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Actualizada: 13 de Enero de 2.010. 

 
 
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  El llamado "problema catalán" a través de la historia y de los años


El Discurso de Maura sobre el Estatuto de Cataluña de 1932

Eduardo Palomar Baró.



Miguel Maura Gamazo, hijo del político monárquico Antonio Maura Montaner, nació en Madrid el 13 de diciembre de 1887. Fue elegido diputado en 1916. Partidario primero y luego detractor de la dictadura de Miguel Primo de Rivera evolucionó desde posiciones monárquicas hacia un republicanismo moderado. Perteneció, junto a Niceto Alcalá Zamora a la Derecha Liberal Republicana, uno de los partidos republicanos firmantes del Pacto de San Sebastián, que más adelante se transformaría en Partido Republicano Conservador. Llegó a ser Ministro de la Gobernación durante el Gobierno Provisional –abril-octubre de 1931–, produciéndose durante su mandato los episodios de la “quema de los conventos”. Dimitió en octubre de 1931 por la aprobación de los artículos de la Constitución contrarios a la Iglesia católica, ya que no se aprobó un texto alternativo respetuoso con los derechos de la mayoría católica del país. Siguió al frente del grupo republicano conservador enfrentado a la política radical de Azaña.

En la primavera de 1936 alcanzaron fuerte eco, aunque ninguna consecuencia práctica, sus artículos periodísticos reclamando la instauración de una “dictadura republicana” como medida para salir de la caótica situación político-social reinante desde la llegada al poder del Frente Popular.

Al iniciarse la Guerra Civil se encontraba de veraneo en La Granja. Sabedor que los anarquistas le buscaban para ejecutarle, pidió ayuda a Indalecio Prieto quien le procuró un avión militar con el que se trasladó a Toulouse (Francia), consiguiendo así salvar la vida, a diferencia de su hermano Honorio Maura Gamazo, ejecutado por las milicias anarquistas y comunistas en el fuerte de Guadalupe en Irán en el verano de 1936.

Miguel Maura regresó a España en 1953, donde permaneció hasta su muerte, ocurrida en Zaragoza en el año 1971.

ARRIBA  



La firma del Pacto de San Sebastián entre republicanos, socialistas y catalanistas de izquierdas, en agosto de 1930, preveía atender las reivindicaciones nacionalistas, pero sin proponer un calendario concreto. Tras la huida del rey Alfonso XIII, en abril de 1931, Ezquerra Republicana, dirigida por Francesc Macià, proclamó la República Catalana, el 15 de abril de 1931. El jefe del Gobierno provisional, Niceto Alcalá Zamora, acudió a Barcelona y consiguió que Macià reconsiderase la proclamación, a la espera de la aprobación de la Constitución. Mientras tanto, se recuperó el viejo nombre de Generalitat, para designar el sistema institucional autónomo catalán. Sin embargo, la Generalitat preparó un proyecto de Estatuto, el conocido como “Estatuto de Nuria”, que fue plebiscitado por los ciudadanos catalanes el 2 de agosto de 1931. Con un 70% de participación, el proyecto de estatuto obtuvo una aprobación del 90% de los votantes.

El proyecto fue discutido en las Cortes en mayo de 1932. El fallido golpe de estado protagonizado por el general Sanjurjo aceleró el debate y la aprobación del proyecto el 9 de septiembre de 1932. Tras la aplicación de una serie de enmiendas, que dejaron los 52 artículos originarios en 18, el Estatuto de Cataluña fue aprobado por amplia mayoría: 314 votos afirmativos frente a 24 negativos.

El Estatuto aprobado rebajaba las pretensiones originales del proyecto. Mientras en el proyecto se afirmaba que «Cataluña era un Estado autónomo dentro de la República española», el texto final fijaba –de acuerdo con la Constitución Republicana que definía a España como «un Estado integral, compatible con la autonomía de los municipios y las regiones»– que «Cataluña se constituye en región autónoma dentro del Estado español». También fue modificada de la propuesta oficialidad única del catalán se pasó a la cooficialidad de catalán y castellano. Sin embargo, a pesar de los recortes, el Estatuto confería una sustancial autonomía a Cataluña: la Generalitat pasaba a estar compuesta de un Parlamento, un Presidente y un Consejo Ejecutivo. También obtenía competencias en ámbitos como orden público y justicia.

 

