Miguel Maura Gamazo, hijo del político monárquico
Antonio Maura Montaner, nació en Madrid el 13 de
diciembre de 1887. Fue elegido diputado en 1916.
Partidario primero y luego detractor de la dictadura
de Miguel Primo de Rivera evolucionó desde
posiciones monárquicas hacia un republicanismo
moderado. Perteneció, junto a Niceto Alcalá Zamora a
la Derecha Liberal Republicana, uno de los partidos
republicanos firmantes del Pacto de San Sebastián,
que más adelante se transformaría en Partido
Republicano Conservador. Llegó a ser Ministro de la
Gobernación durante el Gobierno Provisional
–abril-octubre de 1931–, produciéndose durante su
mandato los episodios de la “quema de los
conventos”. Dimitió en octubre de 1931 por la
aprobación de los artículos de la Constitución
contrarios a la Iglesia católica, ya que no se
aprobó un texto alternativo respetuoso con los
derechos de la mayoría católica del país. Siguió al
frente del grupo republicano conservador enfrentado
a la política radical de Azaña.
En la primavera de 1936 alcanzaron fuerte eco,
aunque ninguna consecuencia práctica, sus artículos
periodísticos reclamando la instauración de una
“dictadura republicana” como medida para salir de la
caótica situación político-social reinante desde la
llegada al poder del Frente Popular.
Al iniciarse la Guerra Civil se encontraba de
veraneo en La Granja. Sabedor que los anarquistas le
buscaban para ejecutarle, pidió ayuda a Indalecio
Prieto quien le procuró un avión militar con el que
se trasladó a Toulouse (Francia), consiguiendo así
salvar la vida, a diferencia de su hermano Honorio
Maura Gamazo, ejecutado por las milicias anarquistas
y comunistas en el fuerte de Guadalupe en Irán en el
verano de 1936.
Miguel Maura regresó a España en 1953, donde
permaneció hasta su muerte, ocurrida en Zaragoza en
el año 1971.
ARRIBA
La firma del Pacto de San Sebastián entre
republicanos, socialistas y catalanistas de
izquierdas, en agosto de 1930, preveía atender las
reivindicaciones nacionalistas, pero sin proponer un
calendario concreto. Tras la huida del rey Alfonso
XIII, en abril de 1931, Ezquerra Republicana,
dirigida por Francesc Macià, proclamó la República
Catalana, el 15 de abril de 1931. El jefe del
Gobierno provisional, Niceto Alcalá Zamora, acudió a
Barcelona y consiguió que Macià reconsiderase la
proclamación, a la espera de la aprobación de la
Constitución. Mientras tanto, se recuperó el viejo
nombre de Generalitat, para designar el sistema
institucional autónomo catalán. Sin embargo, la
Generalitat preparó un proyecto de Estatuto, el
conocido como “Estatuto de Nuria”, que fue
plebiscitado por los ciudadanos catalanes el 2 de
agosto de 1931. Con un 70% de participación, el
proyecto de estatuto obtuvo una aprobación del 90%
de los votantes.
El proyecto fue discutido en las Cortes en mayo de
1932. El fallido golpe de estado protagonizado por
el general Sanjurjo aceleró el debate y la
aprobación del proyecto el 9 de septiembre de 1932.
Tras la aplicación de una serie de enmiendas, que
dejaron los 52 artículos originarios en 18, el
Estatuto de Cataluña fue aprobado por amplia
mayoría: 314 votos afirmativos frente a 24
negativos.
El Estatuto aprobado rebajaba las pretensiones
originales del proyecto. Mientras en el proyecto se
afirmaba que «Cataluña era un Estado autónomo dentro
de la República española», el texto final fijaba –de
acuerdo con la Constitución Republicana que definía
a España como «un Estado integral, compatible con la
autonomía de los municipios y las regiones»– que
«Cataluña se constituye en región autónoma dentro
del Estado español». También fue modificada de la
propuesta oficialidad única del catalán se pasó a la
cooficialidad de catalán y castellano. Sin embargo,
a pesar de los recortes, el Estatuto confería una
sustancial autonomía a Cataluña: la Generalitat
pasaba a estar compuesta de un Parlamento, un
Presidente y un Consejo Ejecutivo. También obtenía
competencias en ámbitos como orden público y
justicia.
