Memoria
del rencor.
Por Juan Manuel
de Prada. ABC, 16/12/2006.
No soy de los que creen que
el pasado deba ocultarse detrás de un piadoso velo. Cuando no se
inquiere y dilucida, el pasado tiende a convertirse en terreno
abonado para las mi(s)tificaciones; el arraigo de los nacionalismos,
por ejemplo, suele tener su origen en una minuciosa labor de
silenciamiento del pasado real y su suplantación por un pasado de
índole más o menos legendario, acompañada de una concienzuda
estrategia de reeducación social. A veces el pasado nos enfrenta a
episodios de vileza fratricida tan ásperos y desgarradores como los
que poblaron la Guerra Civil; en estos casos, su indagación debe
ser más cuidadosa y científica, y estar alentada por un propósito
sincero de reparación.
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Se
trata de restañar las heridas, no de abrirlas, de tal manera que el
alumbramiento de la verdad sirva a la vez de lenitivo o consuelo
para quienes sufrieron más acerbamente las calamidades de aquellos
episodios, a la vez que de asunción contrita de una culpa que a
todos nos incumbe. De este modo, el pasado se convierte en enseñanza
provechosa; y, junto al deseo de no repetirlo, surge entre los
hombres de buena fe un impulso de misericordia. Esa es la «memoria
histórica» sobre la Guerra Civil que hubiésemos deseado; una
memoria histórica que hubiese favorecido la asimilación de la
culpa colectiva y servido de argamasa para el perdón. A cambio, se
nos ha propuesto una mi(s)tificación de la memoria que sólo servirá
para arrojarnos la culpa los unos sobre los otros y como fermento de
rencor.
La
operación de «rescate de la memoria histórica» promovida desde
instancias gubernamentales se ha fundado sobre premisas falaces e
intenciones torticeras: se ha convenido en un ejercicio de flagrante
y premeditada falsedad, que la Guerra Civil fue un conflicto entre
la democracia y el fascismo; y la facción gobernante, al arrogarse
la herencia de un bando presuntamente democrático, ha pretendido
arrojar sobre la facción opositora la herencia fascista. Pero la
triste verdad es que la izquierda española, en vísperas de la
Guerra Civil, era mayormente revolucionaria y totalitaria; y que su
pujanza arrastró en su torrente los islotes de izquierdismo democrático,
del mismo modo que la sublevación militar atrajo en su remolino a
muchos pacíficos conservadores. La Guerra Civil fue un choque de
totalitarismos a pequeña escala (así, desde luego, fue
contemplada, con regocijo y expectación, desde Berlín y Moscú),
aderezado por un elemento autóctono de atávicas rencillas cainitas.
Sobre el bando sublevado cae el baldón de haber usufructuado esas
rencillas; sobre el bando republicano, el de haberlas aguijoneado,
mediante una acción política irresponsable. Una acción que, de
manera más irresponsable aún, se presenta ahora como digna de
emulación.
Toda
indagación de aquel pasado oprobioso que no parta de esta premisa
elemental es mendaz y tergiversadora. Y de una premisa pervertida sólo
puede derivarse un corolario de abyección. Porque abyecto resulta,
desde luego, que sólo se consideren dignos de rememoración y
homenaje a quienes batallaron en un bando, presentándolos como
adalides de la democracia, mientras se reserva para los que
batallaron en el otro la condición de secuaces del fascismo. La
escueta verdad es que unos y otros fueron carnaza arrojada a la
trituradora de las ideologías totalitarias, pobres gentes a las que
tocó pegar tiros en una u otra trinchera por razones estrictamente
geográficas, pobres gentes fusiladas por crímenes tan pavorosos
como estar afiliadas a un sindicato o ir a misa los domingos. Una
memoria del perdón sería la que rindiese homenaje por igual a
quienes murieron en Badajoz y Paracuellos, a las muchachas
milicianas que apenas sabían enarbolar un fusil y a los jóvenes
seminaristas que sólo habían enarbolado un crucifijo. Pero la
memoria que ahora alcanza rango legal es la memoria maldita del
rencor. Quienes la impulsan son los mismos perros de siempre, sólo
que con distintos collares.
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