ARRIBA  



Diario de Sesiones de 6 de mayo de 1932

«Me levanto, señores diputados, con plena conciencia de la responsabilidad que sobre todos pesa al tiempo de empezar el debate del Estatuto de Cataluña. No creo que haga falta esforzarse en demostrar la importancia del tema que vamos a debatir. Desde el comienzo del siglo -me parece que fue el año 1901 cuando se debatió por primera vez en esta Cámara alrededor de las bases de Manresa el tema catalán- viene este problema pesando sobre la vida pública española y viene perturbando toda la política nacional. Puede que no haya pasado una sola legislatura que no haya dedicado largos debates al tema catalán; pero siempre lo hacía alrededor de documentos que no tenían estado parlamentario o de manifestaciones de los diputados en la Cámara. Es ésta la primera vez que el Parlamento español delibera sobre este tema con un texto concreto, articulado, para votarlo y resolverlo. Y lo primero que se advierte es la necesidad de considerar brevemente las posiciones que fuera de esta Cámara adopta el país alrededor del tema. Hay tres posiciones bien definidas con respecto al Estatuto catalán fuera de la Cámara: los intransigente, centralistas sin paliativos, los que afirman que éste no es un problema nacional, que es una cosa inventada y que no hay que hablar de ella -tengo la seguridad de que dentro de esta Cámara no se alzará una sola voz sosteniendo eso-; los que de la acera de enfrente, en Cataluña, mantienen el principio del “tot o res”, que suponiendo que el Estatuto votado en Cataluña, plebiscitado en Cataluña, es una cosa intangible y sagrada y dando por supuesto que las Cortes no tienen ni siquiera la facultad de enmendarle, de corregirle -supongo que tampoco tendrá esta postura aquí representación autorizada de nadie-, y luego, la tercera posición, la que yo creo que representa el común sentir de toda la Cámara, que consiste en esto: el pleito de Cataluña es un pleito que heredó la República de la monarquía envenenado, y hasta podrido, y es menester que lo resuelva y que lo haga de una vez, y para eso estamos aquí nosotros, para no levantar mano hasta resolverlo.

De modo que la esencia de la posición, yo creo que de la mayoría de la Cámara, desde luego de la mía, es ésta; yo no vengo aquí a hacer el juego a ningún extremismo de la calle, dando por supuesto que el centralismo abusivo de que había hecho alarde el Estado español ha de continuar bajo el régimen republicano; vengo a estudiar, serenamente, a conciencia y con espíritu francamente cordial, el Estatuto de Cataluña, para oponerme a lo que no me parece justo y para aceptar lo demás.

Pero las discusiones que hasta ahora se han sucedido en esta Cámara sobre el tema catalán no han sido baldías, porque, además de haber formado la conciencia pública, han ido dejando de lado, apartando del debate, algunos temas en torno a los cuales se explayaban largamente los oradores y hasta se enconaban las pasiones. Por ejemplo, el principio autonómico; la necesidad, más que la necesidad, la urgencia de que el Estado segregue funciones y servicios traspasándolos a las regiones, siempre que esas funciones y esos servicios no afecten a la unidad nacional y a la soberanía. Por ejemplo, también el famoso hecho diferencial, en torno al cual se agotaban todas las sutilezas del ingenio y de la polémica en los anteriores debates. Hoy nadie discute eso: lo primero, porque está en la Constitución y es preceptivo y está regulado, y lo segundo, porque para todos los republicanos la causa del hecho diferencial no estriba en la lengua, la cultura, las costumbres, la historia, las diferencias etnográficas o geográficas o todas esas causas juntas, eso no nos importa; lo que nos importa es que existe, y esto es notorio, un estado de conciencia colectiva en Cataluña que ansía un régimen autonómico, y que cuantos no ansían ese régimen autonómico dentro de Cataluña, callan, prudentes o cobardes. Y para nosotros ésa es la voluntad de Cataluña. Y siendo así, en un régimen democrático, no hay más que poner de nuestra parte cuanto esté a nuestro alcance para servirla, siempre que queden a salvo, como es natural, los intereses primordiales del Estado. Por consiguiente, han quedado despejados estos temas. Y supongo yo que en el curso de este debate no volverán ellos a surgir, porque no sirven más que para enconar las pasiones.

Además, a nosotros nos obligaba y nos obliga el famoso Pacto de San Sebastián; nos obligaba a traer aquí el Estatuto y discutirlo serenamente.

Y ya que hablo de esto, permitidme que abra un pequeño paréntesis, porque creo que va siendo hora de que de una vez para siempre deje de servir de arma de combate, casi siempre contra el régimen, el famoso Pacto de San Sebastián.

Creo que están aquí presentes todos o casi todos los que concurrieron al Pacto de San Sebastián. Pues bien; yo afirmo (sin temor a que nadie pueda contradecirme) en el Parlamento español, delante de los que concurrieron al Pacto de San Sebastián, que el compromiso contraído en ese Pacto se cifraba en esto: primero, en que Cataluña, una vez proclamada la República, no tomaría nada por su mano; segundo, que la Asamblea de Ayuntamientos de Cataluña confeccionaría un Estatuto; que ese Estatuto pasaría por el plebiscito de Cataluña, sería traído a las Cortes y el Gobierno –el Gobierno que hubiera– se comprometía a traerlo a las Cortes, para que las Cortes, libérrimamente, sin ninguna traba, que ni siquiera podía alcanzar a los que estaban presentes en el Pacto de San Sebastián, que no podían comprometer absolutamente nada, lo discutieran, votaran y aprobaran. Y, por último, que Cataluña -mejor dicho-, los que asistían al Pacto de San Sebastián en nombre de partidos catalanes, se comprometían a aceptar lo que las Cortes resolvieran. ¿Hay alguien que tenga que decir más sobre esto? (Pausa.) ¿No? Pues de una vez para siempre quede claro que el suponer que nosotros estamos inventando un problema, por virtud de compromisos contraídos por cuatro señores en San Sebastián, que esto es una ficción, y que comprometemos la salud de España y la vida de España nada más que parar cumplir compromisos políticos contraídos anteriormente, no se puede volver a repetir con razón, porque en pleno Parlamento, a la faz del país, queda de una vez para siempre despejado este tema. (Muy bien. Muy bien.)