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ARRIBA
Diario de Sesiones de 6 de mayo de 1932
«Me levanto, señores diputados, con plena conciencia de la
responsabilidad que sobre todos pesa al tiempo de empezar el
debate del Estatuto de Cataluña. No creo que haga falta
esforzarse en demostrar la importancia del tema que vamos a
debatir. Desde el comienzo del siglo
-me
parece que fue el año 1901 cuando se debatió por primera vez
en esta Cámara alrededor de las bases de Manresa el tema
catalán-
viene este problema pesando sobre la vida pública española y
viene perturbando toda la política nacional. Puede que no
haya pasado una sola legislatura que no haya dedicado largos
debates al tema catalán; pero siempre lo hacía alrededor de
documentos que no tenían estado parlamentario o de
manifestaciones de los diputados en la Cámara. Es ésta la
primera vez que el Parlamento español delibera sobre este
tema con un texto concreto, articulado, para votarlo y
resolverlo. Y lo primero que se advierte es la necesidad de
considerar brevemente las posiciones que fuera de esta
Cámara adopta el país alrededor del tema. Hay tres
posiciones bien definidas con respecto al Estatuto catalán
fuera de la Cámara: los intransigente, centralistas sin
paliativos, los que afirman que éste no es un problema
nacional, que es una cosa inventada y que no hay que hablar
de ella
-tengo
la seguridad de que dentro de esta Cámara no se alzará una
sola voz sosteniendo eso-;
los que de la acera de enfrente, en Cataluña, mantienen el
principio del “tot o res”, que suponiendo que el Estatuto
votado en Cataluña, plebiscitado en Cataluña, es una cosa
intangible y sagrada y dando por supuesto que las Cortes no
tienen ni siquiera la facultad de enmendarle, de corregirle
-supongo
que tampoco tendrá esta postura aquí representación
autorizada de nadie-,
y luego, la tercera posición, la que yo creo que representa
el común sentir de toda la Cámara, que consiste en esto: el
pleito de Cataluña es un pleito que heredó la República de
la monarquía envenenado, y hasta podrido, y es menester que
lo resuelva y que lo haga de una vez, y para eso estamos
aquí nosotros, para no levantar mano hasta resolverlo.
De modo que la esencia de la posición, yo
creo que de la mayoría de la Cámara, desde luego de la mía,
es ésta; yo no vengo aquí a hacer el juego a ningún
extremismo de la calle, dando por supuesto que el
centralismo abusivo de que había hecho alarde el Estado
español ha de continuar bajo el régimen republicano; vengo a
estudiar, serenamente, a conciencia y con espíritu
francamente cordial, el Estatuto de Cataluña, para oponerme
a lo que no me parece justo y para aceptar lo demás.
Pero las discusiones que hasta ahora se han
sucedido en esta Cámara sobre el tema catalán no han sido
baldías, porque, además de haber formado la conciencia
pública, han ido dejando de lado, apartando del debate,
algunos temas en torno a los cuales se explayaban largamente
los oradores y hasta se enconaban las pasiones. Por ejemplo,
el principio autonómico; la necesidad, más que la necesidad,
la urgencia de que el Estado segregue funciones y servicios
traspasándolos a las regiones, siempre que esas funciones y
esos servicios no afecten a la unidad nacional y a la
soberanía. Por ejemplo, también el famoso hecho diferencial,
en torno al cual se agotaban todas las sutilezas del ingenio
y de la polémica en los anteriores debates. Hoy nadie
discute eso: lo primero, porque está en la Constitución y es
preceptivo y está regulado, y lo segundo, porque para todos
los republicanos la causa del hecho diferencial no estriba
en la lengua, la cultura, las costumbres, la historia, las
diferencias etnográficas o geográficas o todas esas causas
juntas, eso no nos importa; lo que nos importa es que
existe, y esto es notorio, un estado de conciencia colectiva
en Cataluña que ansía un régimen autonómico, y que cuantos
no ansían ese régimen autonómico dentro de Cataluña, callan,
prudentes o cobardes. Y para nosotros ésa es la voluntad de
Cataluña. Y siendo así, en un régimen democrático, no hay
más que poner de nuestra parte cuanto esté a nuestro alcance
para servirla, siempre que queden a salvo, como es natural,
los intereses primordiales del Estado. Por consiguiente, han
quedado despejados estos temas. Y supongo yo que en el curso
de este debate no volverán ellos a surgir, porque no sirven
más que para enconar las pasiones.
Además, a nosotros nos obligaba y nos obliga
el famoso Pacto de San Sebastián; nos obligaba a traer aquí
el Estatuto y discutirlo serenamente.
Y ya que hablo de esto, permitidme que abra
un pequeño paréntesis, porque creo que va siendo hora de que
de una vez para siempre deje de servir de arma de combate,
casi siempre contra el régimen, el famoso Pacto de San
Sebastián.
Creo que están aquí presentes todos o casi
todos los que concurrieron al Pacto de San Sebastián. Pues
bien; yo afirmo (sin temor a que nadie pueda contradecirme)
en el Parlamento español, delante de los que concurrieron al
Pacto de San Sebastián, que el compromiso contraído en ese
Pacto se cifraba en esto: primero, en que Cataluña, una vez
proclamada la República, no tomaría nada por su mano;
segundo, que la Asamblea de Ayuntamientos de Cataluña
confeccionaría un Estatuto; que ese Estatuto pasaría por el
plebiscito de Cataluña, sería traído a las Cortes y el
Gobierno –el Gobierno que hubiera– se comprometía a traerlo
a las Cortes, para que las Cortes, libérrimamente, sin
ninguna traba, que ni siquiera podía alcanzar a los que
estaban presentes en el Pacto de San Sebastián, que no
podían comprometer absolutamente nada, lo discutieran,
votaran y aprobaran. Y, por último, que Cataluña
-mejor
dicho-,
los que asistían al Pacto de San Sebastián en nombre de
partidos catalanes, se comprometían a aceptar lo que las
Cortes resolvieran. ¿Hay alguien que tenga que decir más
sobre esto? (Pausa.) ¿No? Pues de una vez para
siempre quede claro que el suponer que nosotros estamos
inventando un problema, por virtud de compromisos contraídos
por cuatro señores en San Sebastián, que esto es una
ficción, y que comprometemos la salud de España y la vida de
España nada más que parar cumplir compromisos políticos
contraídos anteriormente, no se puede volver a repetir con
razón, porque en pleno Parlamento, a la faz del país, queda
de una vez para siempre despejado este tema. (Muy bien.
