable contubernio del
anarquismo libertario, el comunismo moscovita y tiránico, y
el separatismo infamante y necio de los bizcaitarras.
Para Azaña no
hay más que él mismo, su ascensión y su logro personal. Una
vez establecida la República, suena la hora de Azaña, a
quien se hará rápidamente el cerco adulatorio de los que, en
su desbordante egolatría, ven posibilidades inmediatas de una
distribución que colme sus premuras.
Con solapado
silencio, sin ruido, comienza la tarea de triturar al Ejército,
ya que el día de mañana –desde luego no le faltó visión
en el cálculo– podía ser instrumento de una protesta
colectiva y de un malhumor nacional. Prepara la reforma para
debilitar al posible adversario del mañana. Pero no tuvo en
cuenta que la estructura podía cambiarse, pero el espíritu,
no, y así no hubo posibilidad humana de evitar la gloria y la
razón del 18 de Julio de 1936. De todas formas, el propósito
era evidente: destrozar el órgano.
Azaña exclamó
desde el banco azul: “España ha dejado de ser católica”,
consiguiendo desplazar del jefe del Gabinete provisional,
Niceto Alcalá-Zamora. Sabe Azaña que con esa frase, miente,
pues la conciencia católica del pueblo español mantiene su
fe cristiana y su adhesión a la Iglesia. Pero el embuste era
necesario, ya que llenaba finalidades de distinto orden:
provoca una crisis, una irritación nacional que entraba ya en
sus cálculos y un motivo de acercamiento a las huestes
marxistas.
El Parlamento,
los Ministerios, todas las piezas del mando van tomando un
tono y adquiriendo un estilo. De hecho, se vive en dictadura.
Se incorpora a la Constitución la Ley de Defensa de la República.
Han transcurrido sólo unos meses desde la jornada “alegre y
venturosa” del 14 de Abril, y ya tiene la República ese
perfil agrio que había de delatar, con acierto de frase y de
arrepentimiento, Ortega y Gasset. Anarco-sindicalismo. 10 de
Agosto. Villa Cisneros. Casas Viejas con “tiros a la
barriga” y que “se pacifiquen ellos”. Persecución
religiosa. Fechas, lugares y frases, símbolos de una etapa,
de una política y de un hombre. La impopularidad le asfixia y
el rencor le rodea. Jamás una figura política ha sido más
unánimemente vituperada y nunca se ha concentrado tan
intensamente el odio de un pueblo.
Azaña quiere
a toda costa inutilizar a Lerroux, porque se acercan las
elecciones y no conviene que las presida el jefe radical. La
maniobra triunfa. Azaña, repudiado por el país, apartado de
la gobernación, al conjuro del clamor popular, sigue
mandando.
Tres años
después ha sido votada la censura al Presidente de la República
Niceto Alcalá-Zamora. La vida de la República no es otra
cosa que una sucesión de etapas que marcan las de la ruta
personal de Azaña. Ministerio de la Guerra, Presidencia del
Consejo, jefatura de las izquierdas, Presidencia de la República.
Por fin, logró
su primordial aspiración, ser el Jefe del Estado y tener a
España bajo su pie. Sus aliados le presentan su minuta:
incendios, saqueos, asesinatos. La revolución roja avanza.
Las carreteras españolas se manchan de sangre, y las hogueras
se elevan a lo alto y los gritos de dolor invaden el espacio,
mientras la revolución incontenible, asoladora triunfante,
como nuevo caballo de Atila, destroza y asesina a España, el
ex ateneísta, que ha logrado su ambición…
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