Se cumplió el Pacto de San Sebastián por parte de los catalanes; los catalanes, al advenir la República, redactaron su Estatuto; pasó por el plebiscito, y aquí está el Estatuto. Yo no voy a entrar -¡Dios me libre!- en ningún examen retrospectivo de cómo se han hecho las cosas; eso no tiene hoy interés ninguno: el Estatuto está ahí; ahí está el dictamen de la Comisión, y a eso hemos de atenernos. Vosotros (dirigiéndose a los diputados catalanes) habéis cumplido vuestra misión; vuestra misión termina ahí, sin perjuicio, naturalmente, de que como diputados discutáis; pero está cumplida vuestra misión respecto al Pacto de San Sebastián y a lo que dice la Constitución sobre este tema, y ahora nos toca a nosotros. Nos toca a nosotros ¿qué? Acabáis de oír al presidente de la Comisión, mi querido amigo D. Luis Bello, lo que vengo oyendo todos estos días: que la posición del Parlamento ante el dictamen del Estatuto es muy sencilla; lo que esté dentro de la Constitución, pasa; lo que no esté dentro de la Constitución, no puede pasar. Esta posición no es admisible, no siquiera posible. ¿Por qué? Porque fijaos bien, señores diputados, que lo que es fundamental, fundamentalísimo en el dictamen de la Comisión y en el Estatuto son aquellas atribuciones que se confieren a la Generalidad para legislar y ejecutar; es decir, todo aquello que no está comprendido en los artículos 14 y 15 del texto constitucional. Eso es lo que es fundamental, sin perjuicio de que en lo otro haya también temas o motivos de discusión, pero lo fundamental es eso.

Pues bien; la Constitución, cuando trata de este tema, dice en su artículo 16: “En las materias no comprendidas en los dos artículos anteriores podrán corresponder a la competencia de las regiones autónomas la legislación exclusiva y la ejecución directa, conforme a lo que dispongan los respectivos Estatutos aprobados por las Cortes.” Es decir, que los Estatutos vienen a las Cortes para su aprobación, y a nadie se le puede ocurrir serenamente que lo que aquí venga, venga para que se apruebe así. No. Tenemos no solamente plena facultad, sino obligación ineludible, de analizarlo y de examinarlo despacio. Esa es nuestra posición; la posición y obligación, a mi juicio, de la Cámara es ésta: examinar el Estatuto con un espíritu amplísimo, liberal, de extrema concordia, pero al mismo tiempo sujetándose a un criterio o a una serie de criterios cada cual que marquen la norma del estudio de cada uno de los preceptos del dictamen. Y éste es el objeto del debate de totalidad: fijar cada uno el criterio con arreglo al cual va a examinar el Estatuto.

Me permito rogar sobre este punto a todos los que tienen representación de fuerzas parlamentarias y a todas las autoridades de la Cámara, que en este debate de totalidad se sirvan exponer con claridad cuál es su criterio, mejor dicho, con qué criterio van a abordar la discusión del dictamen del Estatuto; y no hay que decir que el mismo ruego dirijo al feje del Gobierno. Yo voy a explicar modestamente al mío, y, para explicarlo, voy a empezar por partir de algo que es absolutamente obligado, ineludible, que es el artículo 1º de la Constitución.

El artículo 1º de la Constitución dice textualmente: “La República constituye un Estado integral, compatible con la autonomía de los Municipios y de las Regiones”. Fijaos bien, señores diputados, que es el Estado integral compatible; es decir, no formado desde el principio por municipios y regiones autónomas, sino compatible; lo fundamental es el Estado integral, y dentro del Estado integral puede haber municipios y regiones; éste es el texto del artículo 1.º Pues, partiendo de este hecho, que nadie va a discutir, yo creo, señores diputados, que es una obligación ineludible examinar todos y cada uno de los preceptos del Estatuto a través de estas cuatro lentes, de estas cuatro lupas, de las que nadie debe poder prescindir para hacer una obra constructiva: primera, capacidad de Cataluña para ejercer su función de región autonómica, segunda, oportunidad de traspaso de cada uno de los servicios a Cataluña; es decir, si el momento es oportuno o no para hacer el traspaso de cada uno de los servicios; tercera, el Estado español, el Estado integral, tiene que conservar, a través de cada uno de los preceptos del Estatuto, las facultades necesarias para cumplir la elementalísima obligación de amparar el derecho de todos sus ciudadanos sin distinción; cuarta, lo que representa la unidad orgánica del Estado, del Estado integral, no puede romperse; es decir, que todo lo que menoscabe y atente a esa unidad es menester suprimirlo.