Muy bien.)
Se cumplió el Pacto de San Sebastián por
parte de los catalanes; los catalanes, al advenir la
República, redactaron su Estatuto; pasó por el plebiscito, y
aquí está el Estatuto. Yo no voy a entrar
-¡Dios
me libre!-
en ningún examen retrospectivo de cómo se han hecho las
cosas; eso no tiene hoy interés ninguno: el Estatuto está
ahí; ahí está el dictamen de la Comisión, y a eso hemos de
atenernos. Vosotros (dirigiéndose a los diputados
catalanes) habéis cumplido vuestra misión; vuestra
misión termina ahí, sin perjuicio, naturalmente, de que como
diputados discutáis; pero está cumplida vuestra misión
respecto al Pacto de San Sebastián y a lo que dice la
Constitución sobre este tema, y ahora nos toca a nosotros.
Nos toca a nosotros ¿qué? Acabáis de oír al presidente de la
Comisión, mi querido amigo D. Luis Bello, lo que vengo
oyendo todos estos días: que la posición del Parlamento ante
el dictamen del Estatuto es muy sencilla; lo que esté dentro
de la Constitución, pasa; lo que no esté dentro de la
Constitución, no puede pasar. Esta posición no es admisible,
no siquiera posible. ¿Por qué? Porque fijaos bien, señores
diputados, que lo que es fundamental, fundamentalísimo en el
dictamen de la Comisión y en el Estatuto son aquellas
atribuciones que se confieren a la Generalidad para legislar
y ejecutar; es decir, todo aquello que no está comprendido
en los artículos 14 y 15 del texto constitucional. Eso es lo
que es fundamental, sin perjuicio de que en lo otro haya
también temas o motivos de discusión, pero lo fundamental es
eso.
Pues bien; la Constitución, cuando trata de
este tema, dice en su artículo 16: “En las materias no
comprendidas en los dos artículos anteriores podrán
corresponder a la competencia de las regiones autónomas la
legislación exclusiva y la ejecución directa, conforme a lo
que dispongan los respectivos Estatutos aprobados por las
Cortes.” Es decir, que los Estatutos vienen a las Cortes
para su aprobación, y a nadie se le puede ocurrir
serenamente que lo que aquí venga, venga para que se apruebe
así. No. Tenemos no solamente plena facultad, sino
obligación ineludible, de analizarlo y de examinarlo
despacio. Esa es nuestra posición; la posición y obligación,
a mi juicio, de la Cámara es ésta: examinar el Estatuto con
un espíritu amplísimo, liberal, de extrema concordia, pero
al mismo tiempo sujetándose a un criterio o a una serie de
criterios cada cual que marquen la norma del estudio de cada
uno de los preceptos del dictamen. Y éste es el objeto del
debate de totalidad: fijar cada uno el criterio con arreglo
al cual va a examinar el Estatuto.
Me permito rogar sobre este punto a todos
los que tienen representación de fuerzas parlamentarias y a
todas las autoridades de la Cámara, que en este debate de
totalidad se sirvan exponer con claridad cuál es su
criterio, mejor dicho, con qué criterio van a abordar la
discusión del dictamen del Estatuto; y no hay que decir que
el mismo ruego dirijo al feje del Gobierno. Yo voy a
explicar modestamente al mío, y, para explicarlo, voy a
empezar por partir de algo que es absolutamente obligado,
ineludible, que es el artículo 1º de la Constitución.
El artículo 1º de la Constitución dice
textualmente: “La República constituye un Estado
integral, compatible con la autonomía de los Municipios y de
las Regiones”. Fijaos bien, señores diputados, que es el
Estado integral compatible; es decir, no formado desde el
principio por municipios y regiones autónomas, sino
compatible; lo fundamental es el Estado integral, y dentro
del Estado integral puede haber municipios y regiones; éste
es el texto del artículo 1.º Pues, partiendo de este hecho,
que nadie va a discutir, yo creo, señores diputados, que es
una obligación ineludible examinar todos y cada uno de los
preceptos del Estatuto a través de estas cuatro lentes, de
estas cuatro lupas, de las que nadie debe poder prescindir
para hacer una obra constructiva: primera, capacidad
de Cataluña para ejercer su función de región autonómica,
segunda, oportunidad de traspaso de cada uno de los
servicios a Cataluña; es decir, si el momento es oportuno o
no para hacer el traspaso de cada uno de los servicios;
tercera, el Estado español, el Estado integral, tiene
que conservar, a través de cada uno de los preceptos del
Estatuto, las facultades necesarias para cumplir la
elementalísima obligación de amparar el derecho de todos sus
ciudadanos sin distinción; cuarta, lo que representa
la unidad orgánica del Estado, del Estado integral, no puede
romperse; es decir, que todo lo que menoscabe y atente a esa
unidad es menester suprimirlo.
Estas son las cuatro lentes a través de las
cuales voy a analizar brevísimamente, poniendo por cada una
de ellas, delante del Estatuto, el dictamen de la Comisión.
Ya veis, señores catalanes, que quedan eliminadas totalmente
todas aquellas cuestiones de carácter sentimental que podían
enconar el debate, no porque no tengan importancia, algunas
de ellas pueden tenerla; lo que hay es que yo creo que
cuando se está ante un problema vivo y ante un texto
concreto es inútil mezclar en ello cuestiones que no sirven
para nada prácticamente.
Y vamos a empezar por la capacidad. Ya
comprenderéis, señores diputados catalanes, que no voy a
cometer la torpeza de negar que Cataluña tenga capacidad
para erigirse en región autónoma; sinceramente creo que la
tiene; pero además, en todo caso, no me metería en eso. La
capacidad para nosotros, por lo menos para mí, no es tema de
discusión; os la concedo toda, absoluta. ¡Ah! Pero a
vosotros os interesa mucho más que a nosotros aquilatar bien
hasta dónde llega esta capacidad para toda la cantidad de
servicios que reclamáis y que el dictamen os concede, porque
un exceso de atribuciones tomadas a destiempo puede ser la
ruina de todo, el fracaso de todo, el descrédito de todo y
un gran mal para vosotros y otro grave mal para España. Y
yo, sin negaros la capacidad, me voy a permitir, si vosotros
me lo consentís, hacer algunas breves observaciones sobre el
particular. ¿En qué consiste la capacidad de una región? ¿En
que el caudal medio de cultura sea grande, sea extenso? ¿En
que el vigor ciudadano exista, en que la ciudadanía sea
activa, sea eficaz? Eso es una gran fuerza, pero no lo es
todo, porque una región es una cosa viva, integrada por una
serie de organismos que deben tener también realidad y vida
propia y que han de funcionar con arreglo a unas normas
determinadas; y si la región no es eso, es una ficción. Y
¿qué pasa hoy en Cataluña? Pues en Cataluña pasa que hay una
ciudad, que es Barcelona, donde todos los sentimientos
catalanistas tienen su asiento legítimo y, además, su
fomento constante y diario, y donde por ser la cultura más
extendida y los medios de difusión más fáciles, el ambiente
catalanista tiene una verdadera realidad; pero fuera de
Barcelona queda todo lo que es la provincia, más las otras
tres provincias, donde este fervor y este entusiasmo quedan,
como es lógico, muy atenuados; pero sobre todo –no voy a
discutirlo; si queréis que sea el mismo, os lo concedo,
porque lo esencial no es eso, sino esto otro–, sobre todo,
cuanto es organización municipal local vive, como en el
resto de España, regida por leyes arcaicas, que son las que
regulan toda la organización local de España, sometida al
influjo poderosísimo que irradia Barcelona, por sus hombres,
por su prestigio, por su actuación, por su dinero, por todo.
¡Ah! Pues pensad bien lo que representaría que cometiéramos
todos la ficción de traspasar una serie de funciones del
Estado a la Generalidad si eso fuera a perdurar, porque eso,
¿sabéis lo que empezaría por ser y lo que acabaría por
consagrarse como cosa definitiva? Pues una gigantesca
oligarquía de Barcelona sobre toda la región catalana, y eso
es muy peligroso para vosotros y para nosotros, porque hoy
sois vosotros los que manejáis la oligarquía, pero mañana
puede ser una extrema derecha, incomprensiva y absurda, o
una extrema izquierda, que sean totalmente incompatibles la
una o la otra con lo que es el Estado español.
Pues todo esto quiere decir que lo
fundamental es crear definitivamente el organismo. ¿Habéis
medido vosotros
-seguramente
lo habréis hecho-,
habéis medido la cantidad de leguas que os quedan por
recorrer hasta llegar a esa meta? ¿Habéis contado la serie
de jornadas por que tenéis que pasar? Pues nada menos que
éstas: el Parlamento, el Estatuto interior, el régimen
municipal, que no consiste sólo en dar un precepto o una
norma por virtud de la cual se hayan de regir los
Ayuntamientos, sino que eso encarne en la vida del pueblo;
que encarne en la vida de los Ayuntamientos; que los
Ayuntamientos sean de verdad autónomos, con su vida propia y
con su Hacienda propia, porque hasta ese instante no podréis
decir que la región está constituida, y después de todo eso
hecho, ir haciendo las normas esenciales para regular cada
uno de los servicios. Y yo os digo que para mí, que os
considero capaces, vuelvo a repetirlo, la prueba de
capacidad positiva no debería darse, no podría darse más que
da un modo: estableciendo que los servicios que hayan de
pasar a la Generalidad no fueran pasando hasta tanto que ese
Parlamento catalán, después de estar constituido, fuera
redactando los reglamentos o las normas que hayan de servir
para el funcionamiento de esos servicios. Esa sí que sería
una prueba de capacidad. Pero repito que en esto yo no hago
cuestión; os lo digo a vosotros, porque vosotros sois los
que tenéis que medir toda la cantidad de esfuerzo que tenéis
que hacer, y si estáis en condiciones de hacerlo para evitar
el fracaso, que sería para vosotros mucho más que la muerte,
porque sería el descrédito.
Y vamos a utilizar la segunda lente: la
oportunidad, la oportunidad mirada desde el punto de vista,
no de la declaración del derecho de Cataluña a erigirse en
región, sino la oportunidad de traspasar determinados
servicios.