Estas son las cuatro lentes a través de las cuales voy a analizar brevísimamente, poniendo por cada una de ellas, delante del Estatuto, el dictamen de la Comisión. Ya veis, señores catalanes, que quedan eliminadas totalmente todas aquellas cuestiones de carácter sentimental que podían enconar el debate, no porque no tengan importancia, algunas de ellas pueden tenerla; lo que hay es que yo creo que cuando se está ante un problema vivo y ante un texto concreto es inútil mezclar en ello cuestiones que no sirven para nada prácticamente.

Y vamos a empezar por la capacidad. Ya comprenderéis, señores diputados catalanes, que no voy a cometer la torpeza de negar que Cataluña tenga capacidad para erigirse en región autónoma; sinceramente creo que la tiene; pero además, en todo caso, no me metería en eso. La capacidad para nosotros, por lo menos para mí, no es tema de discusión; os la concedo toda, absoluta. ¡Ah! Pero a vosotros os interesa mucho más que a nosotros aquilatar bien hasta dónde llega esta capacidad para toda la cantidad de servicios que reclamáis y que el dictamen os concede, porque un exceso de atribuciones tomadas a destiempo puede ser la ruina de todo, el fracaso de todo, el descrédito de todo y un gran mal para vosotros y otro grave mal para España. Y yo, sin negaros la capacidad, me voy a permitir, si vosotros me lo consentís, hacer algunas breves observaciones sobre el particular. ¿En qué consiste la capacidad de una región? ¿En que el caudal medio de cultura sea grande, sea extenso? ¿En que el vigor ciudadano exista, en que la ciudadanía sea activa, sea eficaz? Eso es una gran fuerza, pero no lo es todo, porque una región es una cosa viva, integrada por una serie de organismos que deben tener también realidad y vida propia y que han de funcionar con arreglo a unas normas determinadas; y si la región no es eso, es una ficción. Y ¿qué pasa hoy en Cataluña? Pues en Cataluña pasa que hay una ciudad, que es Barcelona, donde todos los sentimientos catalanistas tienen su asiento legítimo y, además, su fomento constante y diario, y donde por ser la cultura más extendida y los medios de difusión más fáciles, el ambiente catalanista tiene una verdadera realidad; pero fuera de Barcelona queda todo lo que es la provincia, más las otras tres provincias, donde este fervor y este entusiasmo quedan, como es lógico, muy atenuados; pero sobre todo –no voy a discutirlo; si queréis que sea el mismo, os lo concedo, porque lo esencial no es eso, sino esto otro–, sobre todo, cuanto es organización municipal local vive, como en el resto de España, regida por leyes arcaicas, que son las que regulan toda la organización local de España, sometida al influjo poderosísimo que irradia Barcelona, por sus hombres, por su prestigio, por su actuación, por su dinero, por todo. ¡Ah! Pues pensad bien lo que representaría que cometiéramos todos la ficción de traspasar una serie de funciones del Estado a la Generalidad si eso fuera a perdurar, porque eso, ¿sabéis lo que empezaría por ser y lo que acabaría por consagrarse como cosa definitiva? Pues una gigantesca oligarquía de Barcelona sobre toda la región catalana, y eso es muy peligroso para vosotros y para nosotros, porque hoy sois vosotros los que manejáis la oligarquía, pero mañana puede ser una extrema derecha, incomprensiva y absurda, o una extrema izquierda, que sean totalmente incompatibles la una o la otra con lo que es el Estado español.

Pues todo esto quiere decir que lo fundamental es crear definitivamente el organismo. ¿Habéis medido vosotros -seguramente lo habréis hecho-, habéis medido la cantidad de leguas que os quedan por recorrer hasta llegar a esa meta? ¿Habéis contado la serie de jornadas por que tenéis que pasar? Pues nada menos que éstas: el Parlamento, el Estatuto interior, el régimen municipal, que no consiste sólo en dar un precepto o una norma por virtud de la cual se hayan de regir los Ayuntamientos, sino que eso encarne en la vida del pueblo; que encarne en la vida de los Ayuntamientos; que los Ayuntamientos sean de verdad autónomos, con su vida propia y con su Hacienda propia, porque hasta ese instante no podréis decir que la región está constituida, y después de todo eso hecho, ir haciendo las normas esenciales para regular cada uno de los servicios. Y yo os digo que para mí, que os considero capaces, vuelvo a repetirlo, la prueba de capacidad positiva no debería darse, no podría darse más que da un modo: estableciendo que los servicios que hayan de pasar a la Generalidad no fueran pasando hasta tanto que ese Parlamento catalán, después de estar constituido, fuera redactando los reglamentos o las normas que hayan de servir para el funcionamiento de esos servicios. Esa sí que sería una prueba de capacidad. Pero repito que en esto yo no hago cuestión; os lo digo a vosotros, porque vosotros sois los que tenéis que medir toda la cantidad de esfuerzo que tenéis que hacer, y si estáis en condiciones de hacerlo para evitar el fracaso, que sería para vosotros mucho más que la muerte, porque sería el descrédito.

Y vamos a utilizar la segunda lente: la oportunidad, la oportunidad mirada desde el punto de vista, no de la declaración del derecho de Cataluña a erigirse en región, sino la oportunidad de traspasar determinados servicios.

Señores, yo creo que no hace falta esforzarse mucho para demostrar que el Estado español, el Estado que la República heredó de la monarquía, es un Estado totalmente por hacer. La prueba de que está por hacer es que apenas hemos puesto la primera piedra. Todo lo que significa organismos del Estado, hay que rehacerlo de arriba abajo. Y tampoco será preciso esforzarse mucho para demostrar que en este instante, y hablo de este instante poniéndolo sólo como ejemplo, España atraviesa, como gran parte del mundo, una crisis económica grave, y que la Hacienda española está sufriendo las consecuencias de muchos años de despilfarros y en plena contracción. Pues bien; cuando ésa es la situación del Estado español, puede muy bien suceder, tiene que suceder, que el traspaso de determinadas funciones del Estado español a la Generalidad en este instante sea una insigne torpeza para unos y para otros, porque a los catalanes les interesa más o, por lo menos, tanto como a nosotros, que el Estado español sea un Estado fuerte, porque de él y sólo de él van a poder vivir. Por consiguiente, pudiendo ser quizás constitucional, y hasta posible, y hasta lícito, y hasta plausible el traspaso de determinadas funciones, puede muy bien suceder que la oportunidad aconseje que hoy no se traspasen.

Vais a ver un ejemplo. Es evidente que en estos momentos está la República siendo acosada, hasta donde puede serlo, por elementos de extrema derecha y de extrema izquierda que pretenden todavía socavar los cimientos del régimen, y es evidente que en estos instantes todo lo que fuera intentar cercenar, cortar, partir las facultades del Poder público para hacer frente a ese problema, que es común a todos, sería una gran torpeza. Pues, sin embargo, ya veis que en el proyecto, en el dictamen de la Comisión, en estos momentos, se traspasan a la Generalidad de Cataluña la policía y el orden interior. ¿Es que hay alguien que sinceramente pueda creer que en estos instantes es, no ya posible, no ya hábil, sino materialmente hacedero, el partir en dos el régimen de policía y de orden público en España en la situación en que se está? Pues imaginad el caso de que, esto hecho, aprobado el dictamen, aprobado el Estatuto, un buen día en el Gobierno de la Generalidad, porque se tratara -es un caso muy hipotético- de un Gobierno débil, de un Gobierno transigente, de un Gobierno torpe, se intentara fraguar dentro de Cataluña un movimiento revolucionario de extrema derecha, de reacción, o de extrema izquierda, que no hubiera de desencadenarse en Barcelona, en Cataluña, sino en otra parte de España. Pues bien; si esto sucede aprobado el Estatuto, ¿me queréis decir qué hace el Poder público? Porque vamos a estar de acuerdo en esto: lo peor que nos podría pasar, lo peor que os podría pasar, es que coexistieran en Barcelona, en Cataluña, dos servicios: uno del Estado y otro de la Generalidad, enfrente uno de otro, o parejos, que acabarían por estar enfrente fatalmente, prestando la mismo función. Eso no puede ser. Eso vosotros mismos reconoceréis que no puede ser. ¡Ah! Pues el Estado está completamente apartado de la policía, del orden público. Me diréis: el caso lo prevé la Constitución, porque la Constitución dice que el Estado podrá intervenir en casos de peligro cuando lo considere conveniente. ¡Ah!, sí! Pero ¿es que todo el mecanismo policíaco y todo lo que significa la red extendida de conocimiento de una región se improvisa? ¿Es que con enviar una legión de policías o de agentes a Cataluña ya se sabe lo que pasa, si no tiene estado público el conflicto? ¿Es que, además, mantener una política en materia de orden público distinto aquí que allí, que puede ser diametralmente opuesta, no es un gravísimo daño para todos, para la seguridad del Estado y para su vida interior? Eso, en estos momentos, a mi juicio, sería una locura. Por consiguiente, cuando se discuta el Estatuto habremos de examinar en cada uno de los artículos si es o no oportuno el traspaso de las funciones.

Y vamos ahora a lo que es más fundamental: a la obligación ineludible que tiene el Estado de amparar a todos sus ciudadanos en el ejercicio de sus derechos. Supongo que este postulado nadie podrá discutirlo. Pues bien; lo primero que yo me encuentro al examinar con esta lupa el dictamen de la Comisión, es esto: si este dictamen se aprueba, el Poder público como tal Poder público, el Estado como Poder público, se retira íntegramente de Cataluña; toda la representación del Poder público que quedará allí consistirá en esto: el general de la división con sus tropas, el comandante de Marina, los carabineros y los fiscales; esto será lo que quede en Cataluña como representación del Poder público. La genuina representación de éste en el Gobierno, que es el Ministerio de la Gobernación, no tendrá allí más que los policías encargados de visar los pasaportes en las fronteras, nada más: todo lo demás habrá desaparecido. Señores, sólo lo enunciado astuta.