Señores, yo creo que no hace falta
esforzarse mucho para demostrar que el Estado español, el
Estado que la República heredó de la monarquía, es un Estado
totalmente por hacer. La prueba de que está por hacer es que
apenas hemos puesto la primera piedra. Todo lo que significa
organismos del Estado, hay que rehacerlo de arriba abajo. Y
tampoco será preciso esforzarse mucho para demostrar que en
este instante, y hablo de este instante poniéndolo sólo como
ejemplo, España atraviesa, como gran parte del mundo, una
crisis económica grave, y que la Hacienda española está
sufriendo las consecuencias de muchos años de despilfarros y
en plena contracción. Pues bien; cuando ésa es la situación
del Estado español, puede muy bien suceder, tiene que
suceder, que el traspaso de determinadas funciones del
Estado español a la Generalidad en este instante sea una
insigne torpeza para unos y para otros, porque a los
catalanes les interesa más o, por lo menos, tanto como a
nosotros, que el Estado español sea un Estado fuerte, porque
de él y sólo de él van a poder vivir. Por consiguiente,
pudiendo ser quizás constitucional, y hasta posible, y hasta
lícito, y hasta plausible el traspaso de determinadas
funciones, puede muy bien suceder que la oportunidad
aconseje que hoy no se traspasen.
Vais a ver un ejemplo. Es evidente que en
estos momentos está la República siendo acosada, hasta donde
puede serlo, por elementos de extrema derecha y de extrema
izquierda que pretenden todavía socavar los cimientos del
régimen, y es evidente que en estos instantes todo lo que
fuera intentar cercenar, cortar, partir las facultades del
Poder público para hacer frente a ese problema, que es común
a todos, sería una gran torpeza. Pues, sin embargo, ya veis
que en el proyecto, en el dictamen de la Comisión, en estos
momentos, se traspasan a la Generalidad de Cataluña la
policía y el orden interior. ¿Es que hay alguien que
sinceramente pueda creer que en estos instantes es, no ya
posible, no ya hábil, sino materialmente hacedero, el partir
en dos el régimen de policía y de orden público en España en
la situación en que se está? Pues imaginad el caso de que,
esto hecho, aprobado el dictamen, aprobado el Estatuto, un
buen día en el Gobierno de la Generalidad, porque se tratara
-es
un caso muy hipotético-
de un Gobierno débil, de un Gobierno transigente, de un
Gobierno torpe, se intentara fraguar dentro de Cataluña un
movimiento revolucionario de extrema derecha, de reacción, o
de extrema izquierda, que no hubiera de desencadenarse en
Barcelona, en Cataluña, sino en otra parte de España. Pues
bien; si esto sucede aprobado el Estatuto, ¿me queréis decir
qué hace el Poder público? Porque vamos a estar de acuerdo
en esto: lo peor que nos podría pasar, lo peor que os podría
pasar, es que coexistieran en Barcelona, en Cataluña, dos
servicios: uno del Estado y otro de la Generalidad, enfrente
uno de otro, o parejos, que acabarían por estar enfrente
fatalmente, prestando la mismo función. Eso no puede ser.
Eso vosotros mismos reconoceréis que no puede ser. ¡Ah! Pues
el Estado está completamente apartado de la policía, del
orden público. Me diréis: el caso lo prevé la Constitución,
porque la Constitución dice que el Estado podrá intervenir
en casos de peligro cuando lo considere conveniente. ¡Ah!,
sí! Pero ¿es que todo el mecanismo policíaco y todo lo que
significa la red extendida de conocimiento de una región se
improvisa? ¿Es que con enviar una legión de policías o de
agentes a Cataluña ya se sabe lo que pasa, si no tiene
estado público el conflicto? ¿Es que, además, mantener una
política en materia de orden público distinto aquí que allí,
que puede ser diametralmente opuesta, no es un gravísimo
daño para todos, para la seguridad del Estado y para su vida
interior? Eso, en estos momentos, a mi juicio, sería una
locura. Por consiguiente, cuando se discuta el Estatuto
habremos de examinar en cada uno de los artículos si es o no
oportuno el traspaso de las funciones.
Y vamos ahora a lo que es más fundamental: a
la obligación ineludible que tiene el Estado de amparar a
todos sus ciudadanos en el ejercicio de sus derechos.
Supongo que este postulado nadie podrá discutirlo. Pues
bien; lo primero que yo me encuentro al examinar con esta
lupa el dictamen de la Comisión, es esto: si este dictamen
se aprueba, el Poder público como tal Poder público, el
Estado como Poder público, se retira íntegramente de
Cataluña; toda la representación del Poder público que
quedará allí consistirá en esto: el general de la división
con sus tropas, el comandante de Marina, los carabineros y
los fiscales; esto será lo que quede en Cataluña como
representación del Poder público. La genuina representación
de éste en el Gobierno, que es el Ministerio de la
Gobernación, no tendrá allí más que los policías encargados
de visar los pasaportes en las fronteras, nada más: todo lo
demás habrá desaparecido. Señores, sólo lo enunciado astuta.