Pues bien; ¿qué pasaría si un buen día hubiera en el Gobierno de la Generalidad un partido político, un sector de opinión catalana que, por vehemencia, por insensatez o por lo que fuera, intentara, y realizara, una política de agresión, de molestia, de ofensa a lo que no fuera de sentimiento genuinamente catalán dentro de Cataluña, en esa forma, que se puede hacer casi impalpable, de pequeñas vejaciones, pequeñas multas, trabas a los negocios, registros domiciliarios? Los ciudadanos que no fuesen catalanes que estuvieran sometidos a esta tortura, se preguntarían: “Bueno, ¿y a quién nos dirigimos?” Dice el artículo 14 que el representante del Gobierno es el presidente de la Generalidad, la Generalidad, que es el Poder más irresponsable, según el dictamen, que ha habido nunca en el mundo, porque no responde de nada ni ante nadie; pues esos ciudadanos se encontrarían con que tendrían que acudir al general de la división o al comandante de Marina, porque, claro, les queda el camino del recurso contencioso, pero después de haber pasado por toda la gama del papel sellado y de los Tribunales catalanes; y cuando todo eso esté terminado, entonces podrán venir aquí, al Supremo, a reclamar.

Esto es de tal magnitud, señores, que para comprenderlo así no hay más que hacer esta consideración: si esos ciudadanos vivieran, en vez de Cataluña, en cualquier rincón del mundo, por apartado que fuera, tendrían un cónsul español al que dirigirse, y en Cataluña no van a tener a nadie. ¿Vosotros creéis que esto es posible? Diréis que esto es una exageración y que estoy presentando las cosas a base de una pugna, de una lucha entre dos instituciones. ¡Ah!, si me lo dijerais (que no me lo diréis, porque creo que no tenéis humor de pelea, ni yo tampoco), os contestaría que yo no tengo la culpa, que nosotros no tenemos la culpa de que haya un sector de la opinión catalana (ahí están los textos) que diariamente haga alarde de su propósito de acabar, dentro de Cataluña, con todo lo que no sea catalanista, y a nosotros no nos garantiza absolutamente nadie que llegue un día en que eso no prevalezca. Es difícil; pero también era difícil que prevalecieran sus señorías el 11 de abril, y el 14 eran los dueños de Cataluña. Pues eso, ¿quién me garantiza a mí que no se repetirá algún día con los elementos extremistas? Aparte de que, sea lo que sea, el Estado tiene la obligación ineludible de evitar que a sus ciudadanos les pueda ocurrir un caso así. Esto se remedia de alguna manera, y hay que remediarlo.

Además, para mayor prueba (vamos a dejar estos ejemplos de carácter genérico y fijémonos concretamente en el texto del Estatuto) tenemos el caso específico de la enseñanza. Lo cito, porque sé que es uno de los puntos neurálgicos del dictamen de la Comisión y acerca del cual ha formulado su presidente un voto particular.

Yo no quiero entrar ahora a fondo en ninguno de los temas (ya los discutiremos con toda calma), en un análisis detenido, de lo que es el problema de la enseñanza, y menos poniendo cosa alguna de mi cosecha, pues podría parecer algo apasionado, algo buscado, fantástico, para molestar o herir, no; me voy a atener a textos indiscutibles para vosotros. (Dirigiéndose a la minoría catalana). Supongo que ninguno de los señores de la minoría catalana podrá oponer el menor reparo a la personalidad de Pompeyo Fabra, una autoridad catalanista. Pompeyo Fabra, que es un gran filólogo, no puede ser sospechoso para nadie de su entusiasmo por la autonomía catalana o por algo más que la autonomía catalana, puesto que es, me parece, el director de La Palestra. Vais a oír lo que dice Pompeyo Fabra y cómo juzga en una conferencia pública, dada hace poco en Barcelona, el problema de la enseñanza. Voy a leer solamente la parte sustancial: “Respecto a los alumnos, dijo que los hijos de catalanes irían seguramente a la Universidad catalana, pues a la castellana sólo irían los castellanos inadaptados. De la masa catalana, dijo que a ésta le daría sensación de mayor estabilidad la Universidad española, por lo menos hoy día. Añadió que tampoco tenía la seguridad de que la mayoría de los catedráticos catalanes renunciasen a sus cátedras para pasar a la Universidad catalana, y entonces el problema sería la creación de un profesorado numeroso, ya que la Universidad deseada ha de ser completa. (Fijaos en este párrafo.) Se ocupó del aspecto de los catalanes que han de llevar sus hijos a la Universidad, y dijo que, recientemente, un literato, catalanista de toda la vida, preguntado sobre el particular, dijo que vacilaría y que quizás llevara sus hijos a la Universidad castellana, por no querer arrostrar el peligro de que un día sus hijos le pidieran cuenta de su decisión. De suceder esto así, el fracaso sería grande. Añadió que cabía esperar que, intensificándose la catalanidad, quizás con el tiempo se llegara a lo anhelado; pero, entre tanto, la Universidad catalana padecería por la falta de profesorado y de alumnos. Dijo que la solución sería que la actual Universidad pasara a la Generalidad para su catalanización. Expresó la esperanza de que los catedráticos castellanos, una vez aprobado el Estatuto, muchos pedirán el traslado y que los alumnos castellanos que viven en Barcelona podrán fácilmente acostumbrarse a recibir las enseñanzas en catalán”. Señores, el texto es definitivo. Yo os pregunto: cuando éste es el sentir de los grandes pedagogos catalanes, ¿cómo queréis que el Estado abandone la misión elemental de amparar a quien, siendo inadaptado, no quiera adaptarse, en uso de un perfecto derecho? (Muy bien). Esta es una función fundamental del Estado, y el Estado no puede desprenderse de ella.

Con esta lupa hay que registrar hasta el último escondrijo del dictamen. Pues ¿y la justicia? Pero ¿vosotros conocéis mayor sensación de desamparo que el que puede tener un ciudadano en un país donde sabe que la Justicia le es, si no hostil, por lo menos extraña? Pero ¡cómo es posible que el Estado dimita la función de administrar Justicia! O no existe el Estado integral y no es más que una sombra, o esa función es totalmente del Estado. (Muy bien). Bien está que vosotros tengáis -si queréis, yo llego a eso- vuestro Derecho foral, todo lo que es genuinamente vuestro, y vuestros Tribunales especiales; ¿por qué no? Pero, ¿y para juzgar en materia civil, y para administrar Justicia en lo civil y en lo mercantil? Pero ¿quién, del resto de España, va a contratar con vosotros si tenéis vuestros Tribunales y en materia mercantil sois los árbitros? ¿No comprendéis que os hace más daño que provecho, que no habrá ningún ciudadano de ningún pueblo español que no exija la condición previa de que el fuero sea el propio y no el vuestro, cuando allí acaba la última instancia, según el dictamen, en todos los asuntos? No; ésa es una misión que tampoco puede delegar el Estado.

Y vamos, señores diputados, con la última lente. Unidad orgánica del Estado. No creo, señores, que ofrezca a nadie duda la enorme complejidad del mecanismo de un Estado moderno: un Estado moderno no es, en definitiva, otra cosa que una gigantesca empresa de servicios públicos, y en el Estado moderno todo lo que se refiera a la economía, a todo lo económico, pasa por delante, tiene que pasar por delante incluso de todo lo político, porque ésa es hoy la médula misma de la vida del Estado. Pues bien, todo lo que sea, en estos momentos en que se está organizando, fraguando, el nuevo Estado español, partir esa unidad orgánica del Estado y empezar a dividir todas las funciones fundamentales entre las regiones y el Estado, es tanto como retrasar y quizá condenar al fracaso la obra gigante de hacer el nuevo Estado, y para que el Estado tenga en su mano las riendas de una organización económica –y a todos vosotros, señores ministros, os hemos oído decir desde aquí que es aspiración fundamental la de organizarla en forma de economía planificada o dirigida–, a mi juicio, hay dos resortes, dos herramientas indispensables: una, la unidad legislativa que somete a todos los ciudadanos a una misma ley, y otra, la soberanía fiscal, porque si el Estado no conserva la soberanía fiscal no puede hacer política social, ni política económica, ni nada que se le parezca.

¿Qué hay en el Estatuto de todo esto? Pues lo primero que se tropieza uno es con que se crea una ciudadanía privilegiada, de ciudadanos de cuota; se crea la ciudadanía catalana, y como son ciudadanos catalanes y además son ciudadanos españoles, resulta que los ciudadanos allí tienen el doble privilegio y el doble derecho, y cuando vienen aquí siguen siendo ciudadanos españoles, y los ciudadanos españoles llegan a Cataluña y no pasan de ser ciudadanos españoles, no son ciudadanos catalanes. Esto ya es un contrasentido lamentable, que produciría consecuencias desastrosas para vosotros en el ánimo de todo el resto de España. (Rumores).

Sigamos avanzando, y nos encontramos con que se atribuye a la Generalidad la ordenación del Derecho civil, salvo lo que dispone el artº. 15. Señores de la minoría catalana: yo no puedo creer que a vosotros ni a nadie en Cataluña interese tener la ordenación del Derecho civil para todo aquello que no sea genuinamente el Derecho foral catalán. Que en este momento y en pleno año 1932 aspire nadie a crear la enorme confusión de una legislación civil distinta y separada de la del Estado en cosas en las que nada os perjudica la legislación común, cuando todo tiende hacia una unidad legislativa; que se intente poner todavía barreras y agrandar distancias, ¿en beneficio de quién va eso? Yo creo que el único modo de que se acabe de una vez con las diferencias en todo lo que no sea fundamental y tradicional, es que tengáis vosotros la facultad legislativa de lo vuestro, de lo que es foral; porque el grave error, hasta ahora, ha sido que el Derecho civil español quedó petrificado y el Derecho foral también, y como no han avanzado, no han podido juntarse; pero si vosotros podéis avanzar, tengo la seguridad de que poco a poco acabaréis por sumaros. Pero eso en lo vuestro. ¿Qué necesidad tenéis de asumir también la legislación civil del Estado español, en la que hay una unidad legislativa que no tiene por qué romperse, y de privar, además, al Estado de esta enorme herramienta?