Pues bien; ¿qué pasaría si un buen día
hubiera en el Gobierno de la Generalidad un partido
político, un sector de opinión catalana que, por vehemencia,
por insensatez o por lo que fuera, intentara, y realizara,
una política de agresión, de molestia, de ofensa a lo que no
fuera de sentimiento genuinamente catalán dentro de
Cataluña, en esa forma, que se puede hacer casi impalpable,
de pequeñas vejaciones, pequeñas multas, trabas a los
negocios, registros domiciliarios? Los ciudadanos que no
fuesen catalanes que estuvieran sometidos a esta tortura, se
preguntarían: “Bueno, ¿y a quién nos dirigimos?” Dice el
artículo 14 que el representante del Gobierno es el
presidente de la Generalidad, la Generalidad, que es el
Poder más irresponsable, según el dictamen, que ha habido
nunca en el mundo, porque no responde de nada ni ante nadie;
pues esos ciudadanos se encontrarían con que tendrían que
acudir al general de la división o al comandante de Marina,
porque, claro, les queda el camino del recurso contencioso,
pero después de haber pasado por toda la gama del papel
sellado y de los Tribunales catalanes; y cuando todo eso
esté terminado, entonces podrán venir aquí, al Supremo, a
reclamar.
Esto es de tal magnitud, señores, que para
comprenderlo así no hay más que hacer esta consideración: si
esos ciudadanos vivieran, en vez de Cataluña, en cualquier
rincón del mundo, por apartado que fuera, tendrían un cónsul
español al que dirigirse, y en Cataluña no van a tener a
nadie. ¿Vosotros creéis que esto es posible? Diréis que esto
es una exageración y que estoy presentando las cosas a base
de una pugna, de una lucha entre dos instituciones. ¡Ah!, si
me lo dijerais (que no me lo diréis, porque creo que no
tenéis humor de pelea, ni yo tampoco), os contestaría que yo
no tengo la culpa, que nosotros no tenemos la culpa de que
haya un sector de la opinión catalana (ahí están los textos)
que diariamente haga alarde de su propósito de acabar,
dentro de Cataluña, con todo lo que no sea catalanista, y a
nosotros no nos garantiza absolutamente nadie que llegue un
día en que eso no prevalezca. Es difícil; pero también era
difícil que prevalecieran sus señorías el 11 de abril, y el
14 eran los dueños de Cataluña. Pues eso, ¿quién me
garantiza a mí que no se repetirá algún día con los
elementos extremistas? Aparte de que, sea lo que sea, el
Estado tiene la obligación ineludible de evitar que a sus
ciudadanos les pueda ocurrir un caso así. Esto se remedia de
alguna manera, y hay que remediarlo.
Además, para mayor prueba (vamos a dejar
estos ejemplos de carácter genérico y fijémonos
concretamente en el texto del Estatuto) tenemos el caso
específico de la enseñanza. Lo cito, porque sé que es uno de
los puntos neurálgicos del dictamen de la Comisión y acerca
del cual ha formulado su presidente un voto particular.
Yo no quiero entrar ahora a fondo en ninguno
de los temas (ya los discutiremos con toda calma), en un
análisis detenido, de lo que es el problema de la enseñanza,
y menos poniendo cosa alguna de mi cosecha, pues podría
parecer algo apasionado, algo buscado, fantástico, para
molestar o herir, no; me voy a atener a textos indiscutibles
para vosotros. (Dirigiéndose a la minoría catalana).
Supongo que ninguno de los señores de la minoría catalana
podrá oponer el menor reparo a la personalidad de Pompeyo
Fabra, una autoridad catalanista. Pompeyo Fabra, que es un
gran filólogo, no puede ser sospechoso para nadie de su
entusiasmo por la autonomía catalana o por algo más que la
autonomía catalana, puesto que es, me parece, el director de
La Palestra. Vais a oír lo que dice Pompeyo Fabra y
cómo juzga en una conferencia pública, dada hace poco en
Barcelona, el problema de la enseñanza. Voy a leer solamente
la parte sustancial: “Respecto a los alumnos, dijo que
los hijos de catalanes irían seguramente a la Universidad
catalana, pues a la castellana sólo irían los castellanos
inadaptados. De la masa catalana, dijo que a ésta le daría
sensación de mayor estabilidad la Universidad española, por
lo menos hoy día. Añadió que tampoco tenía la seguridad de
que la mayoría de los catedráticos catalanes renunciasen a
sus cátedras para pasar a la Universidad catalana, y
entonces el problema sería la creación de un profesorado
numeroso, ya que la Universidad deseada ha de ser completa.
(Fijaos en este párrafo.) Se ocupó del aspecto de los
catalanes que han de llevar sus hijos a la Universidad, y
dijo que, recientemente, un literato, catalanista de toda la
vida, preguntado sobre el particular, dijo que vacilaría y
que quizás llevara sus hijos a la Universidad castellana,
por no querer arrostrar el peligro de que un día sus hijos
le pidieran cuenta de su decisión. De suceder esto así, el
fracaso sería grande. Añadió que cabía esperar que,
intensificándose la catalanidad, quizás con el tiempo se
llegara a lo anhelado; pero, entre tanto, la Universidad
catalana padecería por la falta de profesorado y de alumnos.
Dijo que la solución sería que la actual Universidad pasara
a la Generalidad para su catalanización. Expresó la
esperanza de que los catedráticos castellanos, una vez
aprobado el Estatuto, muchos pedirán el traslado y que los
alumnos castellanos que viven en Barcelona podrán fácilmente
acostumbrarse a recibir las enseñanzas en catalán”.
Señores, el texto es definitivo. Yo os pregunto: cuando éste
es el sentir de los grandes pedagogos catalanes, ¿cómo
queréis que el Estado abandone la misión elemental de
amparar a quien, siendo inadaptado, no quiera
adaptarse, en uso de un perfecto derecho? (Muy bien).
Esta es una función fundamental del Estado, y el Estado no
puede desprenderse de ella.
Con esta lupa hay que registrar hasta el
último escondrijo del dictamen. Pues ¿y la justicia? Pero
¿vosotros conocéis mayor sensación de desamparo que el que
puede tener un ciudadano en un país donde sabe que la
Justicia le es, si no hostil, por lo menos extraña? Pero
¡cómo es posible que el Estado dimita la función de
administrar Justicia! O no existe el Estado integral y no es
más que una sombra, o esa función es totalmente del Estado.
(Muy bien). Bien está que vosotros tengáis
-si
queréis, yo llego a eso-
vuestro Derecho foral, todo lo que es genuinamente vuestro,
y vuestros Tribunales especiales; ¿por qué no? Pero, ¿y para
juzgar en materia civil, y para administrar Justicia en lo
civil y en lo mercantil? Pero ¿quién, del resto de España,
va a contratar con vosotros si tenéis vuestros Tribunales y
en materia mercantil sois los árbitros? ¿No comprendéis que
os hace más daño que provecho, que no habrá ningún ciudadano
de ningún pueblo español que no exija la condición previa de
que el fuero sea el propio y no el vuestro, cuando allí
acaba la última instancia, según el dictamen, en todos los
asuntos? No; ésa es una misión que tampoco puede delegar el
Estado.
Y vamos, señores diputados, con la última
lente. Unidad orgánica del Estado. No creo, señores, que
ofrezca a nadie duda la enorme complejidad del mecanismo de
un Estado moderno: un Estado moderno no es, en definitiva,
otra cosa que una gigantesca empresa de servicios públicos,
y en el Estado moderno todo lo que se refiera a la economía,
a todo lo económico, pasa por delante, tiene que pasar por
delante incluso de todo lo político, porque ésa es hoy la
médula misma de la vida del Estado. Pues bien, todo lo que
sea, en estos momentos en que se está organizando,
fraguando, el nuevo Estado español, partir esa unidad
orgánica del Estado y empezar a dividir todas las funciones
fundamentales entre las regiones y el Estado, es tanto como
retrasar y quizá condenar al fracaso la obra gigante de
hacer el nuevo Estado, y para que el Estado tenga en su mano
las riendas de una organización económica –y a todos
vosotros, señores ministros, os hemos oído decir desde aquí
que es aspiración fundamental la de organizarla en forma de
economía planificada o dirigida–, a mi juicio, hay dos
resortes, dos herramientas indispensables: una, la unidad
legislativa que somete a todos los ciudadanos a una misma
ley, y otra, la soberanía fiscal, porque si el Estado no
conserva la soberanía fiscal no puede hacer política social,
ni política económica, ni nada que se le parezca.
¿Qué hay en el Estatuto de todo esto? Pues
lo primero que se tropieza uno es con que se crea una
ciudadanía privilegiada, de ciudadanos de cuota; se crea la
ciudadanía catalana, y como son ciudadanos catalanes y
además son ciudadanos españoles, resulta que los ciudadanos
allí tienen el doble privilegio y el doble derecho, y cuando
vienen aquí siguen siendo ciudadanos españoles, y los
ciudadanos españoles llegan a Cataluña y no pasan de ser
ciudadanos españoles, no son ciudadanos catalanes. Esto ya
es un contrasentido lamentable, que produciría consecuencias
desastrosas para vosotros en el ánimo de todo el resto de
España. (Rumores).
Sigamos avanzando, y nos encontramos con que
se atribuye a la Generalidad la ordenación del Derecho
civil, salvo lo que dispone el artº. 15. Señores de la
minoría catalana: yo no puedo creer que a vosotros ni a
nadie en Cataluña interese tener la ordenación del Derecho
civil para todo aquello que no sea genuinamente el Derecho
foral catalán. Que en este momento y en pleno año 1932
aspire nadie a crear la enorme confusión de una legislación
civil distinta y separada de la del Estado en cosas en las
que nada os perjudica la legislación común, cuando todo
tiende hacia una unidad legislativa; que se intente poner
todavía barreras y agrandar distancias, ¿en beneficio de
quién va eso? Yo creo que el único modo de que se acabe de
una vez con las diferencias en todo lo que no sea
fundamental y tradicional, es que tengáis vosotros la
facultad legislativa de lo vuestro, de lo que es foral;
porque el grave error, hasta ahora, ha sido que el Derecho
civil español quedó petrificado y el Derecho foral también,
y como no han avanzado, no han podido juntarse; pero si
vosotros podéis avanzar, tengo la seguridad de que poco a
poco acabaréis por sumaros. Pero eso en lo vuestro. ¿Qué
necesidad tenéis de asumir también la legislación civil del
Estado español, en la que hay una unidad legislativa que no
tiene por qué romperse, y de privar, además, al Estado de
esta enorme herramienta?