Y vamos a Hacienda, a la soberanía fiscal. No voy a entrar ahora, mucho menos después de lo que acabamos de oír al presidente de la Comisión, en un análisis detenido del problema de la Hacienda; todo llegará a su hora; pero os voy a decir dos cosas: la primera, que nosotros, cuando se trate de fijar la cuantía de los servicios o el importe de los servicios que se os traspasen, tenemos la obligación de no ser tacaños, ni siquiera meticulosos con exceso. El importe, el costo de los servicios, debe quedar compensado con generosidad con largueza.

Además, es justo, es legítimo que vosotros pidáis que lo que represente la compensación de los servicios que asumís no se os dé un forma rígida, no se os facilite en billetes de Banco, porque así no habría prosperidad posible; pero de esto a traspasar la soberanía fiscal, entregándoos nada menos que las dos columnas principales de la soberanía fiscal por excelencia, que es el impuesto directo, la contribución directa, porque es lo que llega de verdad al individuo en relación con el Estado, hay un abismo.
Espero demostrar, cuando llegue la ocasión, que lo peor que os podía pasar a vosotros es que prevaleciera ese sistema, porque fatalmente, ateniéndonos al texto del dictamen, que prevé, como es lógico, el caso de que vaya avanzando el impuesto sobre la renta como forma tributaria substituyendo a los impuestos directos, fatalmente, cuando llegue el Estado a entrar en vuestro terreno en las contribuciones directas, aunque dice el dictamen que se os dará compensación, ésta no podrá ser satisfecha más que en forma rígida. Lo fundamental para vosotros es que esos dos principios se salven, que los servicios estén ampliamente retribuidos, todo lo ampliamente que sea posible, y que sea flexible la compensación. Fórmulas hay; el propio presidente de la Comisión afirma que el dictamen no es en esto definitivo; ya se encontrarán.

Otro tema hay en la parte referente a la Hacienda -no quiero cansaros mucho-, que es el de la recaudación de las contribuciones. El Estado cede estatutariamente a Cataluña, a la región, la recaudación de las contribuciones por cuenta del Estado, y como eso es del Estatuto, es una facultad que no puede retraer, y si la recaudación se hace mal, no se puede enmendar. ¡Ah!, pues eso, señor ministro de Hacienda, tiene una gravedad extraordinaria y habrá que ver el modo de salvarla, porque ahí se enajenan muchas cosas; pero, por de pronto, se enajena todo el porvenir de la Hacienda española.

Y, por último, señores, yo quisiera, como resumen de cuanto llevo dicho, recordaros que este problema del Estatuto catalán es un problema que ha llegado a la entraña misma de la vida de España; que a estas horas España entera está pendiente de los debates del Estatuto y que, querámoslo o no, alrededor del problema del Estatuto que aquí se vote ha de girar la vida política española, aun después de votado, durante mucho tiempo, y que las elecciones venideras, sean cundo sean, han de hacerse pidiendo los electores cuenta a los diputados de cómo han cumplido su obligación en este punto; y yo no tengo más que decir sino que aspiro a presentarme -y creo que en eso coincido con todos o casi todos- ante mis electores, cualesquiera que ellos sean, diciéndoles: “Un problema que heredamos de la monarquía, envenenado y sin resolver, lo hemos resuelto; el depósito que nos entregasteis de una España unida, de un Estado unido y organizado, lo hemos conservado y no lo hemos roto.”

Si no lo hiciera así; si yo contribuyera en lo más mínimo a la disgregación del Estado español, me consideraría tan fracasado que me retiraría definitivamente de la vida pública. (Aplausos).

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Con la llegada de los radicales al gobierno de la República en 1933, se originaron los primeros conflictos del gobierno con la Generalitat catalana. La aprobación por parte de la Generalitat de la Ley de Contratos de Cultivo, la cual garantizaba a viticultores y arrendatarios catalanes –rabassaires– la explotación de tierras durante un mínimo de seis años, llevó a la derecha catalana a reclamar la declaración de inconstitucionalidad de la ley, pidiéndole al Gobierno que recurriese la ley ante el Tribunal de Garantías Constitucionales. El tribunal declaró la inconstitucionalidad de la ley el 8 de junio de 1934, siendo considerado este hecho, por Ezquerra Republicana, como un ataque a la autonomía catalana. Cuando el 6 de octubre de 1934 la Generalitat se alzó contra el Gobierno de coalición derechista de los radicales y la CEDA, proclamando su presidente Luis Companys «el estado de Cataluña dentro de la República Federal de España», la derrota de la sublevación trajo como consecuencia la suspensión de la autonomía. No sería hasta 1936, tras la victoria del Frente Popular, que el estatuto sería puesto en vigor de nuevo.

La Generalitat fue restaurada, bajo la presidencia de Companys. Durante la guerra civil, la autonomía vivió un periodo de gran turbulencia, al que puso fin la entrada en enero de 1939 de las tropas de Franco en Cataluña, eliminándose de nuevo la autonomía.

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