Y vamos a Hacienda, a la soberanía fiscal.
No voy a entrar ahora, mucho menos después de lo que
acabamos de oír al presidente de la Comisión, en un análisis
detenido del problema de la Hacienda; todo llegará a su
hora; pero os voy a decir dos cosas: la primera, que
nosotros, cuando se trate de fijar la cuantía de los
servicios o el importe de los servicios que se os traspasen,
tenemos la obligación de no ser tacaños, ni siquiera
meticulosos con exceso. El importe, el costo de los
servicios, debe quedar compensado con generosidad con
largueza.
Además, es justo, es legítimo que vosotros
pidáis que lo que represente la compensación de los
servicios que asumís no se os dé un forma rígida, no se os
facilite en billetes de Banco, porque así no habría
prosperidad posible; pero de esto a traspasar la soberanía
fiscal, entregándoos nada menos que las dos columnas
principales de la soberanía fiscal por excelencia, que es el
impuesto directo, la contribución directa, porque es lo que
llega de verdad al individuo en relación con el Estado, hay
un abismo.
Espero demostrar, cuando llegue la ocasión, que lo peor que
os podía pasar a vosotros es que prevaleciera ese sistema,
porque fatalmente, ateniéndonos al texto del dictamen, que
prevé, como es lógico, el caso de que vaya avanzando el
impuesto sobre la renta como forma tributaria substituyendo
a los impuestos directos, fatalmente, cuando llegue el
Estado a entrar en vuestro terreno en las contribuciones
directas, aunque dice el dictamen que se os dará
compensación, ésta no podrá ser satisfecha más que en forma
rígida. Lo fundamental para vosotros es que esos dos
principios se salven, que los servicios estén ampliamente
retribuidos, todo lo ampliamente que sea posible, y que sea
flexible la compensación. Fórmulas hay; el propio presidente
de la Comisión afirma que el dictamen no es en esto
definitivo; ya se encontrarán.
Otro tema hay en la parte referente a la
Hacienda
-no quiero cansaros mucho-,
que es el de la recaudación de las contribuciones. El Estado
cede estatutariamente a Cataluña, a la región, la
recaudación de las contribuciones por cuenta del Estado, y
como eso es del Estatuto, es una facultad que no puede
retraer, y si la recaudación se hace mal, no se puede
enmendar. ¡Ah!, pues eso, señor ministro de Hacienda, tiene
una gravedad extraordinaria y habrá que ver el modo de
salvarla, porque ahí se enajenan muchas cosas; pero, por de
pronto, se enajena todo el porvenir de la Hacienda española.
Y, por último, señores, yo quisiera, como
resumen de cuanto llevo dicho, recordaros que este problema
del Estatuto catalán es un problema que ha llegado a la
entraña misma de la vida de España; que a estas horas España
entera está pendiente de los debates del Estatuto y que,
querámoslo o no, alrededor del problema del Estatuto que
aquí se vote ha de girar la vida política española, aun
después de votado, durante mucho tiempo, y que las
elecciones venideras, sean cundo sean, han de hacerse
pidiendo los electores cuenta a los diputados de cómo han
cumplido su obligación en este punto; y yo no tengo más que
decir sino que aspiro a presentarme
-y
creo que en eso coincido con todos o casi todos-
ante mis electores, cualesquiera que ellos sean,
diciéndoles: “Un problema que heredamos de la monarquía,
envenenado y sin resolver, lo hemos resuelto; el depósito
que nos entregasteis de una España unida, de un Estado unido
y organizado, lo hemos conservado y no lo hemos roto.”
Si no lo hiciera así; si yo contribuyera en
lo más mínimo a la disgregación del Estado español, me
consideraría tan fracasado que me retiraría definitivamente
de la vida pública. (Aplausos).
ARRIBA
Con la
llegada de los radicales al gobierno de la República en
1933, se originaron los primeros conflictos del gobierno con
la Generalitat catalana. La aprobación por parte de la
Generalitat de la Ley de Contratos de Cultivo, la cual
garantizaba a viticultores y arrendatarios catalanes –rabassaires–
la
explotación de tierras durante un mínimo de seis años, llevó
a la derecha catalana a reclamar la declaración de
inconstitucionalidad de la ley, pidiéndole al Gobierno que
recurriese la ley ante el Tribunal de Garantías
Constitucionales. El tribunal declaró la
inconstitucionalidad de la ley el 8 de junio de 1934, siendo
considerado este hecho, por Ezquerra Republicana, como un
ataque a la autonomía catalana. Cuando el 6 de octubre de
1934 la Generalitat se alzó contra el Gobierno de coalición
derechista de los radicales y la CEDA, proclamando su
presidente Luis Companys «el estado de Cataluña dentro de la
República Federal de España», la derrota de la sublevación
trajo como consecuencia la suspensión de la autonomía. No
sería hasta 1936, tras la victoria del Frente Popular, que
el estatuto sería puesto en vigor de nuevo.
La
Generalitat fue restaurada, bajo la presidencia de Companys.
Durante la guerra civil, la autonomía vivió un periodo de
gran turbulencia, al que puso fin la entrada en enero de
1939 de las tropas de Franco en Cataluña, eliminándose de
nuevo la autonomía.
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